Una legua arriba de Villanua, el barranco de Ip vierte al Aragón, pasado el lugar de Canfranc que se incendió en 1944. El barranco de Ip toma sus caudales del ibón de Ip gallardo cuenco sobre el que lloran el Larrán, el Campanal de Izas, el collado de Izas y Collarada, todos los cuales tallan más de dos mil doscientos metros y uno, Collarada, se pone en los dos mil ochocientos ochenta y seis. Iza, en germanía, significa ramera; si bien, para aviso de navegantes, conviene señalar que aquí no es cuestión de germanía, sino de toponimia vascongada.
El valle se estrecha y más semeja aprendiz de cañón que otra cosa. A los montes pardos y mondos de arbolado, donde el viento le zurra a la pura badana geológica, en que vinieron a parar a fuerza de inmisericordes talas, suceden contrafuertes bien poblados de pinos y abetos, seguidos de la corona grisácea de la roca. Al fondo, la Raca y la canal Roya, cuyas entrañas y heleros paren el Aragón, río que dio nombre al reino.
En una explanada que antes fue suma de barrancos, se alza la estación de Canfranc, convertida en paradoja por el olvido de los hombres y la falta de asistencia de la Administración. Porque paradoja es tener frente a los Arañones tan gran instalación por cuya utilización lógica penan y porfían los oscenses, sin que se le saque el jugo como Dios manda. La estación de Canfranc con sus doscientos cuarenta y seis metros de longitud y su lujo de edificaciones, recuerda a esas catedrales que como la Roda mandaron levantar entre montañas los padres de la Reconquista, para luego olvidarse de que existían al descender al llano, en uso del acreditado de «si te he visto no me acuerdo». Desde 1928 en que la majestad de Alfonso XIII inauguró la estación y el túnel internacional del Somport, Canfranc se desgañita pidiendo más tráfico de personas y mercancías.
El túnel de Somport mide siete mil ochocientos cuarenta y siete metros. A Francia le correspondió la perforación de tres mil ciento treinta metros y para España quedaron cuatro mil setecientos.1
Canfranc-Estación es un lugar perdido entre montañas, cielos azules, blancos y grises —según los días—, vida cotidiana y muerte. Pero hasta hace poco no había ningún lugar próximo que sirviera de cobijo a esos muertos. El cementerio de Canfranc-Estación no se veía, estaba cuatro kilómetros más abajo, por la carretera general, al sur y al lado del río. Cuando se pasaba al lado —viniendo hacia la frontera de Francia— no se podía hacer otra cosa que ignorarlo. ¿Es que nadie moría en Canfranc-Estación debido a la pureza del aire, a la proximidad del glaciar, a la función liberadora clorofílica de las plantas y de los árboles? Algunos lo creían así, lo aseguraban, hasta que unos hombres bordes, capuceros, que venían de la ciudad (probablemente de Madrid) cuya especialización era la estadística, la sociología —funcionarios en su mayor parte—, de acuerdo con el sentido común, demostraron y dijeron que no era cierto, que la proporción de muertos resultaba invariable y que no parecía distinta a la de los otros partidos y regiones de España. Llegaron a exponer la estadística en números redondos y se rieron de los vecinos, del alcalde del lugar expresamente y del secretario del Ayuntamiento (trasladado de inmediato al país vecino —a Francia— para ponerse al día y hacer averiguaciones —estudios, recogida de datos, etc.— por su cuenta). Cuando se fueron, los funcionarios, se pensó, como consecuencia, admitir lo que estaba más claro que el agua. Al día siguiente, una disposición municipal establecía la construcción del cementerio nuevo —católico y civil— en Canfranc-Estación, lo que equivalía a expresar que se aceptaba oficialmente que se moría la gente en el territorio del mismo modo que en cualquier otra parte.