Los jugadores se colocaban en parejas delante unos de otros; se miraban. Había un hombre que llevaba gafas —Tomás Terrén— que sujetaba las cartas contra él. En sus expresiones se sentía la satisfacción que descubría la luz de neón cayendo del techo. Eran espectros, sombras que jugaban de otra forma también porque estaban vivos. Hablaban y gesticulaban sin comprender que la tarde acababa, que la noche acabaría, que todo era más que un símbolo, que la oscuridad más perdurable iba a cubrirles en su día. Tomás Terrén decía al comisario Ubieto, ¿juega o no?, y echaba una carta sobre la mesa en el momento que se acercaba Pepe Escarrilla y le preguntaba a Pilarín Candasnos, su esposa, ¿vas a venir? Ella explicaba que iba a acabar la bebida antes. Pepe Escarrilla permanecía indeciso al lado del mostrador ¡qué vida esta!, ¡qué vida! (No cabía duda que le había costado un esfuerzo hablar.) Extendía las manos y las dejaba caer en los costados. Se volvía con lentitud esperando, haciendo ver que se interesaba por la partida de cartas que tenía lugar en el fondo del bar entre Tomás Terrén y el comisario Ubieto. Al separarse había dicho bueno mujer; cuando Ventura Méndez le preguntaba a Flores qué tenía como tapas y si había algo caliente en la cocina para acompañar al vino. Estrechándose Pilarín Candasnos más contra él y mirándole de frente, queriendo saber qué iba a hacer luego por la noche, con el vaso junto a la boca y su mirada fija y blanda —como triste— que llegaba a contrastar con el resto de la expresión, que yo no tengo nada que hacer, hoy nada, lo que era lo mismo que dar a entender que había días perdidos y noches, porque con Pepe Escarrilla se había acabado por lo menos en un período de tiempo que igual podía ser de un día como de un año. Yo soy así. ¿No tiene nada que comer, Flores?; no mujer, no tengo. El respeto brillaba por su ausencia en el establecimiento. Pues lo que pasaba era que el alcalde Alejo Guarga la había insultado en medio de la calle, en público, y el marido, el esposo, Pepe Escarrilla, había permanecido sin reaccionar y eso no volvía a pasarle a ella. Se acercaba Pepe Escarrilla para explicar que no era exactamente cómo lo contaba. Pilarín Candasnos respondía que era igual que fuera o no fuera. Se oía la voz de Lorenzo Gavin al fondo diciendo, ¡que no, que no es así como vas a conseguir a la compañera, a la esposa!, ¡esta noche al menos no!, y Tomás Terrén detrás de sus gafas sonreía en un rincón al lado del comisario Ubieto, ocultándose de acuerdo con la norma de ver sin ser visto que había aprendido haciendo la guerra en el frente de Teruel. Lorenzo Gavin fingía la voz del castrado y sacaba la falda de su camisa para extenderla sujetándola a la altura de los costados para decir luego mirando a Pepe Escarrilla, ¿si te sirvo yo?, y ante la hilaridad de la concurrencia (de Lorenzo Gavin, de Flores, de Tomás Terrén y el comisario Ubieto) bailaba los cuatro primeros compases de un minué, insistiendo que él estaba disponible, cuando Pepe Escarrilla explicaba algo a Flores volviéndose bruscamente entonces hacia Pilarín Candasnos gritando ¿vas a venir?, ¿es que no vas a venir?, pero ya en la entonación de su voz estaba la aspereza que motivaba una negativa que se presentía. Pepe Escarrilla preguntaba sin convicción, sin esperanza de conseguir un resultado positivo, añadiendo vamos mujer nos marchamos ahora mismo. Hacía ademán de coger a Pilarín Candasnos por el brazo que se apartaba diciendo cuidado con las manos que luego van al pan, lo que obligó a Pepe Escarrilla a renunciar al intento y a sonreír quitando importancia al gesto. Pedía otro vino a Flores por hacer algo. Lorenzo Gavin gritaba desde el extremo de la barra, ¿dónde vas Pepe Escarrilla?, que es terreno acotado, y Pilarín Candasnos se inclinaba hablando a Ventura Méndez dejando ver a través del escote abierto los botones rosados de las puntas de los pechos. Lo que quería decir era que se encontraba a gusto a su lado y no le sucedía con frecuencia. Flores volvía a llenar los vasos de vino. Habían entrado el director del Banco Central y su mujer y José Luis el cartero. En el otro lado Lorenzo Gavin hablaba con Tomás Terrén, decía que él había visto la jugada —y cualquiera que tuviera ojos en la cara— ¡mira que no se le ocurre a nadie ir a incordiar a la esposa! Cuando no se tenía ninguna posibilidad de triunfar lo mejor era quedarse en casa. Entonces la voz de Pilarín Candasnos se hizo más inteligible preguntando a Ventura Méndez ¿quieres?, con su mirada fija y triste. El murmullo del bar se hacía más profundo al salir.
Pepe Escarrilla estaba allí y se había acurrucado, acorronado, al lado de la puerta sabiendo que Pilarín Candasnos su esposa, se encontraba al otro lado con Ventura Méndez. Estaba inmóvil conociendo la inutilidad del esfuerzo, ¿qué podía hacer?: ¿llamar?, ¿decir que él sabía que estaban allí los dos juntos?, ¿echar la puerta abajo? Pilarín Candasnos actuaba libremente y aún si hubiese suplicado lo más que habría conseguido habría sido que Pilarín Candasnos dijese que estaba enterada. Muy bien ya sabía que se encontraba allí Pepe Escarrilla, detrás de la puerta, pues que se fuera o siguiese, eso allá él, nadie le obligaba a quedarse en ese lugar, en el rincón con la mirada húmeda, como si se tratase de un perro viejo que ha perdido al amo, atemorizado e infeliz, pasando del furor a la compasión por sí mismo, con la cabeza contra el muro, oyendo lo que pasaba en la habitación contigua. El sudor le corría por la espalda, mojaba la camisa. Tenía que contener la respiración al mismo tiempo. Estaba con las manos pegadas a la pared intentando detener el corazón, con los ojos desorbitados, hablando para él mismo en un monólogo interminable sobre un tema que hacía relación a la mujer en general y a su falta de pudor. Repetía en voz baja palabras obscenas sin quererlo creer. ¡Al menos si hubiese habido violencia, resistencia por parte de Pilarín! Pero no era eso, ella se entregaba y hablaba y se expresaba con normalidad moviendo sus manos y hasta se podía oír su risa y frases sueltas. La puta, dijo Pepe Escarrilla, y pareció que la respiración y el ahogo cesaban como si todo hubiera concluido. Viendo luego cómo salían y cómo Ventura Méndez se dirigía a él haciendo el ademán de saludarle. Daba dos pasos atrás, miraba a Pepe Escarrilla que parecía un ser herido, maltratado, desahuciado para vivir. Ventura Méndez dijo, ¿qué hace aquí?, y Pepe Escarrilla sostuvo la mirada unos momentos hasta que la bajó hacia el suelo, de forma que sin darse cuenta apenas se encontraba en la situación de responder, de justificarse, siendo juzgado por la persona que él mismo hacía culpable. Allí estaba efectivamente Pepe Escarrilla, hijo de doña Miguela, esposo de Pilarín Candasnos, como símbolo del sufrimiento que representaba la infidelidad, el mal, y el sexo contrario, con las lágrimas en los ojos, y sus grandes manos de gigante sobre el suelo inmensas y acariciadoras.
Ya le había explicado Benito Liesa a Pepe Escarrilla que no era bueno dejarse dominar por la pasión o por la venganza y en su caso menos, porque vamos a ver usted hace una barbaridad, ¿y qué consigue con ello?, un poco de calma entonces era lo aconsejable, ¿que el tal Ventura Méndez es un hombre sin principios dispuesto a hacer el mal?, por su parte no podía decir que sí o que no aunque más bien creía lo primero; pero aun así —aunque estuviese dispuesto a hacer el mal— no era lícito utilizar procedimientos expeditivos y usted en su situación parece que no puede prescindir de la violencia lo que nunca se podría justificar, y eso aun reconociendo (porque siempre había sido amigo de la verdad) que se la habían hecho buena, mire usted que las relaciones de un tercero con la propia mujer de uno no era admisible y contrario a la amistad y a las buenas costumbres, aunque también había que perdonar. Yo no quiero decirle que no sea superior a las fuerzas de la persona, de usted, pero al menos intentarlo.
Algunas imágenes se quedaban como aprisionadas en el cerebro, en el corazón, y resultaban difíciles de desechar, me dirá a mí, ¿qué hago que la he visto desvistiéndose delante del sujeto en la habitación? Benito Liesa lo comprendía, sí hombre sí que le entiendo, pero sin mostrar su conformidad con el procedimiento porque con arreglo a sus principios no estaba bien ir detrás de una mujer para ver lo que hace y no hace. Pepe Escarrilla lo reconocía, mire, así es. No era cosa de discutir, siga hombre de Dios, sonriendo con afabilidad, diciendo ¡este hombre qué cosas le pasan a usted! Iba entonces al fondo del asunto, a la falta de simpatía que le tenía también personalmente a Ventura Méndez, así que no crea. En otro terreno a él le pasaba lo mismo y difícilmente lo soportaba, cuando hablaba de temas reservados o religiosos. ¿Es que él se refería a la medicina, a la ingeniería?; cada uno a lo suyo. Ventura Méndez trataba los temas difíciles exponiendo ideas liberales. Pepe Escarrilla quería decir algo más. Si usted permite hablo yo ahora. Pues eso sí. Cogía el hilo de la conversación tergiversando enloquecido. Se refería a la imagen desvestida de la mujer, de Pilarín Candasnos, que usted puede imaginar. Benito Liesa estaba por encima de eso y de mucho más. El perdón no se haría fácil (¡hijo, hijo!). Sentía decírselo pero debía de marcharse entonces.
Damián Albolote explicó a Ventura Méndez que le andaba buscando Pepe Escarrilla y que sus intenciones no eran buenas, mire yo le diré a usted que convendría que no se dejase ver aquí por algún tiempo que va a pasar algo. A él por una parte no le extrañaba que los acontecimientos hubiesen tomado ese cariz, porque mire que usted tampoco es manco sino más bien algo alparcero y desamorado. A una mujer casada como Dios manda hay que respetarla, en el caso de Rosa Antillón era lo mismo, así que vaya con cuidado que tiene más enemigos de los que se piensa aquí.