Cuando un hombre como Pepe Escarrilla tomaba tanto trabajo para acercarse y además se escondía no se podía confiar que lo hiciera para saludar después cordialmente. Por eso se podía pensar que si venía así era por alguna causa más seria y lo mismo se deducía al ver el machete de reglamento brillando al sol en la mano izquierda ligeramente levantada. Ventura Méndez se había puesto sobre una de las grandes piedras del río y miraba en la dirección precisa para ver si llegaba a comprender Pepe Escarrilla que le había descubierto hacía tiempo. Él estaba en la hierba y avanzaba despacio en sentido opuesto al río con el sol a la espalda. Se oía el roce de su cuerpo como si se tratara de un animal herido y a eso había que añadir el jadeo en los intervalos que le servían para descansar. Ventura Méndez conocía dónde se encontraba en todo momento, entre las dos cruces de hierro con arabescos, la que tenía la inscripción del hombre muerto en la guerra de la Independencia al lado de José Pertusa Pueyo y la del niño Enrique Bielsa Sasal (que sin llegar a ser hombre se le había dado por hogar la tierra en el año de mil novecientos treinta y tres). Así que otro poco más, Pepe Escarrilla, con esfuerzo, poniendo todo de su parte, sin llevar a la práctica las enseñanzas de carácter militar y castrense del cabo Severo Obarra, porque se mostraba abiertamente. Ventura Méndez le gritaba. El sol y la tarde no daban lugar a la alegría y sí al desconcierto cuando Pepe Escarrilla esgrimiendo la bayoneta y apartándose un paso (no era necesario más tampoco) se hizo dueño de la situación sin darle tiempo a Ventura Méndez a moverse e introduciendo el arma, no me joda, en su vientre. Le parecía a Pepe Escarrilla como si soñara. Podía decir que no había resultado difícil, que era un acto más que nada de voluntad. Él había pensado en lo que tenía que hacer y después, cuando llegó a la conclusión de que lo haría, no había habido prácticamente otra cosa que el hundimiento de la bayoneta en el vientre de Ventura Méndez que no llegó a reaccionar. En la situación que se encontraba sólo se podía permanecer quieto en una inmovilidad casi absoluta para no agrandar la herida. (Cuando se comprende que la hoja de una bayoneta ha penetrado en profundidad lo más prudente es quedarse como quien dice en el sitio —quieto— y si es necesario echarse hacia atrás.) Después la sangre llegó en seguida a caer sobre la mano de Ventura Méndez pero no como una materia hostil sino caliente o tibia, como una caricia. Resbaló a lo largo del cuerpo hasta las piernas y hasta el mismo suelo. En ningún momento Pepe Escarrilla tuvo intención de extraer la bayoneta del vientre de Ventura Méndez. Siguió así el tiempo suficiente durante el cual y en relación al suceso habrían podido distinguirse dos fases. La primera en el momento de la sangría en la que Ventura Méndez parecía vaciarse. Había palidecido levemente y del mismo modo que se explicaba en los libros de relatos —su cara era de cera, como papel blanco o como nieve. Después se podía considerar la segunda parte en la que Ventura Méndez probablemente no era ni siquiera el mismo. Ese era el instante en que caía, que se venía hacia adelante hacia el suelo en dirección a la tierra, sin poner siquiera (como hubiera parecido normal en otro caso) las manos para protegerse. Entonces Pepe Escarrilla pensó que Ventura Méndez iba bien servido, que no hacía falta hacer nada más y esperó a que se revolviera e hiciera un signo —por muy leve que fuera— de defensa, pero sólo oyó las palabras de Ventura Méndez que se expresaba con normalidad, que decía ya está bien Pepe, no sabía que era usted así, dejándolo entonces para hacer el recorrido a campo través corriendo y luego por la carretera, para entrar en seguida en el Bar Flores. Allí oyó cómo el propietario se dirigía a él y le decía, le veo a usted con mal color como desganado, sin responder, fingiendo una gran sorpresa dos horas después cuando Salvador Zurita explicaba que habían herido a Ventura Méndez en el cementerio, pues mire yo no sé nada. Pedía más vino e invitaba a Salvador Zurita, no gracias con uno es suficiente, miraba al vaso y ¿se sabe quién ha sido? Pues no. Intentaba cambiar de conversación, y hablar con Flores del vino que parecía de buena calidad, mejor que el anterior el que había bebido el domingo, y Flores lo negaba ya que venía de la misma cuba, admitiendo la aseveración Pepe Escarrilla sin discutir, todos los hombres podían equivocarse cometer errores. La voz de Salvador Zurita aumentaba de intensidad para dejarse oír refiriendo el suceso que no tenía explicación, fíjese que algunos creían que la bebida le había sentado mal, pero en seguida se vio que era otra cosa por la sangre que había bajo la camisa cuando se la quitaron, que más valdría haberle dejado a él en el mismo cementerio, si se tenía en cuenta que con la herida, la fosera, que llevaba consigo las posibilidades de sobrevivir eran pocas, bien pensado era hacer un trabajo doble, llevarlo a un lugar para después volverlo al de origen a recibir la tierra, la palanganada, que a raíz del suceso ya se le había reservado.
Doña Miguela de Escarrilla había insistido en que se le llevase a Ventura Méndez a su hotel, aunque no lo mereciera, pero antes y por su cuenta había rociado de agua, previamente bendecida, la habitación, el lecho y las paredes, el interior de los armarios y los visillos, después de empapar el cuello del pijama y la parte baja del pantalón (en el lugar en que se encontraba el sexo) para dejarlo secar todo al sol oyendo el inconformismo al respecto del sacerdote Benito Liesa que le increpaba amablemente, mire doña Miguela cómo es usted, inventando un ritual, entrando en una esfera que no es la propia; váyase a la cocina, mujer, dejándole hacer a él, mientras subían ya a Ventura Méndez por la escalera, oyendo cómo María José, la criada, lanzaba pequeños gritos de asombro y de dolor, y cómo Lorenzo Gavin decía con cuidado por aquí eso es. Llegaban a la habitación con el cuerpo de Ventura Méndez y tardaron más de dos minutos en colocarlo en el lecho ya que había que haberlo hecho girar antes para situar los pies como decía Ramón Pertusa, al otro lado, a la cabecera. Benito Liesa explicaba que había que buscar al médico, pues vaya, vaya usted, Lorenzo. Estaba en la residencia de Anayet. Una hora después, Lorenzo Gavin dijo, don Armando, que le llama el cura. Y el médico bebió tres vinos antes de abandonar el bar, preguntando a Lorenzo Gavin si es que sucedía algo. Se lo iba contando por la carretera, pasar sí que pasaba, Ventura Méndez tenía una herida profunda, un bajonazo cuyo autor no parecía descubrirse por entonces. Ya habían llamado al comisario Ubieto, ¿y dónde estaba? Venga yo se lo voy a decir. En la carretera cuando Lorenzo Gavin encontraba a algún conocido se lo contaba, oiga ¿sabe lo que le pasa a Ventura Méndez? Un bajonazo, y no se detenía consciente de la importancia que tenía su misión. Daba los últimos detalles de lejos, pues no se sabe no señor quién ha sido.
Según el comisario Ubieto había algo indudable y era que la herida, de acuerdo con el informe del mismo Armando Obispo, no se la había hecho jugando, ¿verdad que no?, sonreía. A él le bastaba con lo que había explicado el médico, pero aunque tenía facultades para llamar a otro, en la especialización de forense, no le parecía necesario ni mucho menos. Ahora estoy aquí esperando que usted diga solamente el nombre del autor. Quería hacer constar que le había parecido muy bien que hubiese guardado silencio hasta entonces esperando seguramente su llegada lo que agradecía sobremanera, pero no debía de olvidarse que estaban en presencia de un hecho delictivo grave, que le ha dejado a usted en el estado y postración que se encuentra. Él hacía votos por un pronto restablecimiento y los demás lo mismo. El médico Armando Obispo había dicho sí y el cura Benito Liesa, naturalmente hijo. Pues bien a lo que iba, le interesaba saber ese nombre, porque él había ido en primer lugar para conocer cómo estaba pero también era su deber hacerlo en nombre de la justicia para esclarecer los hechos. Su voz resonaba en la habitación solemne y el médico Armando Obispo añadía este señor tiene razón responda a lo que le pregunta. El comisario Ubieto volvía a tomar la palabra había que ser razonable y no querer ir siempre en contra de la corriente, ¿por qué, qué se saca de todo ello?, no se podía conseguir algo con esa actitud. En la vida era necesario razonar en todas las ocasiones y permítame que le diga algo. Él, según su criterio no iba a conseguir nada; estaba bien hasta cierto punto el silencio pero al delincuente había que sacarlo a la luz. Con esa actitud lo único que se producen eran confusionismos, ¿usted no quiere confundirme no es verdad?, entonces sólo cabía recapacitar; le doy si quiere a usted dos o tres minutos y después me dice el nombre que se le solicita, así que vamos a ver si es usted razonable. Consultaba el reloj y contaba el tiempo en voz alta, ha pasado medio minuto ya, ¡no sea así!, un minuto y ahora llega el otro medio, ¡no se me duerma ahora! (Ventura Méndez cerraba los ojos) y dos minutos justos. Creo que no vale la pena esperar más, a simple vista se comprende que no colabora, que no pone nada de su parte, vamos a ver, María José, si me hace el favor de subirme un coñac en copa caliente y un café al señor cura y a don Armando lo que quiera y vamos a ser razonables, ¡eh!, ¿qué gana usted con esto?, tarde o temprano se va a descubrir, no haga que paguen justos por pecadores, con ello sólo se consigue perder tiempo y dinero y además se cae en la posibilidad de incurrir en una injusticia lo que usted, me imagino, no puede consentir. Él tenía que decir, además, que lo veía claro, las sospechas recaían sobre Pepe Escarrilla y si no había querido hablar con la madre, con doña Miguela, era por no hacerla duelo, lo que siempre había estado lejos de su ánimo. Se dirigía a los asistentes a Armando Obispo a Salvador Zurita y a Benito Liesa, ¿a ver, está aquí Pepe Encarrilla?, ¿en qué parte si me hacen ustedes el favor? Porque con independencia de todo ello el móvil aparecía claro, ¿ustedes lo ven?, la esposa (que por cierto tenía que hablar con ella, recuérdenmelo si me olvido) pues bien, era de conocimiento general, público, que había tenido tratos con la patolera, con el tropel de gente, pero no de carácter superficial sino relaciones peores, lo que en un determinado momento, después de los esponsales, le había obligado a actuar. Esa era la teoría y en eso quedaba todo, había que probarlo de alguna manera lo que no resultaría fácil y no porque no fuese a poner empeño en su labor —ustedes lo saben— él haría todo lo posible, pero sin que testimoniase la víctima, es decir Ventura Méndez, no podría actuar o seguir adelante, y las cosas, por lo que se veía, seguirían así mucho tiempo y habría que dejarlas estar o archivarlas.
Benito Liesa explicaba que era una visita de amigo, no vaya a creer usted otra cosa, porque había pasado por allí y había entrado, lo que se dice a saludar, pues aquí estamos, sí, ¿y usted qué tal?, el ánimo que no falte. Se había sentado en el borde de la cama y había puesto la mano sobre la suya (era ancha y corta con un ribete negro en las uñas). Guardaba silencio, con la mano inmóvil; era necesario decir algo más, pues bueno he venido como amigo, ¿entiende usted? Algunas visitas profesionales se hacían en otras condiciones cuando la gravedad del enfermo lo requería. En ese caso no había gravedad propiamente dicha aunque tampoco podía uno descuidarse en ninguna ocasión, ya entiende lo que quiero decir. Mire usted, lo que pasa es que todo el mundo tiene miedo al confesor, al director de conciencia, sin comprender que los auxilios religiosos la misma extremaunción, no puede resultar nocivos para nadie, ¿ha pensado en los efectos secundarios que reporta a la salud? No, no ha pensado, bueno eso no me sorprende, le diré que ya estoy acostumbrado a ese género suyo de respuestas. Vamos a ver, los efectos secundarios como digo, se refieren a los puntos importantes: uno y dos, que son o que comprenden los beneficios corporales que reportan y la tranquilidad de espíritu. A ver, déjeme hablar, ¿la culpa dice?, sí ya veo la culpa, pero tal como la entiendo yo, no me venga con dificultades teológicas, vaya con lo que dice genio y figura, usted no cambia, siempre es el mismo, ¿pero se da cuenta? No quiero ser malo, no me obligue usted a decir algo que no le resultaría agradable de oír. Hacía crujir la cama con su peso, se acomodaba y plegaba la sotana sobre las piernas. Lo había pensado mejor; usted lo ha querido, mire a veces, en algunas condiciones, es mejor hablar directamente. Se había callado, se veía que no sabía cómo tenía que seguir; él mismo se animaba mentalmente y elevó la voz entonces, pues sí, ¡al grano, al grano, sí señor!, empezando por explicar que nadie creía en la gravedad de la situación en que se encontraba y que él conocía enfermos que reían diez minutos antes del desenlace. Advertía que había llegado demasiado lejos en el cementerio. Miraba a Ventura Méndez, que cerraba los ojos escuchando los ruidos de siempre en la calle y la voz del sacerdote, descanse si quiere yo me voy a quedar aquí en la puerta, en el caso que necesite de mis servicios no tiene más que llamar y yo acudo. Hala vamos a esperar que Dios le ilumine que es lo que hace falta. María José traiga ahora algo de comer para un hambriento que soy yo. No soy laminero, no me gustan los manjares dulces, ¡cualquier cosa, mujer! Se oían los pasos de doña Miguela que se dirigían a la habitación contigua. En la calle un niño llamaba a otro y por la carretera pasaba un coche militar. El campo seguiría lleno de sol igual que el río. María José entraba y preguntó a Ventura Méndez si quería algo. Podía traerlo de la cocina, ¿un poco de verdura o de pescado? Su figura se alargaba contra el arco de la puerta. Ventura Méndez se había incorporado ligeramente apoyando los brazos en el lecho y se quedó así un tiempo comprobando que los brazos no le sujetaban y que tendría que dejarse caer. Se vio de esa manera contra el espejo del armario, al fondo, hasta que volvió a oír la voz de Benito Liesa que se colocaba a la altura de su oído y susurraba, tenga en cuenta el efecto reparador usted lo necesita acoja estos sufrimientos y encáucelos por la vía más humilde, no se rebele, no diga nunca que no, porque vamos a ver, ¿no cree en lo que le cuento?, no le voy a hablar del ejemplo del relojero, no me parece serio en su caso, pero el orden vendrá de algún lado pienso yo, y en esto difícilmente se me podrá llevar la contraria. Al mirar al cielo en esa tarde parecía más lógico denegar. Ventura Méndez dijo por eso que no. El sacerdote Benito Liesa se exaltaba, lo que parecía demostrarse en el cambio de su voz y en las mismas palabras, ¡oiga, oiga, que ya está bien! Uno se empezaba a cansar, se podía insistir hasta un cierto punto pero tampoco exagerar demasiado, las frases fuera de tono y las negativas las podía guardar para otras personas, no para él. ¿Que no quería recibir los auxilios espirituales?, ese era un asunto suyo. Por su parte hacía todo lo posible, cumplía con su deber sin disminuir la libertad del enfermo sin imponerle la actuación, usted verá lo que hace, no creerá que se lo voy a pedir de rodillas, si le parece bien cumpla lo que se le dice que es ponerse en gracia, una contrición perfecta, con entera humildad y sumisión, en caso contrario usted se lo pierde como parece que va a suceder tal como se están desarrollando las cosas si no olvida su manera de ser terca y disparatada. No crea que esto va a seguir así, que yo me voy aunque para volver luego y si insiste en su actitud va aviado porque perderá la oportunidad que se le ofrece.
Ventura Méndez se extinguiría corporalmente pero los niños en la plaza, en fiestas, continuarían comprando churros y cintas de colores fabricados con papel, y cigarros y caramelos variados, ¿cuántos me da usted por dos pesetas o por tres? La ley de oferta y demanda a esa edad tan temprana. El reloj del pasillo marchaba sin interrupción, ¿pero qué hora era? ¿Iba a continuar?, ¿y cuánto tiempo? Si se oía era porque estaba allí para escucharlo, en otro caso, se detendría. ¿O no era así?, ¿seguiría siempre?, aunque no pudiera saberlo le habría gustado hacer un esfuerzo, levantarse, ir y detenerlo sujetando el péndulo con una mano. En ese momento eran las seis o siete de la tarde.