Después de la reforma del cementerio general de Canfranc-Estación se habían producido algunas situaciones nuevas que afectaban al orden administrativo, sobre todo, y al económico, en cuanto había dejado de existir la entrada libre. Damián Albolote explicaba que cualquier barrastás no iba a entrar allí sólo por la cara o con la disculpa de ver los trabajos iniciados; creía que una cosa era la autoridad en ejercicio, que correspondía al alcalde Alejo Guarga, al secretario Tomás Terrén o al sacerdote Benito Liesa, y otra —que no tenía nada que ver— que se fundaba sólo en la curiosidad malsana de muchos que llegaban allí, porque no sabían cómo emplear el tiempo. Por todo ello se obligaba a pagar la entrada, a partir de entonces, si se quería visitar el recinto. Damián Albolote se encargaba de la explicación general que sólo daba en el caso que el número de visitantes fuese superior a tres o cuatro personas. El dinero recaudado pasaba a un fondo común. Aun así algunos se quedaban allí durante horas enteras, dando a entender que no se podía hacer otra cosa, por falta de pasatiempos en el lugar. Por su parte, Tomás Terrén, exponía que era formativo ver a la muerte de cerca de vez en cuando. Damián Albolote no pensaba que dijese la verdad, porque, de paso, visitaba a Rosa Antillón, y, si podía, iba directamente lo que le llevaba allí, aunque él mismo lo negara, llegando a amenazar incordiando, levantando la voz: ¿pero qué se ha creído usted? Ramiro Pertusa —Jefe de Estación— con su cuerpo a cuestas y debilitado, visitaba a su padre muerto, José Pertusa Pueyo. Le interesaba conocer cuál iba a ser el lugar definitivo donde se le colocaría después de las reformas el día de mañana, sin llegar nunca a deducirlo de una manera cierta. Dependía sobre todo de las circunstancias y de la disposición de los demás, que también tenían derecho. El sacerdote Benito Liesa y el alcalde Alejo Guarga, realizaban una labor de vigilancia sin más, sin querer pensar en el fracaso universal de los muertos colocados, el gran desastre de los ojos apagados, de ese montón de perros que buscaban la inmortalidad y la resurrección de la carne (con el sentimiento de culpa originario en la sangre en completa soledad) cuando lo único que crecía allí era la hierba ratera a la orilla del río, con la Osa Mayor encima y el aire tibio que podía venir de ese desfiladero con estatura de despierto.
El paisaje en Canfranc-Estación no estaba hecho de formas concretas. Era una sensación o una idea. Por la mañana, había ese aire de bochorno, impregnado de sol. En el monte el mundo vegetal debería aspirar ese clima en un plano de perfección que no necesitaba al hombre. El tiempo parecía que había vuelto atrás: el sol era el mismo y las nubes y el chirrido de la verja de la terraza del bar de Pepe Escarrilla al abrirse, y las flores de los rosales al lado de los columpios. Lo importante era comprender que él, Ventura Méndez, allí, a millones de años luz de otro lugar en un punto cualquiera del Universo, en Canfranc-Estación, existía, lo que significaba lo mismo que decir que estaba allí arrojado en contra de su voluntad y sin que se le hubiese pedido el consentimiento. En esa situación lo mejor era utilizar todo lo aprovechable con sus inconvenientes y ventajas: el silencio de esas tardes cuando todo se preparaba para dormir y la Tierra se arropaba al calor del sol. Que las piedras durmieran tranquilas y el río; todo está bien. Tranquilidad y participación con la materia, tranquilidad en el cielo y en la Tierra. Y por lo que se refería a Ventura Méndez haciendo votos para que el discurso de la sangre se realizara en perfectas condiciones, mirando en dirección Norte, con el viento de cara, alzando levemente las solapas de la zamarra de cuero para ver el perfil de la montaña a lo lejos, repitiendo que sí todas las veces, yendo sin camino fijo, desde la Estación Internacional hasta el Bar de Pepe Escarrilla y viceversa para entrar y salir, dirigiéndose al río, al final, para echarse junto a las piedras blancas y rojas de Astun y Canal Roya, que se iban adentrando en el cauce en graduación de color, en oleadas. Allí se quedaba colocando las manos en forma de cuenco para dejar caer el agua, a través de los dedos contra el sol, lisa y blanca en la corriente. Cada gota tenía una individualidad porque él la miraba. Se llegaba a confundir con el cauce desapareciendo, dejando de ser, muriendo de un golpe.
Avanzaban de cara al sol. Habían colocado a Ventura Méndez en el centro, entre Tomás Terrén y el alcalde, y la luz les cegaba a los tres.
—Es por aquí, dijo Tomás Terrén.
Iban hombro contra hombro por la carretera y Ventura Méndez pensaba que tenía miedo, que todos tenían miedo. Se arrimaban los unos contra los otros, se arropaban, y las palabras no servían.
El río describía una gran curva, se veía a lo lejos un muro rectangular.
—Mire, ¿lo ve?
Al final de la curva había unas tapias llenas de sol.
—Allí lo tiene.
Era casi un cuadrado de piedras blancas superpuestas. Las piedras brillaban.
—Bueno no dice nada, dijo Tomás Terrén, venga por aquí.
La tapia central era más alta que las del fondo. El secretario se había quitado la boina.
—El recinto nuevo es allí a la derecha, dijo Alejo Guarga, sólo un cambio de sitio y ya está. Tiene que llevar todo eso, señalaban los dos unas cruces de hierro, al otro lado de las tapias; fíjese bien, mire dónde decimos.
Le pareció a Ventura Méndez que no había sitio suficiente para cambiarlo todo al otro lado.
—A primera vista no hay, dijo Tomás Terrén.
—¡Hombre!, corrigió Alejo Guarga, lo que pasa es que no va a sobrarle tampoco. Todo depende de usted y de Damián... Quiero advertirle que dirige usted las obras por supuesto, y él es el que le ayudará en lo que haga falta... Y sobre todo un consejo: No deje de la mano la organización. Eso de ninguna manera. La organización sobre todo. Hágame caso en lo que le digo.
Habían llegado a dos pasos de la entrada. Era una verja de hierro y Ventura Méndez apoyó en ella inconscientemente su mano.
—¡Eh, Damián Albolote, oiga!
La voz del secretario parecía un aullido. El aire resultaba seco y caliente (lo podía notar Ventura Méndez en su brazo desnudo). Se habían detenido los tres.
—Debe estar en el cobertizo, dijo Tomás Terrén. Venga por este lado.
El cementerio tenía cincuenta metros de largo y otros cuarenta de ancho. El cobertizo estaba al fondo, justo enfrente a la puerta de entrada y contra la pared.
—¿No hay nadie?, ¿no hay nadie?, dijo Tomás Terrén.
Las cruces eran todas de hierro; estaban colocadas sobre la tierra misma, muy agrupadas. Algunas se habían inclinado débilmente en distintas direcciones y semejaban un bosque de hierro, silencioso e inmóvil, que había perdido su verticalidad.
—Allí está, dijo Tomás Terrén.
Damián Albolote avanzaba entre las cruces despacio, ladeado. Miraba al suelo. Al llegar a ellos alargó la mano al secretario que no hizo ningún movimiento por cogerla. Entonces, Damián Albolote, levantó la vista suplicante y dejó después caer la mano en el vacío.
—Damián hemos venido a verle hoy a usted precisamente.
Se oía el viento entre las cruces. Los pantalones de Damián Albolote se movían con fuerza en un aleteo incesante. Eran anchos y largos y estaban manchados con tierra húmeda en las rodilleras.
—Ustedes dirán.
El alcalde explicaba el trabajo que era en definitiva muy sencillo. Ustedes cogen lo que hay allí y lo pasan al otro lado, ¿está claro? Pero no decían lo que había que pasar. Es sólo cosa de colocación: transporte y colocación. Usted Damián estará a las órdenes de este señor que se llama Ventura Méndez para lo que haya menester porque él sabe más que usted de esto. Además inspeccionaremos periódicamente los trabajos cada semana... estudiaremos algunas soluciones juntos, si les parece bien. Había suavizado el tono de voz y Ventura Méndez pensó que era extraño; sin embargo, no hablan de muertos. No comprendía por qué no hablaban de muertos. Pero, ¿qué es lo que hay que trasladar?, ¿muertos, no? ¿Es que no era eso lo que había que hacer? Damián Albolote le miraba y vio en sus cejas algo indefinible y cansado.
—Si les parece pueden entrar.
Señalaba, el secretario Tomás Terrén, el cobertizo pegado a la pared de piedra blanca.
—Por aquí.
El bosque de hierro hacía sombra sobre el suelo. Las sombras alargadas se entrecruzaban en un laberinto sin sentido (si paso las sombras moriré). El sol se había desplazado mucho pero seguía haciendo el mismo calor que antes.
—Pasen, dijo el alcalde.
El cobertizo era estrecho y tenía tres ventanas. El techo de pizarra estaba recubierto de una aureola de sol. Alejo Guarga preguntó por Rosa Antillón. En el silencio había habido un pequeño cruce imperceptible de miradas entre el alcalde y el secretario del Ayuntamiento, mientras que Damián Albolote asentía explicando que estaba en la cocina.
—¿Qué espera entonces?, dijo Tomás Terrén; ande, avísela usted.
Rosa Antillón aparecía en el quicio de la puerta. Tenía el vientre abultado y era fácil imaginar su cuerpo macizo debajo del vestido azul.
—¿Cómo está?, dijo el alcalde.
—Bien.
—A este señor ya lo conoce, le vio en el bar de Pepe anoche.
—Sí, dijo Rosa Antillón.
El secretario, Tomás Terrén, tosió mirando al suelo y Rosa Antillón colocó los brazos contra el regazo como si lo cubriera. El secretario había dejado la boina en la mesa y sostenía una pluma con su mano izquierda.
—Vamos a ver, para empezar, dijo, ¿es usted casado?, ¿qué años tiene?
El alcalde, Alejo Guarga, se había sentado y le interrumpió en ese momento. No es que tenga mucha importancia, pero es necesario que sepamos algo de usted... Por eso es importante que conteste a todo esto... Ya comprenderá que un cargo así no se lo vamos a dar a un desconocido o a un cualquiera... Además como muy bien ha dicho el subordinado es una simple formalidad. ¿Usted está acostumbrado a estas cosas?
—Sí.
—Queremos saber si está casado, dijo Tomás Terrén, ¿no está usted casado?
—No.
—¿Cuántos años tiene si me permite?
—Veinticinco.
Se acercaba mucho al papel y sus gafas de cristal doble casi lo rozaban. Vaya no está casado y tiene veinticinco años.
—Y díganos, su situación familiar, es decir... es usted independiente económicamente de sus padres y además ¿tiene alguna residencia fija?
Ventura Méndez respondió que no a las dos preguntas. ¿No tiene residencia fija entonces? Eso no lo acababa de comprender bien y probablemente no le gustaba tampoco.
—¿Pero usted estudia en alguna parte?
—Sí.
—¿Sabe idiomas?
—Sí.
El secretario hizo que su pluma describiera varios círculos concéntricos en el aire antes de continuar. ¡Ah!, ¿sabe idiomas? Si le parece lo ponemos aquí, eso no le hará ningún mal. Pero Ventura Méndez no comprendía qué utilidad podía tener saber idiomas para desempeñar bien el trabajo. En esta vida todo es útil, hijo, eso se lo digo yo a usted. Se había vuelto hacia el alcalde y había puesto una mano cerca de la boca. Alejo Guarga asentía moviendo la cabeza.
—¿Y de ideas cómo anda?
—¿Cómo dice?
—Pregunto que si de ideas religiosas usted anda bien... vamos, lo que queremos saber exactamente es si usted tiene ideas religiosas... ¿Ha comprendido?
—Pues sí...
—Entonces usted sí que es partidario...
—¿Cómo?
Alejo Guarga se había puesto de pie y movía sus manos blancas sin decir nada.
—Lo que éste quiere saber, dijo por fin, es si va usted a misa... si cumple por Pascua y todo eso. Aunque no figura esta pregunta en el mismo impreso es importante conocer algunas cuestiones particulares. ¿Usted creerá en Dios naturalmente?
—Sí.
—¿Es usted católico?
Ventura Méndez no había respondido aún y Alejo Guarga se había vuelto a sentar en su pequeño taburete de tres patas. Usted debe contestar sí o no solamente procurando no divagar, ¿entendido? Como se imagina no vamos a dejarle andar con nuestros muertos así por las buenas. ¿Usted en nuestro lugar haría lo mismo, no es verdad?
Ventura Méndez se esforzaba por ponerse en su lugar. (Esperaban una respuesta.) Pero se trata —dijo Ventura Méndez— de colocar cruces, hacer agujeros y desenterrar muertos, y eso no es lo mismo que desempeñar el oficio de cura. El alcalde, Alejo Guarga, había abierto la boca. ¿No?, ¿no es lo mismo?, ¿usted dice que no es lo mismo? Yo creo que sí es lo mismo. El secretario, Tomás Terrén, volvía a explicar que eran sus muertos. Además están nuestros ciudadanos enterrados, ¿no es eso?, nuestros antecesores, nuestros ascendientes están aquí. Esto es seguro. (Pensó Ventura Méndez que efectivamente podía darse el caso de que fuera como decía Alejo Guarga y que eran suyos porque los habían matado cuando, en su condición de obreros, construían el túnel de Somport.) Rosa Antillón intervino en ese momento para decir que don Tomás Terrén era de Extremadura, así que pocos muertos va a tener usted aquí en el cementerio si es de Extremadura. El secretario añadió algo que nadie entendió y Rosa Antillón se adelantó entonces hasta la mesa. Yo digo que algunos de los que hay aquí enterrados, eran obreros andaluces, los trajeron para construir el túnel de Somport, pero no eran de Canfranc-Estación.
—De todas formas, dijo Alejo Guarga para acabar, esto no viene al caso; estas cosas se resuelven pronto, había extendido la mano hacia Ventura Méndez. ¿Quiere usted, si es tan amable, darme algún carnet de identidad suyo? Muy bien... Este mismo vale. ¿Español, no? ¿Es usted español?
Ventura Méndez asintió. Los dos hombres comprobaban la filiación.
—Haga constar, dijo Alejo Guarga al secretario, que este señor es católico. Se comprende así porque es español. Tome buena nota de eso en el impreso; venga ¿no ha oído?
Parecía absorto el secretario mientras hablaba con Rosa Antillón. Lo que me molesta, decía en ese momento, es que se meta usted en lo que no le importa. Le había afectado la intervención de la mujer y la explicación que había dado de los muertos andaluces. ¿Pero, qué se ha creído, ¿eh?, ¡pero qué piensa usted! Rosa Antillón le miraba fijamente. Usted me debe mucho aún, pero que mucho. Explicaba algo referente a unas prohibiciones legales, a su intervención y a la del comisario Ubieto. Le he conseguido que no la controlen. Además no todas las mujeres pueden hacer lo que usted, ¿y la tarjeta que le he dado?, ¿es que no le sirve? Hablaba más de prisa. Usted conoce algo de eso, ¿no? Rosa Antillón asentía. Alejo Guarga se había movido en el asiento y tosía al final.
—Bueno señores, dijo Alejo Guarga, aquí tengo el contrato perfectamente redactado y formalizado. Hemos añadido una cláusula adicional que se refiere a las inspecciones que periódicamente el señor secretario y yo haremos... Quiero hacer constar, había levantado su dedo índice en el aire para seguir hablando, que estas inspecciones, fíjense bien, son semanales; las podremos hacer en cualquier época del mes y naturalmente de improviso. En el contrato figura el trabajo a que deberán de atenerse que está incluido en nuestro presupuesto adicional dentro del programa de urbanización. Se trata como saben de poner todo en orden y de realizar esa misión de la mejor manera posible... Yo, y éste también, señaló a Tomás Terrén, confiamos en ustedes y en su esfuerzo... No hay nada más que hablar. Se dirigía al secretario: ¿Tú tienes algo que decir, Tomás, sobre esto? Pero el secretario denegaba con la cabeza. Bien, si es así, no hay nada más que añadir. Pueden firmar aquí. Extendió el documento y le alcanzó la pluma a Ventura Méndez. Usted tiene mayor autoridad, repito, esto que quede claro. Rosa Antillón debía firmar el documento porque también se la había contratado, pero cuando iba a hacerlo, Tomás Terrén puso la mano en el papel. ¡Que no, que no sabe, que no sabe! Le miraba severamente, ¿ve cómo no sabe usted? Rosa Antillón dijo que sí sabía. ¿Pero no ve que es a la derecha, mujer, no lo ve? Le explicó a Ventura Méndez que en el sitio donde iba a firmar Rosa no podía hacerlo porque llevaba el visto bueno del alcalde. Imagínese usted que firma aquí y después a ver dónde firma don Alejo, ¿eh? Parecía contento de poder enseñar algo a Rosa Antillón. Usted Rosa a lo suyo que ya sabe lo que es. Le miraba a Ventura Méndez sonriente. Estas mujeres, dijo ¡estas mujeres!
Damián Albolote que no sabía firmar ponía la huella digital de su mano izquierda —grande de enterrador— tímidamente en el papel cuadriculado, como si fuese una maza de carne sobre algo demasiado frágil.
Alejo Guarga le daba a Ventura Méndez algunos consejos últimos, que, aunque eran personales, podían ser útiles.
—No hable con Damián Albolote demasiado, no le dé confianza o familiaridad, que se arrepentirá a la larga, ya lo verá usted.
Se separaba de los demás para explicarle que él tenía su opinión formada sobre el sujeto; era más corto que la bragueta de un ciego, y eso era un decir, conocía a dos o tres canónigos que la llevaban siempre abierta. ¿Pero ha visto usted un hombre más desproporcionado en su conducta?, ¿más botinflado? ¡Vaya con el hombre!, no deja a nadie sano, le gusta escachar a todo el mundo, escachuflarles de veras.