Pepe Escarrilla había esperado agazapado a Pilarín Candasnos cerca de la cantera, la había seguido por la carretera hasta el mismo puente de hierro y después se había puesto a su lado sin hablar mientras la miraba. Pilarín Candasnos había gritado casi, ¿qué quiere usted?, y había seguido el camino diciendo algo con voz aparentemente tranquila. La sombra gigante de Pepe Escarrilla la sostenía ligeramente por el brazo sin hacer demasiada fuerza, obligándola a ir a la derecha, en dirección al camino de Coll, diciéndole al final en un murmullo: diga que sí quiere, al mismo tiempo que ponía sus brazos contra su vestido a la altura del pecho de forma que las manos de Pepe Escarrilla parecían dos pájaros gigantes y posados que sentían latir el corazón de Pilarín Candasnos sin llegar a absorber su miedo sin conseguir explicarle lo que sentía por ella.

Allí estaba la culpa invadiendo todo sin que debiera haber sido de esa manera. La prueba estaba en que la noche aparecía tranquila, en orden, y el aire caliente. Pepe Escarrilla, de rodillas, veía el cuerpo de Pilarín Candasnos que no llegaba a parecer algo real. Todo era demasiado confuso. Pasó las dos manos por la tierra y en seguida se dio cuenta del significado de la acción. Fue un haz de luz que se hizo de golpe dentro de él, y en esa misma posición dijo perdone no quería hacerlo, viendo sólo la mirada de Pilarín Candasnos, y añadiendo que todo lo arreglaría porque su intención era buena. Se defendía intentando buscar alguna justificación para conseguir que ese momento fuera como cualquier otro, además no tenía que dar importancia a algo que hacía con frecuencia con cualquiera, ¿o qué cree que no sé cómo se comporta con el alcalde?; también tenía dinero él. Se excusaba otra vez porque no era eso lo que quería decir, bueno ya le entendía, levántese y vamos a tomar una copa de vino juntos en el bar Flores y luego ya se verá lo que se hace. Observaba que la expresión de Pilarín Candasnos seguía sin cambiar y su cuerpo casi descubierto y el vestido desgarrado. Lo importante era que no la vieran así, pero tenía sangre en la cara, poca cosa, con el agua del río se podía limpiar. No sabía si debía añadir algo más. Le prometía una reparación, lo que quisiera, igual me caso con usted.

Doña Pilarín Candasnos había ido a ver a doña Miguela de Escarrilla. Ella estaba en la cocina y había dicho que podía pasar aunque no tenía mucho tiempo libre. Iba limpiando los cubiertos y luego los secaba. Había dicho usted dirá, sin dejar por eso el trabajo y Pilarín Candasnos había permanecido, en el primer momento, callada viendo trabajar a la señora y diciendo después: ¿sabe lo que ha hecho su hijo?, lo que había obligado a doña Miguela de Escarrilla a dejar los cubiertos sobre la mesa y a escuchar a Pilarín Candasnos hasta el final sin llegarla a interrumpir. Por su parte ni lo creía ni lo dejaba de creer. Así será cuando me lo cuenta; conocía a su hijo como se podía suponer y no era capaz de malas acciones. Pilarín Candasnos dijo, ¿entonces usted cree señora que no es una mala acción esa? Doña Miguela de Escarrilla quería que la comprendiera, ¡pero hija nadie ha dicho que no sea una mala acción!, aunque había algo importante que parecía necesario considerar y era el comportamiento de la persona, de la mujer, y la misma provocación. Por lo que pretendía a su vez que le respondiese a una pregunta, ¿era guardadora de su virtud?

Doña Miguela de Escarrilla había ido hasta el fondo de la cocina y había abierto un armario. Decía a Pilarín Candasnos que la cosa no habría tenido arreglo si hubiese sido la primera vez, pero en esas circunstancias algo se podría hacer. Sacaba tres billetes del armario y Pilarín Candasnos sintió en seguida el contacto del papel arrugado en las manos comprendiendo que debía de hacer algo. Dijo, señora ¿qué cree usted? En casos semejantes se debía tomar una decisión que podía consistir en arrojar el dinero al aire o a la cara de doña Miguela de Escarrilla, ¡señora!, ¿quién cree que soy yo?, o levantarse sin otra explicación para llegar hasta la puerta con la cabeza alta cruzando el dintel en dirección a la calle, pero Pilarín Candasnos sólo había conseguido, con una leve resistencia apartar con la mano derecha los billetes que le entregaba doña Miguela de Escarrilla diciendo no señora no, sintiendo que ya eran suyos que no podía hacer nada para devolverlos. No le era dado abrir la mano de doña Miguela para ponérselos en ella, ni tampoco dejarlos encima de la mesa o en el fregadero, aunque pensó que sólo tendría que dar unos pasos para llegar allí, que no era difícil. Repitió que no quería el dinero y doña Miguela de Escarrilla dijo, sí hija no tiene importancia cójalos, y después añadió que ella tenía que seguir con el trabajo, que María José se había ido esa tarde porque era su día libre, el servicio estaba mal cada vez peor. No hija, nada de dejar el dinero aquí. Pilarín Candasnos cerca de la puerta, seguía pensando en lo que habría tenido que decir. En la carretera comprobó que eran tres los billetes, los miró despacio y se odió ella misma, los guardó en el pecho haciendo pasar la mano por ellos con terrible suavidad.

A doña Miguela de Escarrilla le parecía que era mejor ir sin disimulos a colocarse directamente encima de la tapia del cementerio. Además en esa parte resguardada del viento se estaba caliente al sol. Alguna vez al atardecer cuando Rosa Antillón se aligeraba de ropa por el calor, ella hacía gestos de desaprobación levantando las manos al cielo o gritando. Lo que intentaba demostrar era que estaba allí vigilando en representación de la misma autoridad, de Alejo Guarga, Tomás Terrén o del mismo Dios Todopoderoso. Por eso doña Miguela de Escarrilla levantaba los brazos y gritaba pero sus palabras se perdían al otro lado del río, así que cuando Ventura Méndez ponía las manos contra el vestido de Rosa Antillón los brazos de doña Miguela de Escarrilla se alzaban varias veces aunque el movimiento era reposado. Rosa Antillón decía, vamos a hacer que la vieja se mueva más aún y ella misma se levantaba el vestido hasta la cintura, lo sujetaba con las dos manos y daba unos pasos de baile saltando de piedra en piedra. Se oía entonces la voz de doña Miguela de Escarrilla llamándole hija del demonio y rocera o puta. Rosa Antillón decía ah, mire, me llama hija del demonio rocera o puta, quitándose todo el vestido que dejaba ordenado al sol. Ahora va a ver cómo se excita más. Se reía al observar que doña Miguela de Escarrilla levantaba los brazos moviéndolos como aspas de molino. Rosa Antillón le explicaba a Ventura Méndez que por ella no debía andarse con remilgos, no era la primera vez que había recibido la tarrancada delante de la gente en público, y en ese caso tampoco le llegaría a importar.

En el mismo plano de procreación la naturaleza iba en busca de sus fines prescindiendo del individuo. Lo que contaba era la especie, la continuidad y la descendencia. Con más o menos alcohol, ginebra Larios, vino de la tierra tinto blanco abocado o rancio, se daba el primer paso que consistía en dirigirse a la primera mujer de turno, a Pilarín Candasnos, cogerla de la mano o si se podía llevarla a un lecho de flores, donde se cumplían las leyes de la especie y del deseo. Y si no se dirigía el acto a la procreación era porque se hacía trampa. Pero el orden de Canfranc-Estación seguía sirviendo para probar que Dios existía aunque al individuo le daba igual. Con Pilarín Candasnos al lado, la belleza y la permanencia tenían un significado más tranquilizador pero la trampa estaba a la vista. La continuidad hacía relación al Universo, ¿y conmigo y contigo, borde, qué pasa? Por si acaso y para no perder la ocasión ya que el ambiente era propicio, se le hacía bascular a la mujer —horizontal— contra la tierra para conseguir entrar la vida en forma de células de macho, de semen, de silencio de tarde, de hierba, conservando los caracteres cromosomas que iban en la dirección del vientre tibio (otra vez la trampa) para no llegar la mayor parte a ningún sitio, para morir como individuos, sin comprender la utilidad y el esfuerzo que podía probar la existencia de un Dios innecesario.