Damián Albolote era bastante mal hablado, utilizaba expresiones poco educadas e incluso malsonantes. Era poco hablador y no tenía mundo suficiente. No se lavaba sino de tarde en tarde. Alguien le había hecho esa advertencia. ¿Se me nota o qué? A nadie se le habría podido ocurrir que utilizara agua de Lavanda ni jabón de tocador, pero un hombre no es más hombre porque se lave menos. Yo no procedo de aquí, vengo del Somontano. No sea usted fantuchero, Damián. Le digo que como quiera, pero que no procedo de aquí. Se exaltaba con facilidad. No es bueno tener ese carácter. Pero es que no me dejan en paz, me persiguen por todos lados, eso se puede ver. ¿Quién le persigue? El pueblo entero. La gente iba detrás en cuanto se mostraba, le perseguían en los bares y cuando cruzaba las calles. Una inmensa multitud compuesta sobre todo por muchachos y gente joven, de la zarracatralla. La mayoría pensaba que con una persona que disparataba como él se imponía la medida de la incapacidad legal o de la reclusión; en otro caso se entraría en el terreno de lo imprevisible, de lo patológico. El mismo párroco, Benito Liesa, se acercaba para decirle al oído lo que pensaba: mire no se enfurruñe que no viene al caso pero usted esbarra. Y la palabra injuriosa entraba en el cerebro de Damián Albolote llegando hasta su corazón y quedando en su carne, en su sangre que parecía haberse alterado (si se tenían en cuenta las palabras que seguían y que utilizaba en su propia defensa).
—Yo esbarro pero usted es un gaznápiro matután y además peor que un maromo y que el ricino, y no es mucho decir.
Olía a seguridad; el agua del repollo hirviendo que burbujeaba en la cazuela. Olía a sudor; el sudor de Rosa Antillón manchaba su vestido a la altura de las axilas por debajo de los brazos. La luz de la bombilla en el cobertizo era una luz tranquila que se reflejaba en las paredes y por el suelo. Había en definitiva orden en todo aquello. Rosa Antillón cosía. El agua de la fregadera estaba llena de jabón como debía ser. Los grifos goteaban incansablemente contra el agua blanca de la pila.
—Siéntese si quiere, dijo Rosa Antillón, puede sentarse a la derecha de Damián si gusta porque estará mejor.
La mesa era de color crema y se apoyaba en un equilibrio inestable sobre sus cuatro patas macizas. Cuando Rosa Antillón dejó una gran olla en su centro se desequilibró hacia la izquierda.
—Si me alcanza el plato yo le serviré, dijo Rosa Antillón. Aquí no hacemos cumplidos, traiga el plato.
Le ofrecía a Ventura Méndez unas grandes patatas hervidas blancas sin pelar. Cogió cuatro y las colocó en el plato sopero.
—Póngase un poco de aceite. Verá cómo así le gustan más.
Rosa Antillón, sentada, comía inclinada sobre la mesa.
—No tendrá muchas comodidades aquí pero estará bien.
Damián Albolote mojaba las patatas en el aceite. Les ponía sal.
—¿Usted qué dice?, preguntó Ventura Méndez, ¿le parece bien que me quede en el cobertizo, quiero decir en la casa.
Damián Albolote mordía la piel de las patatas echando la cabeza hacia atrás.
—Si quiere quedarse aquí se queda.
—¿Aquí?
—Sí, puede quedarse si gusta.
—¿Pero no iré a molestarles?
—No, dijo Damián Albolote, no; mire hay sitio para todos, ¿ve?, esta casa la hice yo. Señalaba la casa con sus manos grandes y macizas y hablaba sin llegar a articular bien las palabras. Metí mucha piedra aquí entre los muros. Bueno, a ver; se levantó y golpeó las paredes con los puños, es todo piedra, además tiene unas vigas de hierro que encontré en el río, así es que es muy recia, se lo digo yo a usted. Tenía ciertas comodidades; Damián Albolote quería mostrarle una cómoda y un reloj de pared, no sólo hay esto, venga por aquí. Señalaba un mecanismo encima del aparador.
—Esta gramola, dijo, es de cuerda y si usted lo comprueba podría ver que es de excelente calidad.
Rosa Antillón colocaba unas naranjas en un plato, recogía los cubiertos y los ponía en la fregadera.
—Cuando acabe, dijo Rosa Antillón, le haré un poco de café que tengo en el armario, ahora debe comer tranquilo y si quiere algo lo pide.
Daba cuerda a la gramola. Decía que le gustaba bailar pero que Damián Albolote no sabía. No puede usted imaginar lo que me gusta bailar a mí. Había traído café en una taza con reborde dorado y se lo ofrecía.
—¿Dos terrones?
—Uno.
Colocaba una botella de coñac en el centro de la mesa.
—Hoy es un día especial y hay que celebrarlo. No quiero que diga usted que se le ha tratado mal aquí y mucho menos en mi casa.
Se la veía alegre moviéndose, yendo de un lado a otro.
—¿Qué diría si cantásemos un poco? Usted ha traído una guitarra y podría acompañarnos si quisiera.
Cantaba una canción de cuna. ¿Eh? Era como si durmiesen a un niño.
—¿Y bailar?, ¿sabe? Venga.
Le obligaba a ponerse en pie. Era imposible llevar el ritmo, ella marcaba el paso.
—Yo bailo a mi modo, usted déjese llevar.
Había bebido demasiado. No puede imaginárselo. Tiraba de él hacia un rincón al fondo.
—Usted déjese llevar.
Damián Albolote se reía sentado. Rosa Antillón seguía con su camisa húmeda de sudor. Hablaba en voz baja.
—Lo que podemos hacer si quiere, dijo, y Ventura Méndez creyó notar un temor vago en sus ojos, es bailar otro rato y ahora viene conmigo al río para mojarse, creo que no es mala idea con este calor, así que diga si le parece bien.
—Sí.
Damián Albolote se había acercado. No va a ir a mojarse al río porque no quiere, se dirigía a Rosa Antillón, y deja ya de bailar con el señor que se cansa. Había separado a Rosa Antillón sujetándola por un brazo y se había colocado delante.
—Usted no le haga caso, dijo Rosa Antillón, si no va arreglado. Lo que me molesta es que crea que puede ordenar algo y mandar aquí. Había cogido un vaso de agua de la fregadera y bebía.
—Ya sabe usted que si quiere venir no tiene más que decirlo.
Rosa Antillón se había acercado a la puerta y la abría.
—¿Es que va a hacer caso a ése?
Se había suavizado la voz de Damián Albolote. Yo lo que digo es que este señor no querrá ir a mojarse al río por la noche porque no hace tiempo para eso. Se acercaba a Rosa Antillón y volvía a explicarlo.
—¿No comprendes mujer que no quiere ir? No son horas para eso... no son horas para ir al río.
Rosa Antillón decía que era cosa suya, además hago lo que quiero, bastante tengo con vivir con éste y con soportarle, ¿no le parece?
Había cerrado la puerta. Se le oía marchar por el empedrado. Se había hecho un silencio.
—¿Ha visto?, dijo Damián.
—Sí.
—¿Ha oído la manera que tiene de decir las cosas?
—Sí.
Miraba sus uñas negras cerca de la cara.
—¿Usted ve?, dijo, no le haga caso.
Ventura Méndez quería saber hasta qué punto debía hacerle caso. Se oía el sonido monótono del reloj de pared al fondo.
—¡Oiga, Damián!
—Mande usted, diga.
Quería preguntarle si era verdad lo que contaban de él.
—¿Es verdad lo que dicen de usted?
Le sentía moverse inquieto acurrucado en la silla.
—¿Y qué dicen?
—Que le dan a usted dinero y también otras cosas... que le dan dinero si deja hacer lo que quiere a Rosa con quien se lo pide.
Las sombras del techo parecían agitarse. Lo hacían a un ritmo acelerado.
—Eso dicen, dijo Damián Albolote, ya; pues mire lo que pasa es que Rosa habla demasiado. Yo se lo he dicho muchas veces: ¡Rosa, no hables tanto!... y ella ya ve como si lloviese. A cualquier desconocido le cuenta que yo... que ella... Además, ¿qué tengo yo que ver? Lo que sucede es que hay mucha miseria ahora... Si yo tuviera dinero. Pero míreme, todo el día en este cochino trabajo, y ¿para qué?, ¿es que se puede vivir así?
—Pero no ha dicho si es verdad o no. Si yo le diera dinero, por ejemplo, ¿qué haría usted? Quiero decir si yo, ella... ¿usted comprende?
Damián Albolote había abierto su boca enorme y le miraba.
De los hombres del lugar Rosa Antillón había conocido a algunos, pero no siempre se entregaba por dinero como podía parecer, tampoco al primero. Allí estaba para demostrarlo el ejemplo de Lorenzo Gavin, el recogedor de basuras, hombre sin ninguna fortuna y que una ocasión le había propuesto el escuaje, pues bien ella no había dicho que no y tampoco había tardado en decidirse, había preguntado ¿cuándo va a ser?, sin más y le había acompañado al otro lado de la campa. Lo peor había sido después, al final del acto, que lo había pregonado, y Benito Liesa, el sacerdote, la había llamado la atención, porque a los hombres ya se sabe que les gusta hablar de esas cosas en los bares y establecimientos públicos, son charradores por naturaleza, ¡pero es que no se le ocurría a nadie hacerlo con un cura por más que se hubiera bebido algo!, y se imaginaba la escena: a Lorenzo Gavin explicando que venía de más allá de la campa, de dormir o de faldear con ella. Eso no tenía disculpa; además a través del cura, Benito Liesa, lo habían sabido otros y entre ellos el mismo Damián Albolote que la había esperado a la vuelta. Él estaba allí donde está usted sentado y repetía, una y otra vez, que había estado hablando con Benito Liesa, ¿y qué si había estado hablando?, por ella como si lo había hecho con Judas Iscariote o el lucero del alba; le daba igual; pero se veía que lo sentía Damián y para demostrarlo al primer golpe o tarrancada la había echado sobre la hierba; ¡no crea usted!, tenía arrestos alguna vez o de vez en cuando. Me dejó desvestida y me hizo andar toda la noche por aquí en ese estado sin dejarme entrar al cobertizo. Al día siguiente me tomó dos veces sin descansar y a la fuerza, creo que como prueba de que él no se quedaba corto. El cura, Benito Liesa, no me habló en algún tiempo, pero oiga yo particularmente no le comprendo a Damián. No hay que querer todo para uno, lo mismo le dije a él, se puede hacer muchas cosas sin dejar de ser amigos por eso, ¿por qué iban a regañar?; lo importante era utilizar lo que se tenía más a mano, ¿no cree?, sin que surja enemistad o incordio, y si vamos a ver las cosas el que más pierde es Damián, puestas las cosas así algún día le dejaba.