Tomás Terrén se había colocado en frente de Rosa Antillón y de Pilarín Candasnos, mire estas mujeres —dijo— ¿las ve? Rosa Antillón había detenido la trayectoria del vaso cerca de su boca pintada. Tomás Terrén daba pequeños empujones en el hombro de Ventura Méndez mientras Rosa Antillón sonreía mirando entonces su vaso.
—¿No sabe de verdad quiénes son?
Le observaba a Ventura Méndez haciendo visajes, ésta es Rosa Antillón, si va a trabajar en el cementerio le interesa conocerla. Se le oscurecía la mirada de repente.
—¿Y a Pilarín Candasnos la conoce?
—No.
Pilarín Candasnos tenía unos grandes pendientes negros.
—Ésta es Pilarín.
Se acercaba a la mesa el alcalde.
—Mire, aquí tiene uno que las conoce bien a las dos.
Se había sentado el alcalde —Alejo Guarga— a un lado y Tomás Terrén le decía algo al oído. El hombre asentía con la cabeza, pero el secretario denegaba.
—¿Cómo van los ánimos?, dijo el alcalde.
—Bien.
Debía esperar que Ventura Méndez le hablase, que le dijese en seguida que quería trabajar en el cementerio y que solicitase también una información completa de los distintos extremos de ese mismo trabajo, pero Ventura Méndez creía conveniente no demostrar un entusiasmo grande en ningún sentido.
—¿Usted quiere emplearse en el cementerio?, dijo Alejo Guarga, ¿lo ha pensado ya?
—No.
—¿Es que no se decide?
Parecía inseguro. Tal vez me interese pero comprenda usted que depende del precio que vayan a darme y de las otras condiciones. Había añadido que particularmente no le llamaba la atención. Puede imaginarse que no me he dedicado a un oficio en mi vida y que no voy ahora a hacerlo por nada. Además conozco muy bien que nadie ha aceptado el empleo desde el año pasado porque usted me lo ofreció entonces cuando me quedé en Obras Públicas y no lo quise coger. Se había erguido lo más posible en la silla para dar la sensación de que estaba sereno. No comprendía cómo le hablaban normalmente en aquella situación, y bebió el vaso de vino simplemente porque lo necesitaba.
—¿Entonces quiere decir, dijo Alejo Guarga, que no le interesa?
Tomás Terrén le empujaba con el codo al alcalde. Si no le satisface el empleo no vamos a insistir más. Alejo Guarga no daba la conversación por terminada explicando que no era una tarea difícil: es sólo una cuestión de cambio nada más. Había llenado los vasos. Usted ya sabe que vamos a trasladar, a mudar, el cementerio viejo y que ésa es la cuestión. Daba detalles del sitio que se había elegido, el lugar antiguo era demasiado seco. Ya puede comprender lo que queremos. Llenaba su vaso, el de Ventura Méndez y el del secretario. Es un trabajo delicado pero usted que es un gorrión zurdo, bastante pícaro, podrá con él; bueno no se imagina lo que vale ese terreno pero el secretario, aquí delante, puede decírselo, ¿no es verdad? Rosa Antillón se había levantado para intervenir: si lo que quieren es contratar a este señor podría hacerlo Damián solo. En eso el secretario Tomás Terrén no estaba conforme. Sí claro pero él no va a poder con todo y éste tampoco. Señalaba a Ventura Méndez con aire cansado.
—Me gustaría saber, dijo entonces el alcalde Alejo Guarga, si entiende usted algo del oficio, un poco al menos. Le pedía que respondiese francamente. Lo que se le pregunta es si es que cree que está capacitado para cumplir.
Ventura Méndez veía a Pilarín Candasnos que le sonreía.
La gente oscilaba. Imaginó que se iba a caer.
Había personas que le caían mal a Damián Albolote, ¿por qué iba a negarlo?; al párroco Benito Liesa no le tenía una gran simpatía, lo que se decía que no era santo de su devoción y eso lo explicaba delante de quien lo quisiera oír, delante de San Pedro si era necesario o de la Virgen del Pilar. Lo mismo pasaba con el alcalde Alejo Guarga, con el secretario Tomás Terrén, y con el cabo Severo Obarra.
—¿Así que no anda usted bien de amistades?
—Pues por lo que puede ver no señor.
En general hablaba mal de los curas y según exponía se debería colgarlos a todos y a los que no lo eran y tenían ahorros también, y propiedades. Se reía, esto sí que tiene gracia. Hacía la excepción de doña Miguela de Escarrilla, que estaba delante, sólo por cortesía. Se llevaba la mano a la entrepierna y miraba la expresión de la señora que quería levantarse. ¡No se vaya ahora, mujer! Ponía nuevamente la mano en la entrepierna y movía la mano con rapidez de arriba abajo. Severo Obarra se acercaba echándole en cara la actitud, reprendiéndole, pero ya el ambiente era el adecuado, el que venía a cuento.
—¡Ande cállese!
Con la mano en la entrepierna Damián Albolote seguía allí hablando de los curas, de la vida sobrenatural, de su cultura deficiente o escasa, oyendo cómo le reconvenía Severo Obarra.
—¿No ve que hay señoras delante?
Él no juzgaba porque no estaba en su ánimo, pero al cura Benito Liesa lo podía designar por su nombre y si no lo hacía era por respeto, nada más que por eso, se lo digo a usted señora, que no hay otro motivo. Aunque ya puestos a hablar, lo creía un zaborrero que vivía demasiado bien, señorito, gomoso o pijaito, que se dedicaba a acusar, a incordiar a los otros, a decir cosas que podían haber sucedido o no, y que difícilmente podían probarse porque no eran de conocimiento público: como eso de que él —Damián Albolote— había puesto a la venta a la mujer, a Rosa Antillón, a condición que se le entregara cada vez un precio módico no excesivo. Se defendía, ¡qué barbaridad!, no era para tanto y los hechos no habían ocurrido de esa manera (lo que resultaba lo mismo que explicar que la versión oficial no coincidía con la realidad), ¡pues no, mire usted! La gente quiere saber cosas. Sonreía blandamente intentando quitar importancia al asunto. ¿Pero usted ha visto? No negaba Damián Albolote ni asentía. Por el momento pedía un vino más. Se lo echaba Pepe Escarrilla acompañado de sifón. Él era enemigo de todos los excesos y placeres. Pues así será si usted lo dice. En relación con Rosa Antillón había que reconocer que ella tenía sus encantos y atributos; sobre todo cuando se mueve, ¡bastante buena sí señor! Pero no decía si él la cedía por un precio módico. ¿Quién?, ¿yo? Se dirigía a Pepe Escarrilla. ¿Ve lo que dice el interfecto, el cabo?, ¿lo ve? Pepe Escarrilla no había oído y se acercaba más. Dice que sí en la entraña tiene un hijo de un servidor y yo no doy a entender nada. Se servía sifón en el vino y revolvía la mezcla, daba al vaso un movimiento circular. Era verdad que tenía afición al mujerío y que en cierto sentido se parecía a un caballo de boca dura, sin que sus gustos fueran demasiado particulares tampoco, él no era exigente.
—¡Eh, oiga!, dijo Pilarín Candasnos.
Ventura Méndez veía avanzar a la mujer en el espejo del bar recorriendo el espacio que les separaba con resolución y relajada, la sentía a su espalda antes de que empezase a hablar.
—Está muy solo.
—Sí.
—Pues yo puedo ayudarle si quiere, ¿comprende lo que se le dice?
Le enseñaba algo que tenía en la mano derecha.
—Es una llave, dijo Pilarín Candasnos, ¿no la ve?, ¿es que no lo entiende?
Sostenía la llave en la palma abierta.
—Sí.
Al otro lado del bar, el secretario Tomás Terrén, le hablaba a gritos desde su asiento.
—Es sobre el trabajo de mañana, dijo el secretario, ¿a qué hora va a estar usted?, ¿a qué hora puede usted verme?
—A la hora que quiera donde usted diga.
—Venga entonces al Ayuntamiento, ¿qué le parece pasado mañana a las nueve?
Le empujaba Pilarín Candasnos. El sacerdote Benito Liesa —junto a doña Miguela y la criada María José— le hacía un signo con la cabeza negando, moviéndola de derecha a izquierda, y al cruzar a su lado, junto a él, no le cedió el paso, por lo que tuvo que dar un rodeo de la mano siempre de Pilarín Candasnos, que le dijo: no haga caso, usted a lo suyo; venga por aquí.
Guiaba a Ventura Méndez hacia la puerta de la habitación del hotel sin número. Presentía su carne sucia de ramera y aspiró su perfume dulzón. Se apoyaba en la barandilla de la escalera.
—¿Bebe siempre así?, dijo Pilarín Candasnos, ¿es que no puede andar solo?
Ventura Méndez había subido dos escalones y se ponía en pie. ¿Es que no sabe andar solo? Había un pasillo interminable y una habitación al fondo.
—Entre, dijo.
Había una cama en un rincón y un lavabo. La cama tenía barras metálicas doradas.
—¿Está mejor?
Mojaba una toalla en el lavabo y se la colocaba en la frente. ¿Es que cree que se puede beber así? Le escurría el agua por el cuello y por la nuca. ¿No va a cambiar? (Pero no le había conocido antes y no podía saber cómo era.)
—Siéntese.
Pilarín Candasnos se había colocado a su lado, y él la veía moviendo sus labios enmarcados de rojo en la cara. Usted quédese tranquilo. Le desabrochaba el cuello de la camisa y le alisaba el pelo con los dedos.
—Podría ser su madre, dijo, ¿verdad que en eso tengo razón?
Le obligaba a apoyar la cabeza contra el muro y la sujetaba sosteniéndola con las manos.
—Míreme.
Le analizaba sonriendo sin soltar la cabeza. Tenía dos grandes arrugas en la frente y se le corría la pintura por los ojos.
—Diga que podría ser su madre.
Ventura Méndez tanteó su vestido con los dedos.
—Bueno, dijo, ¿se va a quedar quieto ahora?
Le había soltado la cabeza y Ventura Méndez cayó hacia delante. Se lo advierto —dijo Pilarín Candasnos— porque está a tiempo de hacer lo que quiera. Aunque creo que le conviene quedarse. ¿Está bien aquí? Sentía el roce áspero de la colcha contra la cara y la voz chillona de la mujer hablando.
—¿No puede ponerse en pie?
La colcha era de color violeta, tenía una mancha de hierro a la altura del embozo.
—Ande venga ya.
Le levantaba agarrándole de los hombros. Se había arrodillado en la cama.
—Cuando diga tres se levanta; venga: uno dos y tres. ¿Ha comprendido?, cuando diga tres se levanta.
Se ponía a horcajadas sobre él. Uno, dos, tres, dijo, ahora. Le levantaba unos centímetros sobre la cama. Uno, dos, tres; y le dejaba caer.
—¿Quiere usted dormir?, ¿es eso lo que le pasa?
Puso una toalla mojada en su frente, rectificando: no me importa si tiene sueño pero ahora no puede dormir. Quería que se levantase para mojarle en el lavabo.
—No se duerma, ¿entiende?
Ventura Méndez se sujetaba a la colcha y le pareció que la mujer desistía. Había dejado de empujarle, le hablaba de otra cosa.
—¿Usted conoce a Rosa Antillón?; porque si va a trabajar en el cementerio tendrá que vivir con ella.
—Sí.
Le escurría la toalla por la nuca y el agua le llegaba a los hombros.
—¿Sabe lo que le pasa exactamente a Rosa Antillón?
—No.
—Lo que le pasa es que está muy vista, pero que muy vista; es bastante mayor que yo.
Apoyaba su cabeza a un centímetro de la suya. Pues sí, exactamente tiene cuarenta y seis, es decir que tiene cinco años más que yo, porque tengo cuarenta y uno cumplidos en mayo, ¿es que no hay diferencia? Y yo se lo digo: ¡Rosa, que ya no eres como antes!, ¡Rosa, que hay que sentar la cabeza! ¿Sabe lo que hace?... Presume mucho, eso sí, pero vive en el cobertizo con Damián Albolote. ¿Usted cree, diga, que es un sitio hecho ése para vivir el cobertizo de un cementerio? Le había vuelto de espaldas y sentía su aliento en la nuca. Yo, continuó Pilarín Candasnos, lo que le quiero explicar es que ése no es un trabajo para usted: siga mi consejo... Mire, mañana se va, porque no estaba bien cuando decidió lo del empleo. Habla con el secretario, con Tomás Terrén, y le dice... Le explica que no trabaja allí porque no quiere. Usted no ha firmado nada y no está obligado por tanto... Se queda aquí conmigo y mañana lo piensa más despacio si le parece bien. Se paseaba por la habitación de un lado a otro y le miraba sonriente. Rosa dice que soy pequeña de estatura pero creo que lo importante es la proporción y yo no me encuentro mal del todo. Se había interrumpido; Ventura Méndez se dormía. Durante unos minutos le oyó sólo hablar y su tono de voz era uniforme y grave, después algo empezó a cambiar, se hizo brusco. Pilarín Candasnos empezaba a gritar. Se comprendía que no estaba de acuerdo o que algo iba mal. Le ganaba la indignación, ¿va a levantarse o no? Le zarandeaba, le empujaba en el borde de la cama para hacerle caer al suelo. Le seguía hablando de Rosa Antillón, le empujaba con fuerza y consiguió que se soltara de las barras haciéndole caer. Ventura Méndez sentía el sabor de agrio de la madera del suelo y del polvo contra la boca.
—Ahora apóyese en mí, dijo más apaciguada, ¿puede venir?
Había hecho que se levantara y que se apoyase completamente en ella.
—Empiece a andar.
Ventura Méndez veía de una forma confusa unas baldosas blancas y el lavabo al fondo. La mujer le señalaba el lavabo. ¿Ve cómo es fácil? Sentía el olor de la tela de su vestido y le parecía familiar.
—¿Puede sujetarse?
Estaba apoyado contra el muro de baldosas blancas. Notaba el frío húmedo de la pared en la espalda, se mantenía erguido.
—Voy a buscar una silla, dijo Pilarín Candasnos, sujétese como está.
Ponía la silla al lado del lavabo y abría el grifo.
—Venga, siéntese.
Ventura Méndez tenía los brazos caídos en los costados y los ojos semicerrados. Esto no puede hacerle mal, es agua fría nada más. Le había hecho sumergir de golpe la cabeza en el agua. A él no le parecía coherente.
—Está bien.
Le introducía la cabeza sujetándola con las dos manos. No se mueva quédese así. Veía la superficie blanca del lavabo brillante y ondulada. Pilarín Candasnos se había echado contra su espalda y se reía. ¿Ve lo que le pasa por beber? Intentaba hacérselo comprender manteniéndole la cabeza sumergida y él —para liberarse— pasaba sus brazos por detrás de la silla hasta tocar sus piernas macizas.
—¿Qué hace? ¿No puede estarse quieto?
Quería levantarla por los talones pero la mujer se resistía riendo. ¿Qué hace?, ¿necesita respirar aire? Al soltarle, levantó la cabeza y tropezó en un grifo. ¿Ve lo qué le pasa? Estése quieto.
¿Ve lo que pasa? Pilarín Candasnos se había apartado al comprobar que sangraba por la cabeza y parecía asustada. Mire lo que se ha hecho, ¿ve qué zamarrazo? Ventura Méndez se había levantado y la seguía. Le advierto que gritaré si me toca pajariquero, dijo con voz fuerte, ¿ha oído? Le goteaba el agua por la espalda hasta la cintura y corría de un lado para otro con las manos extendidas. ¿Pero no ve que no puede andar?, dijo Pilarín Candasnos, ¿que se cae? Consiguió alcanzarla cuando llegaba a la puerta.
—¿Qué va a hacer?
La empujó y cayó sobre el entarimado.
—¿No puede dejarme capucero?, dijo la mujer.
Estaba extendida en el suelo con su vestido blanco. Ventura Méndez le daba pequeños golpes en la cara.
—Le advierto que si no quiere que seamos amigos gritaré hasta que me oigan abajo. Así que ya sabe, ¿quiere dejarme en paz de una vez?
Las manos de Ventura Méndez se agarraban a su pelo.
—Era lo que me faltaba, dijo. Bueno, ¡pero hombre!, ¿tan mal está que no sabe lo que hace?
Estiraba del pelo hasta que consiguió que levantase la cabeza pero después la dejó caer. ¿Es que va a durar mucho esto, zaborrero? La mujer intentaba levantar las piernas para aprisionarle haciéndole una llave en la cabeza, luego dejó de hacer resistencia cambiando de actitud, mirándole con sus ojos húmedos y blandos, pasando los dedos chatos por su cara. Si usted lo desea podemos jugar a otra cosa y ser amigos, ¿usted sí que quiere verdad? Ventura Méndez sentía encima de él la mirada que seguía siendo tierna y húmeda. Sólo tiene que decir que sí. Se había desabrochado dos botones del traje y sonreía sumisa.
—¿Qué dice?, ¿le parece bien?
Veía la mirada dulce y cansada. Sus ojos no habían abandonado su expresión lánguida cuando él le dio un golpe a manera de frontinazo. Pilarín Candasnos lloraba intentando desasirse.
—Es usted un informal y un zafio ¿no ve lo que me ha hecho?
Gritaba llamando a Pepe Escarrilla y se abrochaba los botones. Había conseguido soltarse y había alcanzado la puerta saliendo a la escalera. Ventura Méndez la había alcanzado en el descansillo y tiraba de ella. ¿Es que no va a venir?, dijo Ventura Méndez. El pelo de Pilarín Candasnos le caía suelto por los hombros y la pintura negra de los ojos se le había corrido aún más por la cara.
—Déjeme en paz cagarrutero, ¿entiende?
Le daba golpes con los puños en el pecho cuando subió Pepe Escarrilla. Le sentía avanzar por la espalda pero no hizo ningún movimiento de retirada.
—¿Pasa algo?
Habían llegado con el secretario Tomás Terrén y con Rosa Antillón. Pilar Candasnos daba su versión de modo confuso. Pepe Escarrilla miraba a Ventura Méndez.
—¿Tiene algo que alegar?
Le sujetaba por el cuello de la camisa levantándole en vilo. No tiene nada que decir. Le había dejado caer y le empujaba con el estómago hasta el fondo del descansillo. ¿No sabe beber, eh? No sabe beber y bebe. Le daba golpes secos en el pecho. Es valiente con las mujeres, esperreque, ¿verdad? ¿Por qué no se defiende ahora? Con sus ciento diez kilos Pepe Escarrilla representaba la justicia y el orden. ¿Cree que se lo íbamos a permitir? ¿Pero dónde cree que está? Le había colocado contra la pared en la escalera y le había vuelto la cabeza hacia la derecha.
—Así, eso es... Fíjense bien porque esto se acaba.
Se había echado hacia atrás con los puños en los costados y se dirigía a la concurrencia. Golpeó a Ventura Méndez a la altura de la ceja. ¿Qué, le duele? Bueno el señor está bien servido. Le golpeaba en el estómago y en la cara hasta que sintió que resbalaba hacia el suelo. ¿No tiene suficiente, eh? Continuó la macerada en el vientre; y después con el pie, cuando caía Ventura Méndez en el suelo, le volvió hacia arriba. Rosa Antillón se había acercado y decía que la culpable de todo era Pilarín Candasnos, pero ella se defendía, y el secretario Tomás Terrén, por su parte, explicaba que había que hacer algo porque no iba a quedarse allí toda la noche.
—Si va a trabajar en su día, dijo el secretario, habrá que llevarle a algún sitio.
Exponía, a los que querían oírle, que de todas formas tendría que hablar con el alcalde Alejo Guarga porque no sabía si él iba a resultar conveniente para realizar la tarea. Ya han visto ustedes, dijo, que acaba de llegar y que su comportamiento no ha sido el mejor... Además a mí me parecía poco recomendable desde el principio el sujeto, pero ya ven. Rosa Antillón le abría los ojos con los dedos y explicó que no estaba esturdido. Lo que pasa es que tiene sangre en la cara y una fosera en la cabeza. Le pasaba la mano por la nuca y le pareció a Ventura Méndez que le acariciaba.
—Bueno, dijo Pepe Escarrilla, es verdad que no le vamos a dejar.
No sabía al sitio que debían llevarle, podría colocársele en alguna habitación del anexo, era lo más práctico si se veía bien. Yo no creo que la casa gane mucho con gente así, pero creo también que no hay que dar demasiada importancia a esto. Le había cogido por los hombros y le arrastraba escaleras abajo. Le preguntó antes si podía andar, y el mismo Pepe Escarrilla reconoció después que, según estaba, no podía.
—Tengo que confesar que le he dado algo fuerte, dijo.
Le bajaba de espaldas, despacio, alegremente, y Ventura Méndez iba arrastrando los pies por el suelo. El secretario, Tomás Terrén, preguntó si pesaba mucho y necesitaba ayuda para bajarle.
—Pesar, dijo Pepe, lo que se dice pesar no.
Parecían calmados de pronto. Rosa Antillón seguía detrás con la chaqueta de Ventura Méndez en la mano. Lo que digo, dijo Rosa Antillón, es que conmigo nunca pasan estas cosas. Pilarín Candasnos volvía a justificarse explicando que Ventura Méndez había bebido demasiado, si no habría sido distinto, pero no quería mojarse la cabeza. Sí, dijo Rosa Antillón, habrá sido por eso, de todas formas si hubiese venido conmigo no habría pasado nada.
Se habían acabado las escaleras y la luz deslumbraba. Ventura Méndez oía el murmullo de la gente y observó que el cabo —Severo Obarra— se acercaba. Se había formado un círculo alrededor de él y todos contaban una historia distinta. Allí estaba el Jefe de Estación, Ramiro Pertusa, el médico Armando Obispo y Benito Liesa.
—Dejen paso, dijo Pepe Escarrilla, ¿es que no se puede pasar?
Parecía satisfecho del papel que representaba porque era el centro de atracción de todas las miradas. Abrió la puerta del bar empujándola con el pie, arrastrando a Ventura Méndez. El griterío ensordecedor y confuso del bar se fue apagando a su paso. Las miradas transformaban a Ventura Méndez en un objeto culpable. Se hizo por fin silencio. Los pies de Ventura Méndez resbalaban por el suelo.
—¿Le ha pasado algo?, preguntó Román Barós.
Ventura Méndez mantenía los ojos abiertos para no perderse nada. Debía estar pálido aunque no se sentía mal. Los contemplaba también a ellos, a su modo, los analizaba. Veía sus gestos de indiferencia, de hastío, como eran realmente, sin darles tiempo a modificar su expresión, a cambiar sus caras y actitudes. Los observaba en un relámpago, pero también los juzgaba como ellos a él, sin que pudiesen siquiera sospecharlo desde su plano de indignidad (que era el suyo de siempre). Sin reconocerse —por supuesto— peor que cualquiera de ellos. Desde esa situación, en el silencio más completo, sonrió débilmente, sin odiarlos.
Cuando salieron en dirección al anexo, al atravesar la carretera, Ventura Méndez sintió el viento frío; era ya de noche. Había un telón de estrellas y la luna estaba en cuarto creciente formando una D inmensa. Entraron en la casa nueva. Ventura Méndez con la cabeza vuelta al cielo, y mirándolo, pensaba que dentro —en el bar— el murmullo de voces iría creciendo poco a poco. Llegaría a adquirir la intensidad acostumbrada de todos los días de una forma regular y precisa, casi gradual.