
Capítulo 41
Jueves, 23 de septiembre de 1999, 11:50 PM
El Mausoleo, Capilla de los Cinco Distritos
Ciudad de Nueva York
—Eso no será necesario. Puedes dejarlo donde está. Por favor, apártate —la voz de Sturbridge sonaba neutra y desapasionada en la oscuridad. La única luz provenía de una abertura en lo alto. Otro corredor.
Se encontraban en las profundidades de las catacumbas. Cerca de las tumbas que alojaban los restos de los fundadores de la capilla. Pasillos que habían, mucho tiempo atrás, perdido toda justificación para mantener tráfico alguno con los seres que se levantaban de sus tumbas.
—¡Oh, gracias a Dios! El embajador está herido. Muy gravemente, me temo. Tenía miedo de moverlo. Se cayó desde la galería —Eva señaló a la distante luz que había sobre ellos—. Me llevó algún tiempo encontrar el camino para bajar.
Sturbridge dio una vuelta con cautela.
—Ha sido una estupidez bajar aquí sola. ¿Qué te ha llevado a...?
—El embajador insistió. Quería examinar los restos. Del cuerpo de Aarón y del de Jacqueline. Traté de pedir ayuda, pero supongo que los sistemas de seguridad no funcionan a esta profundidad.
—Así es. Continúa.
—Algo le ocurrió. Parecía atormentado, poseído. Estaba divagando sobre una miasma que se cernía sobre nosotros. ¿Sabéis lo último que me dijo? Me dijo que había pasado dos semanas durmiendo en la cama de un muerto y ahora estaba convencido de haberlo matado. Eso fue lo que me dijo. Le rogué que se detuviera, que me dejara ir. Le dije que me estaba asustando. Pero él... —parecía a punto de romper a llorar.
Eva se secó la cara con furia. Sus mangas se deslizaron hacia abajo y revelaron los magullados y golpeados antebrazos.
—Lo empujaste —se adelantó Sturbridge.
—Sí. ¡No! No exactamente. No lo empujé por... —tragó saliva con fuerza—. Me liberé y corrí. Podía oír cómo me seguía en la oscuridad. El hueco sonido de los huesos desperdigados por el suelo que repentinamente alzaban el vuelo y chocaban contra las paredes mientras él se acercaba. De alguna manera lo perdí en la oscuridad. Encontré un nicho. De hecho, tropecé con él. Era uno de los más grandes y (gracias a Dios) desatendidos. Me arrastré a su interior y me acurruqué allí. Con los ojos cerrados con fuerza, esperando que todo terminara por sí solo. Pude oírlo mientras pasaba. Sentí que el aire estancado se removía a su paso. Olí el aroma salado de su esfuerzo. Y entonces desapareció. No mucho tiempo después, ciertamente antes de que me atreviera a moverme o siquiera a creer que estaba a salvo, escuché un grito prolongado y menguante y el eco reverberante del impacto.
—Una interpretación muy convincente. Debo felicitarte. Sí, me sería muy fácil llegar a creer tus cuentos de hadas.
La confusión y luego el dolor cruzaron con un parpadeo las facciones de la novicia.
—No os entiendo. ¿Por qué decís esas cosas horribles? ¡Miradme! —blandió sus magullados brazos alrededor del rostro manchado de sangre.
Sturbridge le devolvió la mirada sin pestañear y sacudió lentamente la cabeza.
La novicia parecía a punto de ceder a la histeria.
—No me creéis. ¿Qué es lo que creéis? ¿Que lo atraje hasta allí, hasta el borde del precipicio y lo arrojé por él? Miradme. Ni siquiera puedo cargar con su maldito cuerpo inconsciente. ¿De veras creéis que podría haber...?
—Ya basta, Eva. Ya ha terminado. Todo ha terminado.
—¡Oh, Su Regencia! Entonces es que me creéis. Él confirmará lo que he contado, sé que lo hará. Cuando vuelva en sí. Le haréis que os lo diga, ¿no es así?
—El embajador no regresará del lugar al que lo has enviado.
Sturbridge hablaba con certeza. Podía sentir el paso de las aguas heladas por sus venas. Conocía instintivamente las acuosas profundidades a las que había sido arrojado. Aunque quedase una tenue chispa de no-vida en la destrozada cáscara de su cuerpo, aquel que una vez había sido conocido como Logos Etrius no volvería a calentarse frente a ella.
—En eso os equivocáis, Su Regencia. Él regresará. Todos regresarán. Precisamente vos, entre todos, debéis daros cuenta de ello.