
Capítulo 12
Domingo, 25 de julio de 1999, 12:14 AM
Colegio Barnard
Ciudad de Nueva York
Era la cuarta noche de su vigilia en el exterior de Milbank Hall. El edificio administrativo del campus estaba en silencio. Desde el lugar privilegiado en que se encontraba, oculto entre las sombras del contiguo edificio de ciencias, Anwar mantenía su atención fija en una puerta en particular, secundaria y aparentemente abandonada.
Por primera vez desde que diera comienzo su vigilancia, la puerta se había abierto. Al instante, estaba por completo alerta, más incluso de lo que era propio en su normalmente alto nivel de vigilancia, y se sumía en ese estado de hipersensibilidad en el que el deber y la fe se mezclaban y se hacían uno.
El hombre que había salido subrepticiamente por la puerta parecía nervioso, agitado. Era joven, rubio, estaba bien afeitado y vestía con normalidad, a la manera de estos kafires occidentales. Podría haber paseado por la facultad sin llamar la atención.
Si Anwar había esperado un nudoso y viejo gnomo —barbudo, vestido con túnica y un cráneo calvo coronado precariamente por un capacete de plata— no dejó que su decepción saliera a flote. Por el contrario, obligó a sus expectativas a alinearse con la realidad que había aparecido frente a sus ojos.
Con la aparición del hombre nervioso, el campo de posibilidades que se abrían ante él acababa de reducirse a dos. O bien aquél era su contacto o se trataba de otro que había descubierto su clandestino acuerdo, había eliminado al contacto y había decidido temerariamente ocupar su lugar para aprovecharse.
Anwar aguardó sin moverse, esperando la señal acordada.
El recién llegado escudriñó los alrededores, en especial las cruzadas sombras formadas por los árboles y los tres edificios de la universidad. Se arrebujó más profundamente en su escondrijo, las sombras tanto naturales como preternaturales que lo envolvían.
Me está buscando, pensó. Pero si es el que es, pero, ¿por qué se demora? ¿Por qué no hace la señal? No había testigos ni otros obstáculos que pudiesen justificar sus titubeos. Anwar, no obstante, tenía la ventaja de haber pasado varias noches oculto en aquel lugar. Quizá el hombre delgado estaba tan sólo siendo cauto.
O quizá no había logrado comprender tan crucial detalle en el contrato original.
El recién llegado continuó su inquieta búsqueda. Empezó a andar. Se detuvo bruscamente para escudriñar fijamente las sombras y luego reanudó su caminar. Se limpió el sudor de la frente. Se frotó los ojos. Musitaba para sí.
Su intranquilidad resultaba contagiosa. De forma instintiva, Anwar le dio unas palmaditas a su cuchillo.
El hombre giró sobre sus talones. Su mirada se posó sobre Anwar, se detuvo y lo vio. Anwar estaba seguro de ello. Sus ojos se cruzaron un instante antes de que el recién llegado se volviera y reanudara su distraído paseo.
Había algo más que agitación nerviosa en los ojos del otro. ¿Era locura? Su mirada parecía llena de miedo y fuego. Anwar sacudió la cabeza para borrar la impresión. Tonterías románticas. Sólo era resultado del sanguinolento sudor que salpicaba su frente y que no dejaba de echarse sobre los ojos con el revés de la mano. Nada más.
Observó al recién llegado con más atención. Éste no daba la menor señal de haber avistado a quien lo acechaba desde las sombras. Consultó su reloj mientras murmuraba para sus adentros. Con un movimiento rápido, ahuecó las manos frente a sí. En el interior del hueco formado por ellas apareció una lenta llama. No había encendido cerilla ni mechero y sin embargo una llama bailaba sobre su mano abierta. Llevó las manos a la boca como si estuviera encendiendo un cigarrillo. Anwar pudo ver la luz parpadeando momentáneamente a través de la celosía formada por los dedos del otro. Entonces, tan rápidamente como había aparecido, la llama se extinguió.
Sabía que cualquier otra persona que hubiese observado el breve brillo de la llama dudaría de lo que había visto, se convencería a sí mismo de que todo había sido un error. El propio Anwar hubiera puesto en duda la evidencia que le mostraban sus ojos de no ser porque la llama era precisamente la señal que había estado esperando. Incluso ahora, después de que el momento de actuar hubiera llegado, todavía se contuvo un instante. Sentía el impulso de aferrarse a las protectoras sombras y rodear en la medida de lo posible hasta el área abierta que había entre los edificios. Lo suprimió.
Si su contacto no había cumplido con su parte del trato —haciendo cuanto era necesario para garantizar el éxito de la misión—, había poco que Anwar pudiera hacer a esas alturas. Poco, salvo enfrentarse a su fin con dignidad.
Ahora que las largas noches de inactividad tocaban a su fin, una aproximación indirecta consumiría segundos vitales. Anwar caminó resuelto hacia campo abierto.
Mientras se acercaba, observó cuidadosamente las manos de su contacto. Revelaban impaciencia. Anwar sabía que todavía no era demasiado tarde para escapar si el kafir demostraba no ser digno de confianza. Sin embargo, una vez que se encontrase dentro de la capilla propiamente dicha, estaría a merced del brujo. Era muy posible que una fuga resultase imposible. Apretó con más fuerza la oculta hoja de su cuchillo contra la línea de su antebrazo.
Hay que reconocer en su favor que el hombre no dio un respingo cuando Anwar emergió de las sombras. En vez de ello, consultó su reloj por segunda vez y soltó una imprecación.
—Soy Aarón —su voz era seca, como si hubiera sido él y no Anwar el que hubiera estado esperando. A corta distancia, la piel de su rostro y de sus manos revelaba su juvenil apariencia. La carne ajustaba con demasiada perfección. Crujía como pergamino alrededor de los ojos.
Anwar inclinó la cabeza a modo de saludo sin que sus ojos abandonaran una sola vez los del brujo. En aquellos ojos inyectados en sangre había esperado encontrar la afilada huella de un oportunismo astuto y despiadado, rasgos por los que los brujos eran famosos. Quizá incluso había esperado entrever alguna pista de los motivos del traidor: el calor de la avaricia, la mirada ladeada de la culpabilidad, la pura lujuria de la venganza.
En vez de ello, no vio más que desesperación, impaciencia y abandono. Era una combinación poco saludable que estaba acostumbrado a evitar. El comportamiento de su acompañante de aquella noche estaba evidentemente empezando a demostrar impaciencia.
—Que Haqim guíe tu mano y te ayude a conseguir tus propósitos, Aarón Portador de la Luz. Esta noche nuestras voluntades son una. Que la sangre que caiga entre nosotros pertenezca tan solo a extraños. ¿Todo está dispuesto en el interior?
—Aquí no —fue la susurrada respuesta. Aarón se volvió y tanteó la puerta en busca del picaporte. Anwar era consciente de manera muy intensa del frío contacto de la hoja de su cuchillo contra el antebrazo. Contuvo su impaciencia, en espera de una presa más grande.
La puerta se abrió hacia el interior y sólo reveló oscuridad. Aarón entró. Si se había percatado del peligro que por tan escaso margen había evitado, no dio la menor muestra de ello.
Lo siguió. Al cruzar el umbral, fue dolorosamente consciente de que ahora se encontraba a merced de sus enemigos. Pero no carecía de recursos. Se descubrió preguntándose cómo habrían obtenido los ancianos poder sobre este brujo, cómo habría acabado uno de los odiados Tremere en deuda con los hijos de Haqim. Abundaban los rumores sobre la fanática lealtad de los brujos. Las historias sobre los irrompibles lazos de sangre que unían entre sí a los Tremere —lazos que debieran haber convertido en imposible esta clase de alianza eventual— habían llegado incluso hasta el remoto refugio montañoso de Alamut.
Como todos los suyos, Anwar podía dar testimonio de la potencia de la maestría Tremere sobre la sangre. Y de su poder para esclavizar a otros con ella. El recuerdo de los siglos que habían sufrido como las marionetas de sangre de la maldición de los brujos no se desvanecería pronto, no hasta que la sangre del último de los opresores hubiera sido reclamada.
Pero los ancianos, que Haqim los bendijese, habían dado con la manera de ganarle la mano a los Tremere y liberarse del oscuro poder de la sangre mancillada de los brujos. Y si los ancianos podían levantar la Gran Maldición que había maniatado a los suyos, ¿qué era en comparación el lazo de sangre de un solo novicio?
Anwar debió de haber bufado ruidosamente. El sonido no podía haber sido mayor que un susurro, pero su guía se volvió al instante y le indicó con un gesto que guardara silencio. Era evidente que temía ser descubierto. Bien.
Anwar se deleitó un instante con el pensamiento de un mundo en que los brujos se volvían contra los brujos. Imaginó a los hijos de Haqim, tan numerosos e inevitables como las arenas del desierto, alzándose para engullir la pirámide de los Tremere. Bailarían la hadd, la venganza, en lo alto de sus ruinas. Sus pies enterrarían bajo las cambiantes arenas hasta el último recuerdo de los brujos. Olvido.
Sí, en aquel mismo momento la fortaleza de la venganza estaba alzándose de las arremolinadas arenas y sus vastas murallas se elevaban, grano a grano, por encima de la desolación del desierto. Cada grano formaba con su hermano la argamasa por la sangre de sus enemigos, la sangre que durante tanto tiempo les había sido negada. Se avecinaba un gran ajuste de cuentas. La sangre que derramaría Anwar esa noche acercaría a los suyos mucho más —exactamente un grano de arena más— a la fortaleza de la venganza final.
¿Qué más necesitaba saber para preparar su empresa de aquella noche? Él no era más que una herramienta de venganza. No le correspondía conocer las mentes de los constructores. Su deber no era otro que el de golpear con precisión. Y, por encima de todo, no romperse ni temblar en la mano rectora de su maestro.
No se le habían revelado los detalles sobre la traición del kafir hacia sus propios y malhadados hermanos. Anwar no tenía más razón que una leve curiosidad para desear conocer tal información. No obstante, eso no impedía que se hiciera preguntas. Seguramente el brujo sabría el fin que los esperaba al cabo de este camino.
El recelo de Anwar aumentó. No lo complacía en absoluto el acuerdo que lo dejaba en manos de un kafir, especialmente de uno que se había entregado a la desesperación y la traición. ¿Cómo podía confiarse en alguien así? ¿Cómo podía alguien así esperar sobrevivir a su traición?
—Sígueme —susurró Aarón—. No te alejes.
Anwar lo hizo así. Colocaba cada uno de sus pasos exactamente en el mismo lugar que el pie de Aarón acababa de abandonar. Sospechaba que ya se encontraban dentro del perímetro de las defensas arcanas de la capilla. No había lugar para un mal paso.
Un pasillo estrecho discurría desde la puerta lateral hasta una oscuridad aún más profunda. El pasillo conducía más allá de una pesada puerta de roble con cristal cilindrado y las siguientes palabras pintadas: DECANO ASOCIADO DE REVISIÓN DISCIPLINARIA ACADÉMICA INTERDEPARTAMENTAL. Anwar memorizó cada letra en el lugar exacto que ocupaba en la secuencia.
Lo intrigaba el significado exacto de las palabras, pero, respetando la admonición de su guía que pedía silencio absoluto, no le pidió que las leyera. Las letras parecían burocráticas y desalentadoras. Un efecto calculado, sin duda, para desanimar a los meros curiosos, epíteto que englobaba a la grandísima mayoría de quienes acudían a estas "universidades" occidentales.
La inscripción no desanimó a Aarón. Insertó una llave de aspecto normal en la cerradura e hizo pasar a Anwar.
El asesino esperaba abandonar el monótono y académico entorno para aparecer en una fortaleza de esplendor y libertinaje, expresión de los excesos por lo que el clan Tremere era renombrado. Por el contrario, la oficina que había al otro lado de la puerta era tan sosa como el propio pasillo. Una mesa, varios archivadores y unas pocas sillas formaban su único mobiliario.
Aarón cerró la puerta tras ellos, echó la llave y exhaló de forma audible.
—Aquí podemos hablar. Pero tenemos que darnos prisa. Va a arruinarlo todo —se aproximó a la mesa y cogió una de las dos túnicas grises que descansaban sobre ella. Se la arrojó a Anwar.
—¿Quién lo va a arruinar todo? —Anwar cogió la túnica. No se la puso inmediatamente sino que esperó pacientemente hasta que Aarón tuvo su cabeza y sus brazos enmarañados con la suya. Sólo entonces lo imitó.
—Foley. El objetivo —el Tremere tropezó con la palabra con aire culpable.
—Johnston Foley —recitó Anwar mientras pasaba revista a sus datos—. Regente Secundus, segundo en el mando. Capilla de los Cinco Distritos, Ciudad de Nueva York, Nueva York. Altura: 177 cm. Peso: 80 kg. Pelo: negro, con canas. Ojos castaños. Bigote, barba: ambos, con canas. Edad aparente: en torno a la cincuentena. Edad real: cerca de doscientos años. Período antebellum americano.
—Sí, sí. Foley. Muy impresionante. Pero el problema es...
—Amenazas conocidas, Taumaturgo: magia de sangre que se manifiesta a través de la palabra escrita, dibujos, glifos, protecciones, diagramas rituales. Armas de fuego: tirador pasable con pistola, normalmente desarmado. Venenos: se sospecha implicación en la muerte de dos compañeros novicios, capilla de Atlanta. Reasignado, puesto de alta importancia en C5D. Política: conexiones de alto nivel con...
—Se ha vuelto loco.
Eso hizo que Anwar se detuviera en seco. Otro brujo loco. Las cosas estaban empezando a complicarse.
—Explícate, por favor.
—No puedo creer que esté siguiendo adelante con eso. Si no acabamos pronto con él... Mira, cuando dejé a Foley, ya estaba empezando a celebrar el ritual, un ritual muy peligroso y muy estúpido. Va a matarlo. Si no llegamos allí primero.
Anwar reflexionó.
—No comprendo tu repentino interés por la seguridad del objetivo.
—Mira, no sé lo que tus ocultos señores te harán si regresas sin haber matado a Foley. Pero sí sé que... sé que es importante que Foley sea asesinado. Aquí. Esta noche.
—Y así será ¿Está solo?
—Sí. Lo estaba. Pero no para de decir que otros van a venir. Creo que podría estarse refiriendo a ti.
Espléndido. Dos brujos locos y el objetivo ha sido advertido.
—¿Puedo hacerte otra pregunta, Aarón Portador de la Luz? ¿Una pregunta personal?
Aarón parecía impaciente, pero le indicó con un gesto que continuara.
—¿Por qué es tan importante que Foley sea asesinado? ¿Y esa noche? ¿Y dentro de los muros de esta capilla? ¿Por qué estás haciendo esto?
Sin duda sabes cómo va a acabar todo esto.
Aarón le devolvió la mirada sin pestañear. Lentamente, pronunciando cada sílaba de manera distintiva, replicó:
—¿Por qué estás haciendo esto?
Al escuchar su propia pregunta repetida para él, Anwar se sorprendió. Entonces, al fin, entendió. Realizó una reverencia profunda, formal, ante su guía.
—Hagamos, entonces, lo que debe ser hecho. ¿Vamos?
—Acabemos con esto. —Aarón se volvió hacia lo que aparentemente era un guardarropa. Puso una mano sobre el picaporte—. No creo que volvamos a hablar. Más allá de este punto no es seguro. Me encargaré de llevarte hasta el sancrum de Foley. Si tienes éxito, te traeré de nuevo hasta aquí. Más que eso no puedo hacer. Si nos interceptan mientras estamos de camino...
Anwar asintió.
—No digas más. Es suficiente, Aarón Portador de la Luz. Haremos lo que haya de hacerse.
El brujo devolvió su atención al picaporte y musitó entre dientes unas pocas palabras. Anwar no sabía si se trataba de un encantamiento o una plegaria desesperada.
Sintió un momentáneo hormigueo en la piel mientras las palabras eran pronunciadas, influencia de la energía de la hechicería o meramente del poder de la sugestión. Se reprendió en silencio por el estremecimiento.
La puerta se abrió y reveló unas paredes de hormigón desnudo y una estrecha escalera de metal que descendía. El confinado espacio era frío y húmedo. Había algo en la visión que hizo que Anwar creyera por un instante estar asomándose a un pozo. Registró diligentemente todos los detalles de su descenso: el número preciso de escalones antes de cada giro (siete); el número total de recodos (cincuenta y dos); el número de puertas junto a las que pasaban mientras descendían en espiral (cuatro); el número de veces que Aarón se detuvo por completo (doce) aparentemente para escuchar algún sonido que revelase que estaban siguiéndolos o acaso para oír el lejano tintineo del agua o para cronometrar el retorno del eco de sus pisadas que ascendía ruidosamente de vuelta a ellos desde las profundidades.
La impaciencia de Aarón era evidente, así que Anwar no cuestionó sus frecuentes paradas. Sabía que, si no se tratara de precauciones necesarias, Aarón las hubiera descartado por completo. Puede que tuviera algo que ver con las defensas de la capilla. No obstante, cualesquiera protecciones que hubiesen atravesado hasta el momento eran de naturaleza tan sutil que Anwar no había podido detectarlas. Quizá los ancianos de su clan, en su sabiduría, pudiesen al escuchar la descripción exacta de cuanto había visto desentrañar misterios que para él estaban ocultos.
Se mantuvo muy próximo a Aarón e hizo oídos sordos a las voces que se alzaban desde las profundidades del pozo central. Sabía perfectamente que no era más que un truco acústico que trocaba el rumor del goteo de las aguas por voces quejumbrosas. Voces de Niños.
Hadd, le susurraban los Niños. Venganza.