Capítulo 13

Domingo, 25 de julio de 1999, 1:14 AM

Antecámara de la Capilla de los Cinco Distritos

Ciudad de Nueva York,

Sturbridge observó a Eva con toda compostura mientras la evaluaba como si de verdad estuviera viendo a su joven protegida por vez primera. Tantas cosas dependían de ella... Tantas cosas que no podía esperar que comprendiera.

Asintió con gravedad.

—De tu boca al oído del Diablo, chiquilla. Tú sola habrás de pagar el precio del cuento.

Volvió su atención hacia Talbott, lo tomó por el codo y casi lo puso en pie de un tirón.

—Cede el testigo, viejo bardo.

—¿Mi señora?

—Has terminado. Tómate una pinta y siéntate junto al fuego. Te lo has ganado. La noche se ha hecho más profunda y el cuento ha pasado a otras manos. Y no discutas con tus mayores —añadió tras pensarlo un instante para prevenir ulteriores objeciones.

—Mis mayores —soltó él un bufido nervioso—. Bien sabéis que si fuera a rechazar tal oferta, una pinta de cerveza tostada y un asiento de honor junto a la chimenea, la orden revocaría mi licencia de poeta. Me rindo. Al fin y al cabo, el derecho de relatar el cuento os corresponde a vos y a nadie más.

Sturbridge le dio un apretón en los hombros mientras Talbott se apartaba y entonces se sentó confortablemente. Su voz recorrió la sala con autoridad:

Una Extraña Captura para un Día de Trabajo.

Emer estaba esperando en el umbral con el rostro lleno de preocupación. Al verlos se volvió, desperdigando una manada de niños por el interior de la casa. Cuando arribaron, había ropa seca y mantas preparadas. Las sillas habían sido acercadas al fuego.

Los niños corrían de un lado a otro, entregados a las tareas que apresuradamente les habían sido encomendadas. Uno, dos... ¿cuatro de ellos? Sólo Emer permanecía inmóvil en medio de aquel torbellino de actividad, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Corraig ap Culain —Emer pronunció el nombre con total desapego, como si fuese un señor dictando sentencia—. Algunas veces creo que no tienes ni el sentido común que el buen Señor le dio a una cabra. ¿Es que no viste cómo se estaba formando la tormenta? Casi matas de la preocupación a una buena mujer —arrojó una toalla sobre la cabeza de él—. Y qué extraña captura para todo un día de trabajo —tomó al extraño por el brazo y lo llevó hasta el fuego—. Debéis perdonar a mi querido esposo. Es un sujeto bastante estable la mayor parte del tiempo. Y pensar que venía con tan buenas referencias... Por supuesto, uno nunca lo hubiera creído al mirarlo. "Débil", decía siempre mi pobre madre. "No durará mucho".

—Y también en eso demostró estar equivocada —exclamó Corraig mientras se asomaba bajo la toalla sin dejar de frotarse la cabeza—. Un hombre podría salir adelante consultándole religiosamente y haciendo luego justo lo contrario.

—Y dale. Estoy segura de que al Padre le encantará conocer tus progresos en las artes adivinatorias. Me aseguraré de mencionárselos el domingo. Entretanto, podrías servirle a nuestro invitado un trago que le ayude a recuperar el calor. El pobre diablo está completamente empapado. Y tiritando.

—No deje que lo asuste —dijo Corraig por encima del hombro—. Raras veces la he visto hablar hasta que a los invitados se les cayeran las orejas...

—No le haga caso —se mofó ella tras su marido—. El pobre se cayó de cabeza cuando era niño. Su madre nunca se lo perdonó. Aquí, envuélvase en esto. Gracias Padraig, buen chico. Me pregunto de dónde lo ha sacado. Brigid, cariño, tráele un cuenco de estofado a nuestro invitado. Y sí, puedes traérselo también a este hombre de aquí.

Corraig volvió a cruzar la habitación con una copa en cada mano.

—Tome. A su salud.

El ouiskey recorrió sus venas como oro líquido: la cálida bienvenida de un viejo amigo. La agonía que ensordecía la cabeza del Diablo remitió un poco. El dolor seguía allí, pero es que nuestro amigo no es ajeno al dolor.

—Mil gracias a vos y a vuestra encantadora esposa por la amabilidad demostrada con un extraño. No sé lo que me pasó. Pero el hechizo ha terminado y es hora de que me ponga en camino.

—No nos enteramos de nada —dijo Emer con firmeza y los ojos fijos en su marido.

—Por supuesto que no. ¿Con esa tormenta atronando ahí fuera? Antes entregaría un hombre al mismo Diablo que obligarlo a enfrentarse a un destino como ese.

—No, quitaos ese pensamiento de la cabeza —lo apaciguó Emer mientras ponía en sus manos el cuenco de sopa—. Gracias, Brigid. Y si tuvieseis que seguir adelante, ¿dónde ibais a ir? Salta a la vista que no sois de estas latitudes, si no os molesta que os lo diga, y a estas alturas incluso la puerta de la posada estará cerrada a cal y canto. No, esta noche os quedaréis aquí. Os prepararé un sitio junto al fuego.

—Sois demasiado amables con un viejo demonio —el Diablo apartó el cuenco ahora medio vacío de sus labios y se limpió la boca con el revés de la mano. Se detuvo al ver que la pequeña Columcille lo observaba desde el otro lado de la habitación.

»Disculpad mis modales —dijo a modo de disculpa—. Ha pasado algún tiempo desde la última vez que cené en tan buena compañía. Por lo general, tomo a solas las comidas que consigo. —Entonces, con aire confidente, añadió:— El estofado está excelente. Y sospecho que vuestro techo alberga a más de una excelen te cocinera —miró en derredor hasta encontrara Brigid, que observaba con curiosidad no disimulada al recién llegado. La niña se ocultó tras las faldas de su madre.

El Diablo se terminó el guiso de pescado con más cuidado. De cucharada en cucharada. Para cuando hubo terminado, había conseguido mantener a raya a lo peor del frío y del dolor. La casita con tejado de paja era más que acogedora. Una sola habitación. A un lado de la mesa, diversas ollas y sartenes colgadas sobre ella y una despensa. Contra la pared trasera, la chimenea y la zona para sentarse. Al otro lado, una cortina hecha con una vela separaba la cama y lo que, a juzgar por los sonidos provenientes de allí, debía de ser una cuna, del resto de la habitación.

—Ése es Brendan —dijo Emer que ya se encaminaba hacia allí—. Disculpadme.

—Por supuesto, no faltaba más.

Ella desapareció tras la cortina y el Diablo hizo un gesto a Corraig para que se aproximara.

—Una mujer excelente, tenéis suerte de haber dado con ella.

—Me lo recuerda todos los días. Pero decidme, ahora que habéis recuperado el aliento, ¿qué os ha traído por estas latitudes? ¿Tenéis parientes por aquí o vais por ventura de camino a Dublín? Me sorprende que no desembarcaseis allí. Por aquí no solemos ver más barcos que nuestras balsas de pesca.

El Diablo no se sentía inclinado a sacar a su anfitrión de su error.

—Los míos están desperdigados por los cuatro rincones de la Tierra —no era ninguna baladronada frívola—. No me sorprendería encontrar aquí mismo, entre los vuestros, a algunos parientes olvidados mucho tiempo atrás. Pero la verdad es que fue la tormenta lo que me desvió y me llevó a desembarcar aquí. De hecho nos dirigíamos a la ciudad de Dublín. Y debo ponerme en marcha enseguida.

—Descansad tranquilo, vuestros amigos no volverán a levar anclas hoy. Ni mañana, posiblemente. Podemos enviarles un mensaje al llegar el alba. Hacerles saber que estáis bien y que os reuniréis con ellos muy pronto. ¿Sois comerciante, entonces?

—No. Yo no soy más que un viajero que se ha impuesto a sí mismo un exilio de las comodidades del hogar y la familia —y nunca se dijeron palabras más ciertas—. Pero me gustaría pensar que hay por estos pagos una o dos personas que me recordarían con cariño —al decir esto, el Diablo se vuelve pensativo—. Había una joven dama que me era conocida, una tal dama de Baerne. Una moza inteligente con un raro don para encontrar cosas que se habían perdido. Todo el mundo en kilómetros a la redonda lo comentaba. Pero deben de haber pasado algunos años desde la última vez que crucé su puerta.

—¿La Bruja de Baerne? —Corraig rió—. Vaya, estoy dispuesto a apostar cualquier cosa a que nadie ha llamado a la Sabia una "moza" desde mucho antes de que vos o yo naciéramos. Ya veo por qué os tenía cariño, tenéis lengua de plata —el rostro de Corraig se tornó sombrío—. Era una buena mujer, a pesar de todas sus adivinaciones y ensalmos y filtros. La echaremos de menos.

—¿Qué? ¿Me estáis diciendo que...?

Corraig levantó su copa.

—Por la Sabia de Baerne. Que esté en el cielo media hora antes de que el Diablo sepa que ha muerto.