Capítulo 33

Sábado, 28 de agosto de 1999, 5:42 AM

Hotel Lord Baltimore

Baltimore, Maryland

Sin una palabra o una mirada atrás, Sturbridge cerró la puerta tras de sí.

Chessie estaba durmiendo ahora, al fin, el rostro enterrado en la almohada manchada de sangre. Sturbridge había esperado a que los débiles sollozos remitieran antes de salir sigilosamente del aposento. Cruzó el salón hasta el armario que había junto a la puerta del vestíbulo y sacó de él la mayor de las dos maletas de aspecto serio. La subió a la mesa con una mano. Las cerraduras se abrieron en respuesta a un susurro bajo de sus labios y revelaron ordenadas filas de prendas de vestir perfectamente dobladas.

Terminó de guardar sus cosas y ató las correas de satén que aseguraban que todo permaneciera en su lugar. Se inclinó sobre la tapa de la maleta y los cierres volvieron a colocarse en su lugar con sendos chasquidos metálicos. Se había vuelto para bajarla de la mesa cuando su mirada se posó sobre el caos del mobiliario diseminado junto a la chimenea. Fragmentos de cristal yacían desperdigados formando un brillante arco que se extendía hacia el centro de la habitación. La ola de cristales había roto con más fuerza sobre la chimenea y se había dispuesto en fragmentos más grandes y dentados.

Se dirigió instintivamente hacia el armario para buscar una escoba con la que limpiar el desorden. Se detuvo con la mano sobre el picaporte.

Ahora se marcharía. Un taxi hasta el aeropuerto. Un avión de regreso a Nueva York. Y a salvo en casa antes de la salida del sol.

Recordó las noches en las que tenía que regresar sigilosamente a casa de sus padres, corriendo contra los primeros rayos del sol del amanecer. Cargada de adrenalina, jazz, enamoramiento y ginebra de garrafón.

En casa antes de la salida del sol, pensó. El romanticismo de la idea había empezado a disiparse un poco al cabo de casi un siglo. Las subrepticias carreras de madrugada habían adquirido un rostro feo, duro. Había oído hablar, por supuesto, de aquellos que habían sido sorprendidos por el celoso sol. ¿Quién no? Era una de las partes críticas de la educación de los novicios. Era uno de los Portales de la Iniciación.

Pero el firme progreso de los años había cambiado las tornas para ella. Como regente de la Capilla de los Cinco Distritos, cada vez más a menudo se había encontrado en la posición de la madre ansiosa, esperando a que sus díscolas hijas regresaran a casa. Incluso, en una ocasión, había llegado a ordenar —recordaba el incidente con atroz claridad— que las puertas de la casa fueran cerradas antes de la llegada de una impenitente e irreformable novicia. El sol la había sorprendido en el umbral.

En casa antes de la salida del sol.

Y seis cosas imposibles antes del desayuno.

Pensó en Alice y en Maeve. Pensó en las noches que había pasado leyéndole a su niña pequeña las historias de la Oruga, la Duquesa, el Grifo y el Caballero Blanco. Su hermosa hija. Su hija mágica. Perdida para ella, desaparecida. Desaparecida por un agujero del suelo.

En un país maravilloso viven

Soñando mientras los días pasan despacio

Soñando mientras mueren los veranos

Siempre a la deriva en el arroyo

Demorándose bajo la dorada luz

La vida, ¿qué es sino un sueño?

Bajó la maleta de la mesa trazando un gran arco. Golpeó con fuerza contra la pared antes de sucumbir a la fuerza de la gravedad. Escuchó cómo, en respuesta, Chessie se agitaba en la habitación interior, pero no despertó.

Quizá fuera una pequeña crueldad abandonarla así. Pero no se arrepentía de ella.

Era difícil saber lo mucho que recordaría la muchacha al despertar sobre la ordalía de aquella noche. ¿Recordaría acaso lo que Sturbridge le había hecho? ¿Sería capaz de convocar a su mente el sabor inconfundible de la Sangre de los Siete, su poder, su compulsión, su locura? ¿Sería capaz de reconstruir los fragmentos de recuerdos de su viaje hacia el interior, el contacto del Hombre Ahogado, la majestad de la Pirámide, la terrible traición del Sacrificio?

Y lo que era más importante, Sturbridge se preguntó si Chessie recordaría su propia debilidad al despertar del sueño de la potente vitae. Las suspicacias, la furia irracional.

Casi como si lo hubiera reconsiderado, se detuvo en el umbral. Fue hasta el escritorio, extrajo una hoja de papel cremoso y la pluma estilográfica. Con su gruesa y firme caligrafía, escribió:

Ven a Nueva York. La demora sólo supondrá fiebre y tormento. No estás sola.

A.S.

Dobló la nota pulcramente por la mitad y la dejó sobre la repisa de la chimenea como una pirámide.

Tras pasar la mano afectuosamente por la madera de la antigua puerta, cargó sus maletas y se puso en camino. El pasillo y el resto de lo que había terminado por ser conocido como el Ala de la Bruja estaban, como podía esperarse, desiertos. Sólo después de que la puerta se hubiese cerrado con un suspiro, se permitió Sturbridge dudar.