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Durante unos pocos minutos pensé en llamar a Fornelli, decirle lo que había descubierto y dejar en sus manos la tarea de informar a los padres de Manuela.
En el fondo, había hecho el trabajo para el que me habían contratado. Mejor dicho: había hecho mucho más. Ellos me habían pedido —recordaba las palabras de Fornelli— que encontrase posibles nuevas líneas de investigación para sugerírselas a la fiscalía y que no archivase el dosier. Yo había ido más lejos, había llevado personalmente a cabo la investigación, había resuelto el caso y, por lo tanto, había cumplido mi función sobradamente.
No era mi responsabilidad ir a ver a los padres de Manuela y decirles cuál había sido el destino de su hija.
Fueron unos pocos minutos. Durante esos instantes cogí varias veces el teléfono para llamar a Fornelli y lo dejé otras tantas. Y pensé miles de cosas. Y al final me acordé de una vez en la que Carmelo Tancredi, puede que dos años atrás, me invitó a dar una vuelta en su lancha de goma.
Era un día de finales de mayo, el mar estaba en calma, la luz era vagamente lechosa.
Salimos del muelle de San Nicola, nos dirigimos hacia el norte y, a la hora, estábamos en el puerto antiguo de Giovinazzo. Era un lugar irreal, casi metafísico, el tiempo no había dejado huella alguna de su paso desde hacía dos o tres siglos. No había coches a la vista, ni antenas, ni lanchas a motor. Sólo barcas a remo, viejos bastiones, chavales en calzoncillos que se tiraban de cabeza al agua, grandes gaviotas que trazaban círculos en el aire, solitarias y elegantes.
Comimos focaccia, nos bebimos unas cervezas, tomamos el sol y hablamos mucho rato. Como suele ocurrir, de los comentarios banales pasamos a cuestiones esenciales.
—¿Tú tienes reglas, Guerrieri? —me preguntó Tancredi en un momento determinado.
—¿Reglas? Nunca lo he pensado, al menos no explícitamente, pero sí, creo que sí. ¿Y tú?
—Sí, yo también.
—¿Cuáles son tus reglas?
—Soy policía. La primera norma, para un policía, es no humillar a la gente con la que tienes que tratar por motivos de trabajo. Tener poder sobre otras personas es algo obsceno, y la única forma de que sea tolerable es a través del respeto. Es la regla más importante, pero también la más fácil de violar. ¿Y las tuyas?
—Adorno decía que la forma más alta de moralidad consiste en no sentirte nunca como en tu casa, ni siquiera en tu propio hogar. Estoy de acuerdo. Nunca tienes que encontrarte demasiado a gusto. Es necesario sentirse siempre un poco fuera de lugar.
—Justo. Para mí, la otra regla de oro concierne a las mentiras. Hay que decirles las menos posibles a los demás. Y ninguna a uno mismo.
Y después de haber reflexionado unos instantes:
—Algo imposible, por otro lado, pero al menos hay que intentarlo.
La visión del puerto inundado por la luz opaca de la prematura calima de mayo se esfumó lentamente, mientras reaparecían las luces de la ciudad y el caos del tráfico vespertino. Las palabras de Tancredi fluctuaron desde aquel paisaje hasta mi coche, y allí se quedaron, suspendidas.
Te lo haces encima sólo de pensar en ir a ver a los padres de la chica y darles la noticia. Por eso buscas excusas y cuentas mentiras. A ti mismo, algo que, como decíamos, no está bien.
¿No es tu responsabilidad hablar con los padres de la chica? ¿Y de quién es, si no?
De nadie más. Fin del discurso.
Dejé de pensar y empecé a actuar como en trance, con una extraña seguridad. Llamé a Fornelli, le conté lo indispensable y le dije que me pasaría a buscarlo por su bufete para ir juntos a casa de los padres de Manuela. Quizá le hubiera gustado decirme algo o hacerme alguna objeción, pero no le di tiempo. Colgué el teléfono y me puse en marcha por enésima vez. Lo peor de aquella historia estaba todavía por llegar.
Cuando llegamos a su casa los Ferraro nos estaban ya esperando. Fornelli les había avisado y al mirarles a la cara supe que habían comprendido.
Por tercera vez en menos de dos horas conté todo lo que había descubierto y qué le había ocurrido a Manuela.
Conté casi todo.
Algunas partes de la historia me las guardé para mí. No dije que Manuela había sido una especie de traficante de coca, tampoco conté la forma en la que los novios se habían deshecho del cadáver. Pensé que tenía derecho a ahorrarles, al menos, ese sufrimiento. Lógicamente, antes o después iban a enterarse de todo, hasta el último y despiadado detalle. Pero no esa tarde y no por mí.
Cuando dije que Manuela estaba muerta, la señora Rosaria se cogió la cabeza con las manos; pensé que iba a soltar un alarido, pero no fue así. Sólo emitió un sollozo sofocado y permaneció en esa postura durante mucho rato, con la cabeza entre las manos y la boca entreabierta, en una imagen congelada de muda, infinita, insoportable tristeza.
Antonio, más conocido como Tonino, estaba sentado un poco más atrás, apoyado sobre una mesa. Él sí se puso a llorar, y luego a sollozar. Y yo estaba allí, mirando, escuchando, haciendo lo único que podía hacer.
No duró mucho rato, por suerte. A los tres cuartos de hora de haber entrado en la casa de los Ferraro ya estaba de nuevo en mi coche. Dejé a Fornelli después de haber padecido, con absoluta impotencia, un largo monólogo acerca de lo listo que yo había sido descubriendo lo que había descubierto y de que en los próximos días tenía que contarle todos los detalles. Y, por supuesto, tenía que encargarme yo de la defensa, por el lado civil, de la familia, dijo mientras nos despedíamos.
Por supuesto que no, respondí. Para eso tendrían que buscarse a otro abogado. Algo en mi tono de voz, o en la expresión de mi cara, o en ambas cosas a la vez, debió disuadirle y no hizo ningún intento para convencerme, ni siquiera me pidió explicaciones.
Entré en casa notando encima, y en mi interior, una sensación de cansancio perfecta y pulsante.
Saludé a Mister Saco y le dije que estaría con él en unos minutos. Fui a mi cuarto y me vendé las manos con todo cuidado antes de ponerme los guantes de boxeo. Hay momentos en los que hay que hacer las cosas como es debido.
Boxeé durante una media hora. Suelto y veloz, como si el cansancio y el resto de las cosas que había en mi interior, peores que el cansancio, se hubiesen transformado en una energía fluida y misteriosa.
Luego fui a darme una larga ducha, con agua caliente y un gel al ámbar que había comprado unos cuantos años atrás y que aún no había ni abierto porque me parecía que debía reservarlo para una ocasión especial. La ocasión especial nunca se había presentado.
Cuando volví al salón, en albornoz, dije en voz alta que no quería estar solo esa noche y que me iba a ver a Nadia y al viejo Baskerville.
—Perdona, Mister Saco, no es que no aprecie tu compañía, todo lo contrario, pero a veces eres demasiado taciturno.
Una vez en la calle me di cuenta de que la ciudad ya estaba en silencio y de que el viento se había calmado, dejando en el aire sólo un ligero aroma a mar. La noche parecía de nuevo un lugar tranquilo y acogedor.
Me subí a la bicicleta y empecé a pedalear rápidamente por la calle desierta.
FIN