26
Al día siguiente me quedé en la cama un poco más de lo habitual; al despertarme, me di cuenta de que el whisky de la noche anterior no se había evaporado del todo de mi cabeza. Para exorcizarlo decidí tomarme un desayuno sanísimo, con yogur, cereales y mi habitual café con leche, largo de café. Rompí el cerco que me asediaba la cabeza con una aspirina, me duché y afeité, me cepillé los dientes con excesiva saña, metí dos o tres cosas en una bolsa de viaje, me despedí de Mister Saco, fingiendo no reparar en su expresión de perplejidad, y me fui a buscar el coche.
Llegué a la cita con unos minutos de retraso y Caterina ya estaba esperándome. Los dos íbamos vestidos de la misma forma. Vaqueros, chaqueta azul y camisa blanca. Nuestras bolsas de viaje también eran parecidas. Se diría que íbamos de uniforme y me pregunté si eso nos haría más visibles, o menos, en el aeropuerto.
—¡Qué pasada de coche! —dijo ella, después de abrocharse el cinturón de seguridad, mientras nos poníamos en marcha hacia el aeropuerto.
—No lo uso apenas, se pasa la vida en el garaje. Prefiero la bici, o ir a pie.
—Qué desperdicio. Entonces, cuando volvamos de Roma me llevas de excursión a algún sitio y me dejas conducir a mí.
—¿A qué hora hemos quedado con Nicoletta?
—Tengo que llamarla en cuanto lleguemos a Roma. Por cierto, ¿tenemos un techo bajo el que pasar la noche?
—He reservado dos habitaciones en un hotel que está cerca de la plaza del Popolo.
—Entonces tendremos que coger un taxi para ir a ver a Nicoletta. Vive por la zona de la vía Ostiense.
Y, luego, tras una breve pausa:
—¿Por qué has reservado dos habitaciones? Podías haber reservado una nada más, y te ahorrabas las pelas. ¿O es que te da miedo quedarte a solas conmigo?
Acabábamos de incorporarnos a la 16 bis y había muchísimo tráfico, pero no conseguí evitar girar la cabeza para mirarla. Ella rompió a reír.
—No pongas esa cara, hombre, estaba de broma.
Intenté dar con la frase adecuada para responderle, pero no la encontré. En vista de eso, me concentré en la conducción. Tenía un gigantesco camión sin remolque justo delante de mí y, apenas inicié las maniobras para adelantarlo, el conductor viró bruscamente para adelantar a otro camión. Frené, tocando frenéticamente el claxon, Caterina dio un grito, comprobé por el espejo retrovisor que no viniese nadie, veloz y distraído, por detrás, evité por milímetros no chocar contra aquel monstruo, y sentí en la espalda, en la cara, en todo el cuerpo, una especie de golpe virtual y aterrador.
Cuando el monstruo regresó al carril derecho y lo adelanté, Caterina bajó la ventanilla y le enseñó el dedo; no dejó de hacerlo hasta que nos alejamos lo bastante como para que, presumiblemente, ya no pudiera vernos. Por regla general, no estoy de acuerdo con estas manifestaciones críticas, sobre todo si el criticado pesa más de cien kilos. Esta vez, sin embargo, la maniobra había sido tan suicida que no tuve ánimos para reprender a Caterina, es más, estuve a punto de solidarizarme con ella.
—¡Qué hijo de puta! Odio esos camiones, son unos asesinos —dijo ella.
Asentí, dejando que mi cuerpo empezase a reabsorber la adrenalina y la noradrenalina. Como suele ocurrirme en estos casos, un pensamiento tan desagradable como idiota se abrió paso en mi cabeza. Si hubiésemos sufrido un accidente y hubiera intervenido la policía, se habría descubierto que yo estaba yéndome de viaje a Roma con una chica de veintitrés años, sin decírselo a nadie, es decir, con intenciones más que equívocas. Si hubiese muerto en el accidente, no podría haberle explicado a nadie los motivos de aquel viaje y, en el recuerdo de la gente, mi final y mi imagen habrían quedado asociados para siempre, indisolublemente, a un patético viaje, con trasfondo sexual, con una joven a la que le llevaba más de veinte años.
Esta reflexión demencial me trajo el recuerdo de algo ocurrido muchos años atrás.
Uno de los amigos con los que quedaba habitualmente en los años ochenta y noventa decidió casarse. Era el primero de nuestro grupo que tomaba esa decisión, y nos pareció buena idea organizarle una despedida de soltero. En aquella época, y dado que se trataba de la primera vez, no sabíamos a qué abismo de dolor y tristeza estábamos dispuestos a asomarnos. Alguno dijo que teníamos que contratar unas putas o, al menos, a unas bailarinas de streap-tease, para que la fiesta de despedida de soltero fuese un éxito rotundo. Todos, o casi todos, estuvieron de acuerdo, pero cuando llegó el momento de pasar a la acción nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros tenía los contactos, la capacidad, e incluso la cara que hacían falta para contratar a unas putas o a unas streappers. Tuvimos una nueva reunión y decidimos plegar velas y conformarnos con ver películas porno, que eran mucho más fáciles de conseguir y no daban lugar a situaciones embarazosas. Cada uno de los organizadores aportó un vídeo y luego, no recuerdo ahora por qué, se me encargó que fuera yo el que transportara a la fiesta aquel cargamento de exquisito material pornográfico.
Mientras iba en el coche, yo solo, de noche, hacia el restaurante de las afueras en el que iba a celebrarse la fiesta, me asaltó de repente la idea de que podía sufrir un accidente, morir y aparecer rodeado de títulos como El coño es cosa de hombres, Los tres días del condón, El glande que surgió del frío, Veinte mil pajas de viaje submarino, El chocho contraataca.
Soy consciente de que voy a parecer un perfecto desequilibrado, pero tuve el impulso, que dominé a duras penas, de tirar toda la mercancía para no correr ese riesgo. Me imaginaba a mis padres enterándose, de un solo golpe, de que su hijo había muerto y de que en vida había sido un pervertido profesional. Me imaginaba a mi novia —que más tarde se convirtió en mi mujer y, más tarde aún, en mi ex mujer— descubriendo, en unos segundos trágicos, que había alimentado delicados sentimientos hacia un pornógrafo compulsivo. Yo deseaba pedirles perdón a todos, pero estaba muerto, no podía hacerlo, así que me veía condenado a observar todo ese sufrimiento desde el purgatorio —que era sin duda mi destino—, sin poder hacer nada para aliviarlo.
Lo juro, pensé todas esas gilipolleces seguidas y, aunque no me deshice de la mercancía porno, sí que hice el resto del viaje conduciendo con el ímpetu deportivo de una monja de ochenta años.
Llegamos al aeropuerto, sacamos las tarjetas de embarque, pasamos los controles de seguridad y nos encontramos en la amplia zona de espera. No había ningún sitio en el que esconderse y yo empecé a mirar alrededor, buscando a alguien conocido, a ser posible entre los círculos judiciales, al que se le pudiese quedar grabado que me había visto en compañía de una jovencita y que me convirtiera en pasto del cotilleo más desaforado.
Pensé que si me iba a dar una vuelta por las tiendas, yo solo, reduciría las posibilidades de riesgo, así que eso hice. Caterina se quedó sentada junto a la puerta de embarque, escuchando música en su i-Pod, con la mirada vagamente perdida en las profundidades de la nada.
Me tomé un café que no me apetecía especialmente, examiné con exagerada atención todos los artículos a la venta en una peletería, me compré un par de periódicos. Luego, por fin, escuché por el altavoz que ya estaban avisando para nuestro vuelo y me puse en marcha sin darme excesiva prisa.
Caterina estaba en el mismo sitio en el que la había dejado; su expresión tampoco había experimentado ningún cambio aparente. Cuando me vio, sin embargo, me sonrió, se quitó los auriculares y me dijo que me sentara a su lado.
—Ya están embarcando —dije, permaneciendo de pie y cogiendo mi bolsa.
—¿Y para qué vamos a hacer cola y estar de pie? Deja que suban todos los demás y entramos los últimos.
No, gracias, mi natural nerviosismo me impide hacer cosas tan claramente racionales. Yo prefiero ponerme en la cola y tirarme de pie un cuarto de hora, dispuesto a interceptar a todo el que intente colarse y a pelearme con él, como si nos fuéramos a quedar sin sitio o el avión pudiese despegar sin nosotros.
No dije nada de eso. Me senté y empecé a hojear uno de los periódicos. Unos cinco minutos después, mientras la cola para embarcar no había avanzado ni un milímetro, Caterina me dio en el hombro, para llamar mi atención.
—¿Te gusta el hip-hop?
Mientras me lo preguntaba se quitó uno de los auriculares y me lo dio, acercando mucho su cabeza a la mía. Yo me lo acerqué al oído y mi mejilla casi rozó la suya. Luego la música hizo como explosión; empleé unos diez segundos en reconocerla.
—Es Mike Patton, «We are not alone», si no me equivoco.
Ella me miró con una expresión de auténtico estupor. Que reconociese ese tipo de música, y más esa canción, no entraba dentro de sus esquemas. Estaba a punto de decirle algo cuando escuché una voz que me llamaba, muy cerca de nosotros.
—¡Abogado Guerrieri!
Levanté la cabeza y vi, justo delante de mí, mejor dicho, justo delante de nosotros, el uniforme de un policía; encima del uniforme estaba la cara de alguien a quien conocía, pero cuyo nombre no recordaba.
Me libré ridículamente del auricular y me levanté para estrechar la mano que el otro me estaba tendiendo.
—¿Va a Roma, abogado? —dijo mirando a Caterina, que se había quedado sentada.
—Sí, parece que ya están embarcando —dije con el tono de voz más desenvuelto de que fui capaz, mientras me preguntaba si debía presentarle a Caterina y, de ser así, cómo podía hacerlo. No conseguí dar con la solución apropiada. ¿Le presento a mi hija? ¿Le presento a mi colaboradora? ¿Le presento a mi último ligue?
—Yo trabajo ahora aquí, en la policía de aduanas, he dejado la policía judicial. Estaba cansado, no es un trabajo en el que uno pueda pasarse toda la vida —dijo el policía, sin dejar de echarle miradas a Caterina que, mientras, seguía escuchando música, ignorándole, ignorándome, e ignorando todo cuanto ocurría a su alrededor.
—Ha hecho bien —respondí, intentando acordarme de cómo se llamaba el policía, pero sin éxito.
—¿Y usted, abogado? ¿Viaja por motivos de trabajo?
Pues sí, y tú ya podías meterte en tus putos asuntos. Vale que nos hemos saludado, vale que hemos intercambiado un par de frases de cortesía, vale que me has puesto al corriente, sin que yo te lo pidiera, de los cambios que ha habido en tu carrera, y vale que estás mirando a Caterina como si te la fueras a tirar aquí mismo, en el aeropuerto, pero ya podías largarte y dejar de tocar los cojones, ¿no?
No dije eso. Le contesté que sí, que iba a Roma por motivos de trabajo y que ahora, si me disculpaba, tenía que ponerme en la cola, el vuelo iba lleno y me iba a quedar sin sitio para colocar el equipaje, en cualquier caso, encantado de haberle saludado, que tuviera un buen servicio, y buena suerte. Luego me di la vuelta y me incorporé a la cola. Sin prisas, sonriendo, Caterina se reunió conmigo.