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Llegado a este punto, me planteé cómo pedirle a Fornelli una foto de Cantalupi, y el asunto me pareció absurdamente difícil.

Apenas se lo pidiera, él, justamente, me preguntaría que para qué. No tenía ganas de responder a esa pregunta y de explicarle qué estaba haciendo. No de momento, al menos. Quizá me intimidaba decirle que me había puesto a hurgar en el ambiente de los traficantes, en el que evidentemente contaba con buenos contactos. Quizá no quería que mis veleidades de investigador se concretaran difamando objetivamente a alguien —Cantalupi— que lo mismo no tenía nada que ver ni con la desaparición de Manuela ni con el tráfico de drogas. Quizá me producía malestar la idea de que acudiese a los padres de Manuela y, para justificar la petición, les dijese que había buenas noticias y que el sabueso de Guerrieri estaba en la pista correcta, dándoles falsas esperanzas. O quizá, más sencillo, no quería que Quintavalle, al ver la foto, me dijese que no conocía de nada a ese tipo, acabando de golpe con mi brillante pista.

En vista de eso, me limité, simplemente, a dejar que pasara todo el fin de semana sin hacer la llamada.

El lunes siguiente fui al bufete después de una audiencia que se había alargado mucho. Era ya demasiado tarde como para ir a comer, pero también era demasiado pronto como para acudir a la primera cita. Así pues, me tomé un capuchino en la librería Feltrinelli y me compré un libro. Se titulaba Los misterios de Bari y la contraportada prometía el relato de algunas de las leyendas ciudadanas más impresionantes de Bari, con la reseña de los inquietantes hechos históricos que las habían originado.

Al salir de la librería, con la idea de estar todavía otra media hora a mis anchas, vi llegar al señor Ferraro, el padre de Manuela.

Caminaba con paso decidido, la vista al frente, justo en dirección hacia mí, y durante unos segundos pensé que estaba allí porque iba a verme y decirme algo. Preparé la cara para una expresión de saludo y los músculos del brazo para extenderle la mano y estrechar la suya.

Ferraro, sin embargo, me atravesó, literalmente, con la mirada, y pasó de largo. Sin verme, y su expresión, en apariencia vigilante pero, en realidad, abstraída y ausente, me produjo un escalofrío.

Me di la vuelta, lo miré durante unos segundos y luego, casi sin querer, empecé a seguirlo.

Al principio, actué con cautela, pero luego me di cuenta de que no hacía ninguna falta. Ferraro no miraba a su alrededor, mucho menos hacia atrás. Caminaba a buen ritmo, y la mirada con la que me había atravesado estaba dirigida sólo hacia delante, hacia el vacío. O hacia algún lugar peor que el vacío.

Llegamos a la calle Sparano y él giró hacia la estación.

Ni siquiera me pregunté qué estaba haciendo y por qué. Era presa de un instinto febril que me empujaba a seguirle, sin pensar.

Cuando me convencí de que no había reparado en mí ni siquiera si me plantaba delante de él, bloqueándole el paso —se habría limitado a evitarme y continuar su camino—, me volví más audaz y me acerqué mucho más a él, empecé a caminar casi a su lado, a no más de un par de metros de distancia.

Si alguien hubiese observado la escena desde lejos habría podido pensar, incluso, que íbamos juntos.

Mientras caminábamos me ocurrió algo singular. Me pareció percibir toda la escena —incluido yo mismo— desde un punto de vista distinto al mío. Una especie de visión disociada, como si me encontrase en un balcón, en un primer o segundo piso, situado a nuestras espaldas.

Lo que observé no me gustó. Hay algunas fotos, tratadas por ordenador, en las que todo está en blanco y negro y en el medio hay una mancha de color: un objeto, un detalle, una persona. La escena que estaba observando estaba tratada al revés. Toda ella estaba en color, era normal, pero en el centro había un ente en blanco y negro, casi fluorescente, y tristísimo. Ese ente era el padre de Manuela.

Sólo duró unos segundos, pero me heló el corazón como en una pesadilla.

Llegamos a los jardines de la plaza Umberto, dejamos atrás el Ateneo, alcanzamos la plaza Moro. Al llegar allí, se detuvo unos instantes frente a la fuente, en dirección contraria al viento, y me pareció que quería, deliberadamente, dejarse golpear por las salpicaduras del agua. Luego dejó atrás también la fuente, entró en la estación, se dirigió resueltamente al paso subterráneo, bajó, evitó a un mendigo, y subió al andén 5.

En el andén había gente aguardando el tren. Miré los paneles que indicaban qué tren estaba llegando y supe lo que ya había intuido.

Ferraro se sentó en un banco y encendió un cigarro. Sentí el impulso de acercarme a él y pedirle otro para fumar juntos. Tenía un paquete de Camel y me habría fumado con auténtico gusto un hermoso Camel para quemar, junto al tabaco y el papel, esa tristeza viscosa y desgarrada que me había infectado como si fuera una enfermedad.

Luego pensé que no debía estar allí: espiar a alguien, en términos generales, no es bonito. Espiar los recovecos de los demás, como el dolor que vuelve loco, es algo feo y peligroso. El dolor puede ser contagioso, lo sabía. Pese a todo, no me fui. Permanecí allí, con mi traje gris y mi cartera de abogado, y aguardé a que el tren procedente de Lecce, Brindisi, Ostuni, Monopoli llegara a la estación. Aguardé a que el señor Ferraro recorriese el andén mirando, uno por uno, a todos los viajeros que salían de los vagones. Aguardé a que las puertas se volvieran a cerrar y a que el tren se volviese a poner en marcha, y tuve que vencer la tentación de continuar siguiéndole, cuando él se enfiló de nuevo en la línea de sombra de las escaleras y del paso subterráneo para desaparecer.

Cuando estuve de nuevo en la plaza de la estación, reencendí el móvil. Lo había apagado en el juzgado y luego se me había olvidado encenderlo. Un mecanismo inconsciente de autodefensa, supongo.

Tenía muchas llamadas perdidas y bastantes mensajes. Uno de ellos decía lo siguiente:

«Su tel siempre apagado hablé con nicoletta llámeme y le cuento besos caterina».