29

A los cinco minutos prometidos bajé al hall. Caterina estaba hablando por el móvil y colgó mientras me dirigía a su encuentro.

—Acabo de hablar con Nicoletta. Nos espera en su casa. Dice que ha anulado todos los compromisos que tenía para esta tarde, así que podemos ir cuando queramos.

—¿Dices que vive por la vía Ostiense?

—Sí, justo al lado de la Pirámide. Si te parece, comemos algo, cogemos un taxi y vamos a verla. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Para comer, eliges tú el sitio. Para la cena, elijo yo. ¿Te parece bien?

Me parecía bien, así que fuimos a un restaurante que conocía, cerca del Supremo. Los dos estuvimos de acuerdo en que nos podíamos conceder el tomarnos un vaso de vino, aunque esa tarde tuviéramos que trabajar. Luego convinimos también en que tomarnos un solo vaso de vino era un poco triste, así que decidimos pedir una botella entera, total, no era obligatorio acabárnosla. El restaurante estaba bastante lleno, nadie se fijaba en nosotros, nos bebimos entera la botella y yo empecé a relajarme.

—A veces soy un poco gansa, lo sé. Lo hago sin darme cuenta y luego me pregunto si no habré dicho alguna inconveniencia.

Me miró, aguardando un comentario por mi parte, y tuve la nítida sensación de que incluso aquella leve crítica hacia sí misma formaba parte de un juego de seducción que tenía perfectamente controlado.

No respondí, por lo que ella debió pensar que tenía que cambiar de táctica, y me pasó el dedo por el dorso de la mano, que yo tenía apoyada sobre la mesa. Cometería una incorrección afirmando que la cosa me dejó perfectamente indiferente.

—Pero en parte es por culpa tuya.

Piqué el anzuelo.

—¿Por culpa mía? ¿Por qué?

—Todos los hombres que conozco me han intentado tirar los tejos. Tú, en cambio, pareces tan indiferente... Es algo que me fastidia.

—Me alegro de que hayas sacado este tema a relucir: me das la oportunidad de explicarme —dije en un tono de gravedad totalmente ridículo.

—Sí, explícamelo —dijo ella, sonriendo y sin dejar de acariciarme el dorso de la mano, que yo no tenía fuerzas para apartar.

—Tú eres una chica guapísima, pero por una serie de motivos yo no puedo ni plantearme..., cómo te diría...

—Dilo con tus palabras.

—Vamos, que no puedo ni siquiera considerar la idea de cortejarte, mucho menos contemplar la perspectiva de que entre nosotros pueda ocurrir algo.

¿Considerar la idea de cortejarte? ¿Contemplar la perspectiva de que entre nosotros pueda ocurrir algo?

Guerrieri, ¿cómo coño estás hablando? ¿La próxima vez que salgas con una mujer le vas a preguntar si se siente proclive a tomar en consideración la posibilidad de instaurar entre nosotros una relación que incluya la eventualidad de practicar entretenimientos sexuales? Así, con estas palabras, que quede claro, y haciendo salvedad del derecho potestativo a anular el contrato.

—¿Por qué?

—Para empezar porque esto, para mí, es un asunto de trabajo y nunca hay que mezclar el trabajo con la vida privada.

Bien dicho, Guerrieri, una gran verdad. Qué pena que, en un pasado no tan lejano, te hayas atenido a esta regla de forma, cómo decirlo, más que flexible.

—¿Y luego?

—Luego está el hecho de que, aunque no estuviese el trabajo entre medias, tú tienes veinte años menos que yo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues quiere decir que no está bien. Quiere decir que cuando existe una diferencia tan grande de edad y de experiencias se corre el riesgo de que uno de los dos resulte herido.

—¿Quieres decir que existe el riesgo de que yo resulte herida?

—Cabe la posibilidad.

—Eres un pedazo de vanidoso, aunque lo ocultes bien. ¿Y si fueras tú el que resultara herido?

—Es otra posibilidad muy poco deseable. En cualquier caso, se mire desde donde se mire, hay motivos de sobra para que nos olvidemos del tema. Y, ahora, yo diría que va siendo hora de que nos vayamos.

Me pareció que había salido dignamente del asunto, pero ella, al levantarse, me sacó la lengua y yo tuve de nuevo la ambigua sensación de que formaba parte de un juego que escapaba a mi control.

Nicoletta tardó casi un minuto en llegar para abrirnos la puerta.

Era una joven alta y delgada, de tez pálida, guapa pero de una belleza desvaída. La típica mujer que mejora mucho con la ropa y el maquillaje adecuados. No tenía una expresión simpática ni tampoco excesivamente inteligente. Caterina la abrazó, permaneció un buen rato estrechándola contra sí, y luego hizo las presentaciones. Nicoletta daba la mano lánguidamente, y la casa, en la que no parecía que viviera nadie más, olía a naftalina.

Atravesamos un pasillo poco luminoso y llegamos a la cocina, donde nos sentamos alrededor de una mesa de formica. Había algo impersonal y un poco rancio en aquella casa. Y había algo desagradable en su inquilina, aunque era difícil descifrar el qué. Pensé que, como buen investigador, debería pedir que me enseñara la habitación de Manuela, aunque lo más probable era que ya se hubieran llevado todas sus cosas y que ahora la ocupase otra inquilina.

—¿Queréis un café? —dijo Nicoletta, con el tono de quien se ve casi obligado a garantizar el mínimo de hospitalidad exigido por el sindicato. Dijimos que sí, y al poco nos lo sirvió en unas tacitas viejas y desconchadas, parecidas a las de los bares. Caterina, después de tomarse el café, se encendió un cigarro, dejando la pitillera sobre la mesa. Nicoletta cogió también un pitillo y lo encendió con un gesto muy femenino, a tono con la manera con la que estrechaba —es una forma de hablar— la mano.

—Nico, el abogado Guerrieri te va a hacer ahora unas preguntas. Tú contéstale con toda tranquilidad. No tendrás ningún tipo de problema. Al abogado Guerrieri, como ya te dije, lo han contratado los padres de Manuela para que compruebe que a los carabinieri y a la fiscalía no se les ha escapado nada. Como es lógico, ha hablado conmigo y ahora va a hacerlo contigo, igual que con todas las personas cercanas a Manu. Pero, te repito, no tienes de qué preocuparte.

Caterina había adoptado la postura y hasta el tono de un policía cuando le toma declaración a un testigo. El hecho me produjo una cierta impresión.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Nicoletta con una expresión poco entusiasta. Era mi turno.

—Ante todo, gracias por haber aceptado el hablar conmigo. Espero no hacerle perder mucho tiempo.

Ella asintió, sin que quedase muy claro si se trataba de un gesto de mera cortesía o si quería confirmar que lo de no hacerle perder mucho tiempo era una buena idea. Le hice, más o menos, las mismas preguntas que le había hecho a Caterina y ella me contestó, más o menos, de la misma forma. Luego llegamos al quid de la cuestión.

—Ahora, Nicoletta, si no le importa, me gustaría que me hablara un poco del ex novio de Manuela, de Michele Cantalupi.

—¿Qué quiere saber de él?

Me pregunté si sería conveniente dar algún rodeo, acercarme poco a poco a lo que me interesaba. Me respondí que no existía razón alguna para hacerlo.

—Todo lo que usted pueda decirme de su relación con las drogas. Antes de que empiece, le recuerdo que esta conversación es absolutamente confidencial y que no referiré a nadie (y menos a la policía) lo que usted me cuente. Lo único que me interesa es saber si Michele Cantalupi ha tenido algo que ver, directa o indirectamente, con la desaparición de Manuela, y cómo.

—No tengo ni idea de si Michele tiene algo que ver con la desaparición de Manuela.

—Hábleme de la cocaína.

Nicoletta vaciló, luego miró a Caterina que le hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Suspiró, y me contestó.

—Ante todo, lo único que sé es de la época en la que Michele y Manuela estaban juntos.

—¿Quiere decir: lo único que sabe sobre la cocaína?

—Sí.

—Cuénteme.

—Él siempre tenía coca.

—¿Mucha?

—Nunca vi cuánta cantidad, pero siempre llevaba.

Hubo algo en su forma de responder a esa pregunta que me indicó que no estaba contándome la verdad. Estuve seguro de que Nicoletta había visto la cocaína y había visto que no era una cantidad escasa.

—¿Traía coca también aquí, a su casa?

Vaciló de nuevo, y luego asintió con la cabeza.

—¿Manuela consumía?

—Creo que sí...

—¿Sólo lo cree?

—Alguna vez esnifaba.

—¿También aquí?

—Un par de veces.

—¿Con Michele?

—Sí.

Por la forma en la que estaba contestando, por la tensión, que notaba cómo iba en aumento, pensé que era conveniente cambiar de tema durante unos minutos.

—Cuando se acabó la historia con Michele, Manuela tuvo un novio aquí, en Roma, ¿no es así?

Esa pregunta la relajó visiblemente.

—Salió algunas semanas con un tío, pero fue un rollete sin importancia.

—¿Conoció a ese joven?

—Sólo lo vi una vez. Vino a cenar una noche.

—¿Hasta cuándo estuvieron saliendo juntos?

—Lo dejaron antes del verano. A Manuela, en realidad, no le gustaba. Salía con él porque se aburría, para pasar el rato.

—¿La ruptura tuvo consecuencias?

—¿En qué sentido?

—¿Lo dejaron amistosamente o hubo problemas, como con Michele?

—Es que ni siquiera eran novios, novios. Quedaron unas cuantas veces, y ya está. Fue un rollo sin importancia, creo que a las pocas semanas ella le dijo que no le apetecía seguir con la historia y, bueno, la cosa acabó ahí, sin problemas.

—Cuando Caterina y usted hablaron por teléfono barajaron la posibilidad de que Michele tuviese algo que ver con la desaparición de Manuela, ¿es así?

Nicoletta miró a Caterina que volvió a asentir, dándole permiso para contestar.

—Sí, pero fue algo que dijimos, no sé, por decir algo... Michele es un tío muy violento, su historia acabó muy mal...

—¿Michele trafica con droga, además de consumirla?

—No lo sé, lo juro.

Tuve una idea inesperada.

—¿Manuela tenía cocaína, al margen de Cantalupi? ¿Trajo aquí drogas, incluso cuando él no estaba en Roma?

Caterina cambió de postura y por el rabillo del ojo vi que no parecía sentirse tan cómoda como lo había estado hasta ahora. El rostro de Nicoletta expresaba con toda claridad lo que pensaba: ya sabía ella que no tenía que haber aceptado hablar conmigo. Había sido un error del que se estaba arrepintiendo.

—Repito: ¿Manuela manejaba cocaína, al margen de Cantalupi? Esta información podría ser decisiva.

Silencio, una vez más.

—La traía aquí y alguna vez la probaron juntas, ¿verdad?

Por fin respondió, después de dudarlo mucho rato.

—Algunas veces —dijo con un hilo de voz.

—¿También después de que Manuela cortara con Cantalupi?

—Sí.

—O sea, que Manuela sabía cómo y dónde conseguir cocaína, al margen de Cantalupi. ¿La conseguía en Roma o en Bari?

—No sé dónde ni cómo la conseguía, lo juro.

Empezaba a ponerme nervioso. Si lo que me estaba contando ahora —más lo que todavía no me había contado— le hubiese sido referido a los carabinieri, la investigación, quizá, habría tenido un desarrollo distinto. La idea no me gustó en absoluto.

—Juro que no tengo ni idea de dónde la sacaba —repitió ella.

—Y a los carabinieri no les ha dicho nada de todo esto. ¿No se da cuenta de que esta información podría haber sido de mucha ayuda en la investigación? Podría haber sido hasta decisiva.

—No sé quién se la proporcionaba. Aunque se lo hubiese contado a los carabinieri no hubiera servido de nada.

Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir mi creciente irritación, tenía realmente unas ganas inmensas de decirle que era una idiota. De saber que Manuela estaba implicada en un asunto de drogas los carabinieri habrían orientado las investigaciones en ese sentido. Probablemente, no habría cambiado nada, pero sí habría existido, al menos, una posibilidad de descubrir qué había ocurrido.

—No ha dicho nada porque no quería revelar que usted también ha consumido cocaína. No quería que se enterasen sus padres, ¿verdad?

Dijo que sí con la cabeza y yo me dije que, pensándolo bien, la estupidez no pintaba nada en su forma de actuar. Nicoletta era una niñata cobarde, una egoísta que no le había dicho nada a los carabinieri porque no quería líos. Que su amiga, su compañera de piso, de estudios, de mil cosas hubiese desaparecido en la nada era menos importante, para ella, que evitarse correr el riesgo de tener que justificarse ante sus padres por haber esnifado alguna —¿alguna?— raya de coca.

—Necesito saber una cosa, Nicoletta, y le ruego que me diga la verdad, sin reticencias. Necesito saber si, después de romper con Michele, Manuela se proveía de coca en los mismos ambientes. Quiero decir: en los mismos ambientes que Michele.

—Le juro que no sé cómo ni dónde la conseguía. Una vez se lo pregunté y me dijo que me metiera en mis asuntos.

—¿Cómo se lo dijo?

—Bruscamente. Como diciéndome «no quieras saber de estas cosas; no son asunto tuyo y son peligrosas».

—¿Eso fue lo que le dijo, más o menos, o lo que usted creyó entender?

—No recuerdo sus palabras exactas, pero el sentido era ése.

Siguieron algunos minutos de silencio. Caterina se encendió otro cigarro. Nicoletta se pasaba la mano por la cara y daba grandes suspiros. Por un instante me pareció que estaba a punto de echarse a llorar, pero no lo hizo. Yo pensaba en si podía sacar algo más de aquella conversación. No se me ocurrió nada, así que pregunté si podía ver la habitación de Manuela.

—Ya no hay nada suyo —dijo Nicoletta.

—Ahora la ocupa otra chica, ¿no?

—No, la dueña no ha encontrado a otra inquilina, así que ahora vivo aquí yo sola.

—Entonces puedo echar un vistazo.

Nicoletta se encogió de hombros y se levantó sin decir nada. La habitación de Manuela daba al medio del pasillo y, me fijé, la puerta estaba cerrada con llave. Al entrar noté que el corazón se me aceleraba, como si en aquella habitación se ocultase alguna información decisiva y yo estuviese a punto de descubrirla.

No fue así. Era como había dicho Nicoletta: en la habitación no había nada que recordase a Manuela. Había una cama; había una mesa de escritorio con los cajones vacíos y había un armario, también vacío. En las paredes colgaban algunas pequeñas acuarelas, bastante cursis, que debían formar parte de la decoración original de la habitación y de la casa.

—¿Y las cosas de Manuela?

—Los carabinieri vinieron a registrar la habitación y luego, algunas semanas después, la madre de Manuela se lo llevó todo.

Pensé que, técnicamente, los carabinieri no habían efectuado registro alguno porque no constaba en el dosier. Habrían ido allí y, como suele ocurrir en estos casos, habrían echado un vistazo y, al no ver nada de interés, se habrían ido.

—¿Por qué vaciaron tan pronto la habitación los padres de Manuela?

—La dueña les preguntó si querían mantener el alquiler y ellos, lógicamente, no quisieron. Así que vino la madre de Manuela, con una tía, o puede que con una amiga, y se lo llevaron todo.

Cuando Nicoletta dejó de hablar, me acerqué a la ventana y vi que daba a un patio sucio y gris. Entrecerré los ojos e intenté sentir la presencia de la joven desaparecida, su voz, acaso un mensaje suyo, en aquella habitación algo triste, amueblada al estilo de los años sesenta.

Afortunadamente, esta tontería me duró sólo unos segundos y Caterina y Nicoletta no se dieron cuenta de nada. ¿Se te está licuando el cerebro, Guerrieri? ¿Quién te crees que eres, Dylan Dog, el investigador de lo oculto? me dije en voz alta pero para mis adentros, mientras salía de la habitación a disgusto conmigo mismo.

Diez minutos después Caterina y yo estábamos en la calle; comenzaba a oscurecer.