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La sensación de desorientación no mejoró aquella tarde, en el bufete. Apagué el móvil, dije que no me pasaran llamadas y empecé a despachar todo el papeleo que se había acumulado en los dos días de ausencia, pero no conseguía concentrarme en lo que estaba haciendo. Igual que me ocurre a veces en las noches de insomnio, me parecía escuchar un ligero rumor —un crujido, un goteo— cuya causa no lograba identificar.
Cuando por fin pude hacer una pausa, decidí poner por escrito, para aclararme, cuanto había descubierto hasta ahora, en vista de que no era capaz de aclararme sobre los rumores metafóricos que sentía en mi interior.
Cogí un cuaderno para tomar apuntes y empecé a escribir.
«1) Probablemente, Manuela llegó a Bari y no viajó luego a Roma. Pero no podemos afirmarlo con seguridad. Existe la remota posibilidad de que fuese luego a Roma, pero no contamos con ningún dato que lo confirme.
»¿Qué hacer para profundizar en esta hipótesis?
»2) Manuela consume cocaína habitualmente. Con toda probabilidad fue Michele el que la inició en el consumo pero, después de romper con él, ella siguió consumiendo. Sabía cómo conseguirla fácilmente. Estaba en contacto con ambientes que su amiga Nicoletta, tras responder a una serie de preguntas, ha definido como "peligrosos"».
Antes de escribir la frase siguiente me demoré un buen rato.
«¿Cabe la posibilidad de que Manuela traficase?
»¿Qué hacer para profundizar en esta hipótesis?
»3) Michele tiene un carácter violento, es un imbécil y, muy probablemente, un camello.
»Es necesario conseguir cuanto antes una foto suya y enseñársela al amigo de Quintavalle.
»Michele sería el sospechoso ideal (Nicoletta y Caterina pensaron enseguida en él cuando se enteraron de que Manuela había desaparecido), pero estaba en el extranjero el día de la desaparición de Manuela.
»¿Estaba de verdad en el extranjero? Probablemente sí, pero, ¿qué hacer para comprobar esta hipótesis excluyendo toda duda?
»¿Identificar a los amigos con los que estuvo de viaje?
»¿Cómo hacerlo?».
Hubiese sido mejor no haber descubierto nada, me dije. Si no hubiese descubierto nada ahora estaría más tranquilo. Tal y como había previsto: hacer de detective no era mi trabajo. Les devolvería el dinero a los Ferraro, les diría que lo sentía mucho pero que no había nada que hacer —nada, al menos, que pudiese hacer yo— y me retiraría de esa historia.
Pero había descubierto cosas, y había otras que creía intuir, aunque aún no consiguiera darles forma. Por lo tanto, estaba metido en aquella historia hasta el cuello.
Llevaba ya como una media hora dándole vueltas a esa idea en la cabeza cuando Pascuale entró en mi despacho.
—Abogado, hay una señorita que quiere hablar con usted. Ha llamado varias veces, pero usted ha dicho que no le pasásemos llamadas. Ahora está aquí. ¿Qué debo hacer?
Caterina, pensé. Y me sentí en una situación muy embarazosa imaginándomela allí, en el bufete, después de lo que había pasado. Me pareció una intrusión —otra más— que no sabía cómo manejar.
—Es la señorita Salvemini, por el asunto Ferraro.
¿Salvemini? Es decir, Anita. ¿Qué querría Anita?
—Está bien, Pasquale, hágala pasar, gracias.
Anita iba vestida exactamente igual que la otra vez, se diría que aquella ropa era una especie de uniforme para ella.
—He intentado llamarle al móvil, como usted me dijo, pero lo tenía siempre apagado.
—Ah, sí, lo apagué porque esta tarde estaba hasta arriba de trabajo.
—Quizá le he interrumpido. Hay una cosa que quería decirle, algo que he recordado. Probablemente es una bobada, pero usted me dijo que le llamara para contarle cualquier cosa que se me ocurriese.
—No me ha molestado en absoluto. Y ha hecho muy bien en venir, gracias, no sabe cuánto se lo agradezco. ¿Qué es lo que ha recordado?
—Manuela tenía dos teléfonos.
—¿Perdone?
—Me he acordado de que Manuela tenía dos móviles, no uno solo.
—Dos móviles.
Intenté hacer una primera valoración de aquella noticia y me di cuenta enseguida de que podía ser algo muy importante. Los listados contenidos en el dosier de la fiscalía eran los relativos a un único número.
—¿Cómo se ha acordado de ese detalle?
—Le conté que durante el trayecto de los trulli a Ostuni Manuela estaba todo el rato con el móvil y que, en un momento dado, recibió un mensaje.
—Sí, claro, lo recuerdo bien.
—Cuando recibió el mensaje tenía el móvil en la mano, pero buscó en la bolsa y sacó otro. He recordado la escena con toda claridad porque esta mañana he oído un móvil que tenía un sonido de aviso idéntico al de Manuela, al que oí aquella tarde en el coche.
—¿Qué sonido?
—Era extraño. Como el que hace un pequeño objeto de cristal (una bombilla o una botellita) cuando se rompe. No lo recordaba y sólo me ha venido a la cabeza cuando lo he oído de nuevo. Ha sido como si ese sonido me hubiese permitido recuperar el resto del recuerdo.
Dijo las últimas palabras casi en un tono de disculpa. Porque estaba suministrando una información irrelevante o porque, por el contrario, estaba suministrando demasiado tarde una muy importante.
—¿Podría describir los dos móviles?
—No, eso no. Estaba conduciendo. Lo que puedo decirle con seguridad es que ella estaba jugueteando con uno, que luego se escuchó ese ruido como de un cristal al romperse y que ella sacó otro de la bolsa. Por el rabillo del ojo vi que en esos momentos tenía dos teléfonos en la mano. Pero no puedo decirle qué tipo de teléfonos eran.
Yo estaba pensando frenéticamente, sin conseguir darle una dirección a mis pensamientos. Me di cuenta de que llevaba ya un cierto rato delante de aquella chica sin decirle nada y que, quizá, no tenía una expresión normal.
—¿Hay algo más que pueda decirme?
—No, creo que no.
—Gracias, Anita, le estoy realmente agradecido.
—¿Cree que esta información le resultará útil?
—Sí, estoy seguro.
La acompañé hasta la puerta del bufete. Le estreché la mano calurosamente y me despedí de ella, intentando controlar la excitación que empezaba a dominarme.
¿Por qué no me había hablado nadie de ese otro teléfono?
No, pregunta mal planteada. No había hecho ninguna pregunta específica sobre un eventual segundo teléfono, por lo que era relativamente normal que nadie me hubiera hablado de ello. El verdadero problema era otro: ¿por qué los carabinieri y la fiscalía no habían sabido nada de eso y, por lo tanto, no se habían hecho con los listados de ese segundo teléfono?
Segunda pregunta, más importante y más urgente. ¿Qué hacía ahora con esta información?
Lo más natural, y lo más correcto, era llamar inmediatamente a Navarra y darle la información. Lógicamente, eso me dejaría al margen de todas las investigaciones que se desarrollasen ulteriormente. Entonces me dije que, por supuesto, debía pasarle la información a los carabinieri, pero que antes también podía ahondar yo un poco en el asunto. Una idea estúpida. Los carabinieri podían descubrir rápidamente si Manuela era titular de otra línea, mediante una simple llamada al banco de datos de las compañías. Yo no. Pero sentía que la investigación era mía y no quería dejársela a otros, y menos ahora, cuando por fin estaba saliendo algo en claro.
Lo primero que tenía que hacer era llamar a Caterina para preguntarle si sabía de la existencia del segundo móvil de Manuela. La llamé varias veces, pero su teléfono no estaba operativo. Durante unos instantes pensé en buscar en la guía el número del fijo —tenía su dirección— y llamarla a su casa, pero descarté la idea casi en el acto al pensar que pudieran contestarme su madre o su padre.
Entonces se me ocurrió llamar a la madre de Manuela. Directamente, sin pasar por Fornelli, porque me estaba atrapando una especie de frenesí y sentía la urgencia de actuar lo más rápidamente posible.
En el dosier estaba anotado su número de móvil —el del padre no, como es lógico— y la llamé enseguida, sin pensármelo mucho. Respondió al cabo de muchos timbrazos, cuando ya estaba a punto de colgar.
—Buenas tardes, señora, soy el abogado Guerrieri.
Hubo unos instantes de duda, de silencio. Luego cayó en la cuenta de quién era yo.
—¡Abogado, buenas tardes!
Durante unos segundos estuve a punto de preguntarle qué tal estaba.
—Perdone si la molesto, es para pedirle una información.
— ¿Sí?
El tono de su voz se había cargado de esperanza y ansiedad al mismo tiempo. Me pregunté si había sido una buena idea llamarla.
—Quería preguntarle si Manuela tenía más de un teléfono móvil.
Se produjo una larga pausa. Tan larga que tuve que preguntarle si seguía al teléfono.
—Sí, perdone. Estaba pensando. A Manuela le gustan mucho los móviles, los cambia con frecuencia. Le gusta jugar, ¿sabe?, las fotos, las grabaciones, la música, los juegos...
—¿Pero no sabe si tenía otro número?
—Eso es lo que estaba pensando. Seguramente tenía varios teléfonos y en el pasado ha debido tener también varios números, pero en el momento de la desaparición tenía uno solo. Tenía un solo número desde hace bastante tiempo. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Ha descubierto algo?
No. Decididamente, no había sido una buena idea llamarla. Habría sido mejor esperar a que Caterina estuviese localizable, me dije.
—Se trata sólo de una hipótesis, señora. Sólo de una hipótesis. Y, probablemente, de una hipótesis que no nos lleve a ningún lado. No quiero que usted alimente... —estuve a punto de decir «ilusiones», pero me contuve a tiempo—, no quiero crearle expectativas que podrían fácilmente verse frustradas. En los próximos días voy a hacer unas comprobaciones y luego le haré saber los resultados.
Otra pausa. Larga y angustiosa.
—¿Manuela está viva, abogado?
—No lo sé, señora. Lo lamento, pero no puedo responder a esa pregunta.
Me despedí de ella apresuradamente, como si estuviese huyendo de un lugar peligroso. Cerré los ojos y me pasé los dedos por el pelo. Luego recorrí con ellos mi rostro, sintiendo los párpados, la línea de la nariz, la barba, que estaba ya empezando a salirme, desde por la mañana que me había afeitado, y que hacía como un crujido hirsuto.
Al final volví a abrir los ojos.
Un segundo teléfono. Coño, un segundo teléfono. Podía haber de todo en los listados de ese segundo teléfono. Un segundo teléfono era algo tan banal que nadie había pensado en ello. Era la carta robada de Poe.
Salí del bufete pensando que debería hablar con Tancredi, que él sin duda habría sabido y podido ayudarme, pero que estaba todavía en América.
Me hubiese gustado ir a ver a Nadia, contárselo todo y preguntarle qué pensaba al respecto, pero descarté inmediatamente la idea. No sabía explicármelo bien pero, después de lo que había ocurrido en Roma, la idea de ir a ver a Nadia me resultaba embarazosa, como si la hubiese traicionado de alguna forma.
Absurdo, me dije.
Todo era absurdo.
Volví a llamar a Caterina, pero su teléfono seguía apagado.
En vista de eso, me fui a casa, me puse los guantes y le propiné unos cuantos puñetazos a Mister Saco. En las pausas entre asalto y asalto le hablé, preguntándole su opinión sobre los últimos acontecimientos. Él no estaba muy locuaz esa tarde. Al final, bamboleándose con pereza, sólo me dio a entender que era mejor que comiera algo, me tomara un buen vaso de vino y me fuera a dormir. Quizá, a la mañana siguiente se me ocurriría algo.
Quizá.