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La siguiente era Caterina Pontrandolfi. Si era puntual, llegaría en unos cinco minutos. Con ella debía intentar entender qué tipo de persona era Manuela, me dije. Algo que, naturalmente, sólo tenía sentido si la desaparición de la joven estaba relacionada con su pasado. En caso contrario, es decir, si se debía a un incidente casual, las posibilidades de descubrir algo, al menos para mí, eran totalmente inexistentes.
Mientras me hacía estas reflexiones sonó el teléfono. Respondieron en la secretaría y, apenas unos instantes después, se encendió el botón de las llamadas internas. Era Pasquale.
—Es el abogado Schirani. Quiere hablar con usted.
Schirani es un imbécil peligroso y enterarme de que preguntaba por mí no me produjo precisamente placer.
Alguien ha dicho que los hombres se dividen en categorías, la de los inteligentes o los imbéciles, y la de los perezosos o los emprendedores. Hay imbéciles perezosos, por lo general insignificantes e inofensivos, y hay inteligentes ambiciosos, a los que se les pueden confiar tareas importantes, aunque las mayores empresas, en todos los campos, las realizan casi siempre los perezosos inteligentes. Hay una cosa, sin embargo, que no debe olvidarse jamás: la categoría más peligrosa, de la que pueden esperarse los desastres más graves y contra la que hay que prevenirse con el mayor cuidado, es la de los imbéciles emprendedores.
Schirani pertenece a esta última categoría, mejor dicho, es su abanderado, su perfecto representante, su prototipo ideal. Viste camisas con grandes cuellos y corbatas con nudos hipertróficos. No entiende nada —y cuando digo nada, quiero decir: nada— de Derecho y está convencido de que es un refinado jurista, al que le molesta la compañía de los vulgares abogados. Las pocas veces en las que hemos compartido una defensa —varios imputados en un mismo proceso— ha sido una pesadilla. Ofende gratuitamente a los fiscales, molesta a los jueces, es arrogante con los testigos.
Por si acaso no lo he dejado claro: no le aguanto, y lo último que me apetecía, en esos momentos, era oír el sonido de su voz.
—Pasquale, por favor, dígale que estoy reunido y que le llamaré luego.
—Ya se lo he dicho, pero insiste. Dice que es urgente y que llama de parte de Michele Cantalupi.
—De acuerdo, pásemelo —dije después de haber articulado un silencioso «¡mierda!» con los labios.
—¿Guido?
—Riccardo...
—Guido, ¿qué significa toda esta historia?
—¿A qué historia te refieres?
—Has convocado a uno de mis clientes en tu bufete, sin advertírmelo, sin decirme una sola palabra.
Respiré profundamente, para reprimir el impulso de mandarle a tomar por culo y colgar en el acto.
—Presumo que te refieres a Michele Cantalupi.
—Presumes bien. ¿A santo de qué le has dicho que vaya a tu bufete?
Lo cierto es que me había extrañado un poco que Cantalupi aceptase tan fácilmente venir a hablar conmigo. Evidentemente, después de decirme que sí, debía haberse preguntado si no acababa de hacer una gilipollez y lo había consultado con su abogado. O sea, justo con el soplapollas que tenía al otro lado del teléfono.
—Para empezar, yo no he «convocado» a nadie. La madre de Manuela Ferraro, su ex novia, que, como seguramente sabrás, desapareció hace unos meses, le ha pedido que, por favor, hable dos minutos conmigo. Y que conste, además, y sólo para dejar las cosas claras, que me acabo de enterar ahora de que Cantalupi es tu cliente.
—¿En qué estás pensando?
Ah, en nada. En sustituir el saco de boxeo que tengo en el salón de mi casa y en si a ti te interesaría ocupar su puesto. No es un trabajo tan malo, te pasas todo el día colgado y sin hacer nada, luego llego yo, por la noche, y te machaco a puñetazos. Ésa sería la parte divertida, inflarte a golpes hasta dejarte hecho papilla.
—La familia de la chica me ha pedido que estudie el dosier para comprobar que a los carabinieri no se les haya escapado algún detalle importante. Por eso estoy hablando con algunas de las personas que conocen bien a Manuela: para ver si damos con un hilo del que tirar, una idea que nos permita averiguar qué ha pasado.
—¿Intentando joder a mi cliente?
Respiré de nuevo profundamente. Más rato que la otra vez.
—Escúchame bien. Nadie quiere joder a tu cliente. ¿Cómo, además? Sólo estoy hablando con las personas cercanas a Manuela por encargo de su familia. Estas comprobaciones son su última esperanza. Tu cliente no tiene nada que temer.
—Mi cliente no va a ir a hablar contigo. Se lo he prohibido.
—Escúchame. Necesitamos...
—Si intentas ponerte otra vez en contacto con Cantalupi, al minuto mismo en que lo hagas saldrá desde este bufete una denuncia al colegio de abogados. Espero haberme expresado con claridad.
Y colgó, sin darme tiempo para replicar. Existen pocas cosas más irritantes que el que te cuelgue el teléfono un gilipollas después de amenazarte y sin dejarte la posibilidad de corresponder a su «amabilidad» o, al menos, de insultarle. Durante unos segundos estuve tentado de llamarle, sólo para mandarle a tomar por culo y sentirme mejor. Estaba acariciando aún esa idea cuando me llamó Pasquale y me dijo que había llegado la señorita Pontrandolfi y que si la hacía pasar.
Dije que sí y pensé que la joven había llegado en el momento justo para impedir que yo cometiera una imbecilidad de la que me hubiera ampliamente arrepentido.