19

Al día siguiente le pedí a Maria Teresa que viniera a mi despacho. Para todo lo relativo a clientes y expedientes anteriores a la llegada de Pasquale seguía dirigiéndome a ella. Sabía perfectamente, y en el acto, dónde había que buscar y se acordaba de todos los casos.

—¿Te acuerdas de Quintavalle? Era uno de los de aquel grupo que...

—Claro que me acuerdo de él. No me gusta que aceptemos la defensa de camellos, pero él, por lo menos, es un joven educado y muy simpático.

—Cierto, es simpático. Hace años que no tenemos noticias suyas.

—Eso quiere decir que no le han pillado o que ha dejado de ser un camello. Me gustaría mucho que fuese por lo segundo.

—O, más simple, ha cambiado de abogado.

—Imposible. Aquella vez le salvaste, literalmente, el pellejo. Con los cargos que se le imputaban, conseguir llegar a un pacto...

—¿Recuerdas quién era el fiscal?

—Claro.

—Entonces estarás conmigo en que no tuve mucho mérito. Ese tipo, con tal de evitarse un juicio, vendería a sus padres a un tratante de esclavos. Pero a lo que vamos: ¿está por ahí el número de teléfono de Quintavalle? Tengo que hablar con él.

—Está apuntado en el expediente, seguro. Siempre y cuando no haya cambiado de número.

Maria Teresa sabe cómo funciona el tema con los camellos. Cambian con frecuencia de tarjeta y de móvil, para evitar que intervengan sus líneas, y sus números de teléfono tienen un carácter un tanto volátil. Pero eso ocurre, sobre todo, con el número de los teléfonos que usan para trabajar. Los privados, a veces, tienen un carácter más constante.

Le pedí que mirara en los archivos y, cinco minutos después, tenía sobre mi mesa un papel con el número apuntado.

Quintavalle contestó al segundo timbrazo.

—Buenos días, soy Guido Guerrieri, quisiera...

—¡Buenos días, abogado Guerrieri! Qué alegría. ¿A qué debo el honor? No se me habrá olvidado pagarle la última vez, ¿no?

—Buenos días, Damiano, ¿qué tal te van las cosas?

—En moto, abogado, ¿y a usted?

Odio la expresión en moto, pero en boca de Quintavalle no me molestó.

—En moto a mí también. Necesito preguntarte una cosa, pero tiene que ser en persona. ¿Podrías hacerme el favor de pasarte por mi despacho?

—Por supuesto, faltaría más. ¿Cuándo quiere que vaya?

—Si pudiese ser hoy me haría un gran favor.

—¿A las siete le viene bien?

—Mejor un poco más tarde, así habré acabado ya con todas las citas del día y podremos hablar con calma.

—De acuerdo, a las ocho entonces.

—Gracias. Y... Damiano...

—¿Sí?

—¿Sabes que hemos cambiado de dirección? Ya no estamos donde antes.

—Lo sé, lo sé. Nos vemos allí a las ocho.

Cuando hablo con gente como Damiano Quintavalle —un criminal de profesión, que vive de los beneficios de una actividad ilegal— dudo, todavía más que en ocasiones habituales, de mi capacidad para descifrar el mundo y distinguir entre el así llamado bien del así llamado mal.

En primer lugar, Quintavalle es un joven inteligente, procede de una familia normal, fue a la universidad, aunque no llegara a licenciarse, lee la prensa y hasta algún libro de vez en cuando. Además, como decía Maria Teresa, es simpático. Ocurrente, sin caer nunca en la vulgaridad. Y bien educado. Y amable.

Sin embargo, su trabajo consiste en traficar con cocaína.

Es uno de esos que trabaja él solo o en grupos muy reducidos y que suministra a domicilio, como el cliente al que había defendido, con tan escaso éxito, la semana anterior. Recibe el encargo, por ejemplo, de llevar la mercancía a una fiesta un poco especial, se presenta en la fiesta como un invitado más, entrega el pedido que se ha hecho, coge el dinero (con un notable suplemento sobre el precio de tarifa a cuenta del servicio extra) y se va. O bien hace entregas por toda Italia, a adquisidores adinerados que no quieren ensuciarse las manos con el trato habitual con camellos.

Le han investigado muchas veces, pero él es extraordinariamente cauto, tiene un cuidado extremo con los teléfonos y sólo le han pillado una vez con la mercancía encima. La cantidad era muy pequeña, así que salió del asunto con unas semanas de cárcel y un pacto más que conveniente. Quintavalle tiene una mujer que regenta una perfumería y un hijo que ya va al instituto. El chaval es estupendo, su único defecto es que de mayor quiere ser abogado, y cree que su padre es un hombre de negocios que viaja con frecuencia por temas de trabajo. Algo que, en un cierto sentido, no deja de ser la verdad.

Quintavalle llegó al bufete a las ocho en punto. Me levanté de forma espontánea —reconozco que no lo hago con todos los clientes— para saludarle y estrecharle la mano.

—Buenas tardes, abogado, ¿qué tal está?

—Bien, ¿y tú?

—Bastante bien, aunque no atravieso un momento fácil.

—¿Por qué?

—Ni idea, la verdad. Puede que me esté haciendo viejo, pero tengo la sensación de que me amenaza algo, un peligro inminente.

Ésas fueron sus palabras: peligro inminente. No es una expresión que empleen habitualmente los camellos profesionales.

—Me siento como si en cualquier momento pudiese ocurrirme una desgracia. Que me arresten con pruebas aplastantes de todo lo que he hecho estos años. O que (más probable) uno de los mafiosos que ahora mandan en la ciudad me diga que no puedo seguir trabajando por libre y que tengo que ponerme a sus órdenes.

—¿Mafiosos?

—Sí, usted no defiende a sujetos del crimen organizado y no lo sabe, pero las cosas se están poniendo muy feas. Han aparecido nuevos grupos que quieren el mando de toda la ciudad, se han aliado para controlar todos los barrios, sobre todo las extorsiones, la usura y, por supuesto, el tráfico de drogas. Y si alguien llega y me dice que tengo que ponerme a sus órdenes, bueno, creo que habrá llegado el momento de dejarlo y de buscarme un trabajo honrado.

—No sería mala idea. Puede que no esté pasando nada grave, que sea tu subconsciente el que te está diciendo que harías mejor en dejarlo.

—Ya. Mi mujer me dice también algo parecido. El problema es que con un trabajo normal se gana muy poco, y yo estoy ya muy mal acostumbrado.

—Tenéis la tienda, no os arriesgáis a pasar hambre. Y, además, tu hijo ya se está haciendo un hombre.

—Ya, puede que ése sea el auténtico motivo de todo esto. No me da miedo el trullo, pero me aterra que mi hijo se entere de lo que hago para ganarme la vida. Pero no creo que me haya dicho que venga a verle para hablar de mi futuro. ¿En qué puedo ayudarle?

—A decir verdad, no estoy muy seguro de para qué te necesito. No sé por dónde empezar.

—Inténtelo por el principio.

Era un buen consejo. Lo seguí y le conté toda la historia. Le dije que estaba intentando descubrir qué le había ocurrido a Manuela (de la que él no había ni oído hablar) y que las únicas perspectivas de conseguirlo estaban ligadas a Michele Cantalupi, un consumidor habitual y tirando a consistente de cocaína. ¿Conocía a Cantalupi? ¿Había sido alguna vez cliente suyo o había oído hablar de él por ahí?

—¿Ha dicho Michele Cantalupi?

—Sí. No sé si el dato te será de ayuda, pero parece ser que es un tipo muy guapo.

—Michele. Me suena, pero tampoco es que sea un nombre muy raro. No tendrá una foto, ¿no?

—No, no tengo ninguna. Puedo intentar conseguir una. Pero, fotos aparte, me gustaría que me aclararas una cosa. Si este tipo traficara en ambientes bien, ¿tú lo conocerías?

—No tiene por qué. Obviamente, conozco a un montón de gente, pero la ciudad es muy grande y hay más gente que consume de la que usted se imagina. Hay veces en las que llevo cincuenta gramos a una fiesta y luego me entero de que se los han esnifado todos. En una sola noche, no sé si se hace cargo.

—¿Te molesta si te pregunto algunas cosas sobre cómo funciona el sistema?

—No, claro. Usted es mi abogado y, además, es para algo importante. Pregúnteme todo lo que quiera, sin cortarse.

—¿Cómo es posible que un chico que asiste a estas fiestas pase de ser un simple consumidor a...?

Me di cuenta de que emplear la palabra camello me costaba trabajo, como si me diese miedo ofender a Quintavalle que, de hecho, se dedicaba a ese oficio, definido con una palabra un tanto asquerosa. Él se dio cuenta de lo incómodo que me sentía.

—A convertirse en un camello. No se preocupe, abogado, no crea que me siento ofendido. El asunto sigue un mecanismo bastante típico. Imagine que un grupo de gente quiere comprar una cierta cantidad, para repartirla o para consumirla, todos juntos. Hacen una colecta y luego alguien se encarga de ir a comprarla. Entre otras cosas, la ley dice que comprar para el consumo propio no es delito y..., pero bueno, estas cosas no se las tengo que explicar a usted. Resumiendo, este chico, el que se encarga de comprar para su panda de amigos, se da cuenta en un momento dado de que puede sacarse un dinero. Así que empieza a comprar la farlopa por su cuenta y a revendérsela a los amigos un poco más cara. Luego, se corre la voz: ese chico puede conseguir droga rápidamente, siempre que haga falta puede recurrirse a él. Poco a poco, se va haciendo una clientela, conoce a más de un tío que le suministre, puede que fuera de la ciudad, que siempre es más seguro, y, bueno, así es cómo uno termina haciéndose camello.

—¿Fue lo que te pasó a ti?

—Más o menos. A mí me pasaron también otras cosas, pero no creo que eso le interese ahora.

Asentí, como haciéndome cargo. En realidad, era para darme un respiro, porque después de la conversación estaba exactamente igual que antes. Durante unos segundos me sentí, con una intensidad insoportable, un perfecto e injustificable canalla. Luego, la sensación fue pasando, dejándome sólo una náusea de fondo, leve pero inexorable.

—Está bien, Damiano, gracias. Intento conseguir una foto del tipo este y te llamo.

—Yo, mientras, empiezo a hacer preguntas por ahí.

—Con cuidado, por favor, no corras riesgos.

Quintavalle me sonrió, mientras se ponía de pie para despedirse.

Su sonrisa quería decir que agradecía mi recomendación, pero que era totalmente innecesaria. No correr riesgos formaba parte de su forma de vida y de su trabajo desde hacía muchos años.