23

A la mañana siguiente, al encender el móvil, me encontré el mensaje de Caterina: había hablado con Nicoletta y había quedado con ella al día siguiente, por la tarde. Así pues, no podía sacar billetes para ir y volver en el día y tenía que pensar dónde pasar la noche. Era exactamente lo que me esperaba, pero fingí —ante mí mismo, es decir, ante un público fácilmente engañable— que la noticia y las consecuencias que ésta comportaba me producían un moderado estupor.

Luego anestesié cualquier eventual regreso de consciencia preparándome para salir. A las ocho iba a pasar a recogerme el señor De Santis, mi cliente en el juicio que tenía esa mañana en Lecce.

El señor De Santis era un constructor que, como suele decirse, se había hecho a sí mismo: había empezado de peón albañil, a los catorce años, y, peldaño a peldaño, sin dejar que detalles banales, tipo pagar impuestos, cumplir las normas de seguridad en el trabajo, respetar las leyes urbanísticas, etcétera, obstaculizasen su ascenso social, se había convertido en un hombre muy rico. Era bajo, estaba ligeramente afectado de esoftalmía, tenía los bigotes teñidos de un color negro tan incongruente con su edad como ridículo, una mata de pelo que tenía toda la pinta de ser el resultado de un trasplante, y olía a after-shave de los años cincuenta.

Estaba acusado, según él injustamente, de haber realizado una parcelación fraudulenta en un área protegida, corrompiendo a algunos funcionarios municipales. Su interpretación de la iniciativa judicial por la que estaba encausado era que se trataba de un complot urdido por una banda de jueces comunistas.

Mi interpretación era que él era tan culpable como Al Capone y que si lograba que saliera absuelto (algo bastante improbable, por otro lado), antes o después, tendría que rendir cuentas ante alguna Autoridad Superior.

Había insistido en que fuéramos juntos a Lecce, en su coche, un Lexus de esos que cuestan casi lo mismo que un piso y que son casi igual de grandes, y no tardé mucho en arrepentirme por haberle dicho que sí. De Santis conducía con el mismo estilo, prudente y contenido, con que lo haría un taxista de Bombay; como banda sonora, se escuchaban, exclusivamente, grandes éxitos italianos de los años setenta. La música que emplean los norteamericanos en Guantánamo para conseguir que confiesen los tipos más duros de Al Qaeda.

Nos metimos en la autopista, De Santis alcanzó la velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora y se situó, de forma permanente, en el carril de adelantamiento. Si un coche no se apartaba a la derecha lo bastante rápido, De Santis tocaba un claxon que parecía la sirena de un remolcador y activaba un sistema de luces que recordaba al de las ambulancias de las películas americanas.

Viejo loco, disminuye la velocidad, no tengo interés ninguno en morir joven.

—De Santis, ¿por qué no va usted un poco más despacio? Vamos muy bien de tiempo.

—Me gusta la velocidad, abogado, no tendrá miedo, ¿no? Este cabronazo se pone a doscientos treinta por hora.

Me lo creo. Ve despacio, viejo loco.

—A mí, hay dos cosas que me gustan por encima de todo: esto —dijo, dando un golpecito sobre el volante con la mano— y las mujeres. ¿Cuántos años tiene usted, abogado?

—Cuarenta y cinco.

—¡Qué suerte! Yo, setenta y uno. A su edad, yo escupía fuego.

—Perdone, ¿cómo dice?

—Que era puro fuego con las mujeres, qué iba a querer decir... No perdonaba a ninguna. La asistenta..., me la cepillaba. La secretaria..., me la cepillaba. La mejor amiga de mi mujer..., me la cepillaba. Hasta a una monja, una vez. No tenía..., cómo decirlo..., no tenía compasión, eso es.

Y sigues sin tenerla, me dije, pensando en cómo me estaba tratando y en que iba a tener que estar con él al menos cuatro horas más.

—No es que ahora me haya retirado, sigo corriéndome mis buenas juergas, pero antes...

No se expresó exactamente así. Fue más preciso e indicó el instrumento personal e intransferible con el que aún se corría sus buenas juergas. Asentí, con aire comprensivo y expresión de idiota, mientras reprimía la idea de imaginarme a mí mismo con setenta y un años, los bigotes teñidos, y hablando de las buenas juergas de las que todavía era capaz.

—¿Está usted casado, abogado?

—No. Es decir, lo estuve, pero ya no.

—Entonces está usted libre. Pues un jovenzuelo como usted...

Temí que, llegados a este punto, me preguntase si yo tampoco perdonaba, qué sé yo, a mi asistenta. En mi caso, a doña Nennella, una fornida sesentona, de un metro cincuenta de estatura y provista de unas tetas, más que caídas cercanas al prolapso mamario, que situaban su talla en algún punto localizable mucho más allá de la XXL.

El pensamiento, lo reconozco, me produjo una cierta turbación. Me dije que tenía que refugiarme en el escondite zen de mi mente y hacer caso omiso de todos los estímulos procedentes del exterior. Me dije que si hacía eso, antes de que me diera cuenta, todo habría acabado.

De Santis advirtió mi silencio y pensó que quizá se debía a que estaba preocupado por mi salud. Obviamente, a un problema relacionado con el urólogo.

—No le pasará nada, ¿no?

—¿Pasarme? ¿El qué? —contesté, mientras pensaba que quizá había llegado el momento de ser más selectivo a la hora de aceptar clientes.

Él se volvió hacia mí, desentendiéndose del detalle irrelevante de la carretera que teníamos por delante y por la que íbamos ya a ciento setenta kilómetros por hora. Miró hacia abajo, más o menos a la altura de mi asiento, y me guiñó un ojo. Las notas de los Teppisti dei Sogni invadían el habitáculo como melaza vaporizada.

—Todo bien, ¿no?

Para en la primera área de descanso que veamos y deja que me baje, viejo loco. Luego, ve a estamparte contra un árbol o un poste de la luz, eso sí, procurando no llevarte por delante a terceras víctimas inocentes.

No dije eso.

—Sí, todo bien, gracias.

A De Santis la respuesta no debió parecerle satisfactoria y consideró oportuno insistir, siempre dentro de la misma temática.

—¿Y la próstata? ¿Se la revisa?

—La verdad es que no.

—Si va al urólogo, seguro que se la encuentran más grande de lo normal. Me parece que usted no va porque le da miedo, el urólogo, sabe, le mete el dedo...

—Sé en qué consiste una revisión urológica.

Siguieron unos minutos de silencio. Parecía como si la referencia a las revisiones urológicas hubiese puesto meditabundo a mi cliente. Me hice la vana ilusión de que el silencio durase hasta llegar a Lecce. Me equivocaba.

—¿Ha tomado viagra alguna vez, abogado?

—La verdad es que no.

—Yo no salgo sin ella, aunque mi médico dice que no debo abusar, que es malo para el corazón. Pero, bueno, como yo le digo, no puede haber mejor muerte, si me tiene que dar un infarto, que me dé mientras me estoy tirando a una tía buena.

Siguió con el mismo tema hasta Lecce, y hasta la sala en la que se celebraba el juicio, y hasta que éste empezó. Sólo entonces De Santis se vio obligado a dejarlo. Escuchamos a los testigos, escuchamos al ayudante del fiscal y, a la hora de oír a los testigos de la defensa, el tribunal aplazó la vista. Al llegar ese momento, por si acaso había tenido alguna duda antes, ya estaba totalmente seguro de que mi cliente iba a ser condenado. Pero, pensando en mi salud mental —teníamos por delante el viaje de regreso—, consideré más prudente no comunicarle mi convencimiento al Hombre Que No Perdonaba a Ninguna.

Cuando por fin llegamos a Bari, ya por la tarde, le pedí que me dejara delante de una agencia de viajes, situada lejos del bufete y que no era con la que trabajo habitualmente. Compré dos billetes de ida y vuelta a Roma, reservé dos habitaciones en un hotel cerca de la plaza del Popolo, le expliqué a la empleada, a la que el asunto no pudo importarle menos, que iba en viaje de trabajo con una colaboradora y, en definitiva, me di cuenta de que me estaba portando como un criminal cuando planea su fuga.

Mientras salía de la agencia, recibí una llamada de Quintavalle.

—Buenas tardes, abogado.

—Buenas tardes, Damiano, ¿alguna novedad?

—Tengo una información que podría resultarle útil.

—Dime.

Quintavalle, sin embargo, permaneció en silencio, y un par de segundos después me di cuenta de la estupidez que acababa de decir. Y pensé en todas las veces en las que había tildado de mentecatos a los que hablaban por teléfono cuando habrían hecho bien en evitarlo y que luego terminaban con las esposas puestas.

—¿Nos vemos y me lo dices en persona?

—¿Me acerco a su bufete?

—Estoy en la calle, por la zona del paseo Sonnino. Si no estás muy lejos y no te viene mal, podíamos vernos por aquí, en un bar, quizá.

—Estoy con el vespino. ¿Nos vemos dentro de diez minutos en el Riviera?

—De acuerdo.