17

Hacía frío. El cielo estaba lleno de nubes cargadas y amenazadoras, y daba la sensación de que podía empezar a llover de un momento a otro, pero como no tenía ganas de ir hasta el garaje, enseñar la tarjeta, pedir el coche, esperar a que me lo llevasen, decidí arriesgarme a que me cayera encima un chaparrón e ir en bicicleta de todas formas.

Cuando entré en el Chelsea Hotel se difundían por el aire las notas del piano y la voz de Paolo Conte cantando «Sotto le stelle del jazz» [Bajo las estrellas del jazz].

El local estaba casi vacío y transmitía una extraña y agradable sensación de espera.

Me senté en una mesa alejada de la puerta de entrada. Poco después, Nadia salió de la cocina, me vio y se acercó a saludarme.

—Esta noche Hans ha hecho tiella de arroz, patatas y mejillones. ¿Quieres probarla?

Hans es el socio de Nadia. Es cocinero y pastelero, además de alemán, de Dresde. Tiene el aspecto de un ex lanzador de martillo que dejó de entrenar para pasarse a la cerveza. No sé cómo ha terminado en Bari, pero debe llevar ya mucho, porque habla dialecto de forma aceptable y domina los secretos de la cocina local.

La tiella de arroz, patatas y mejillones es un plato parecido a la paella valenciana, aunque cualquiera de Bari aseguraría que mucho más bueno. Se prepara superponiendo en una cacerola especial —la tiella, precisamente— capas de arroz, mejillones, patatas, calabacines, tomates frescos cortados en trozos o rodajas, condimentadas con aceite, pimienta, cebollas trituradas y perejil también triturado. Se añade el agua de haber lavado los mejillones y se mete al horno durante unos cincuenta minutos; el resultado, salvo que seas de Bari desde hace, al menos, cuatro generaciones, nunca está garantizado.

—No querría parecer descortés con Hans, aunque sólo sea porque así, a ojo, no debe pesar menos de ciento veinte kilos, pero tengo mis dudas sobre que sepa hacer bien el arroz con patatas y mejillones.

—Tú prueba la tiella de Hans y luego hablamos.

Nadia volvió a pasar cerca de mi mesa cuando yo acababa de rebañar el segundo plato de arroz y de vaciar el segundo vaso de negroamaro. Me lanzó una mirada irónica.

—¿Y bien?

Levanté las manos en señal de rendición.

—Tenías razón. Un arroz con patatas y mejillones como éste sólo lo hacía la vieja Marietta.

—¿Y quién era la vieja Marietta?

—Marietta era una asistenta que trabajaba en casa de mis padres, cuando yo era pequeño. Vivía en Bari Vecchia. A veces nos llevaba salsa u orecchiette caseras. Y preparaba un arroz con patatas y mejillones legendario. Desde este mismo instante, Hans es para mí una Marietta honoraria.

Nadia se echó a reír; la verdad es que la pareja Hans-Marietta no carecía de potencial cómico.

—¿Puedo sentarme contigo? El local está casi vacío y no creo que la cosa vaya a cambiar, se ha puesto a llover.

—Pues claro, ponte cómoda. ¿Se ha puesto a llover? Estupendo, he venido en bici.

—Si no tienes mucha prisa puedo llevarte a casa en coche. Si esto sigue así, a las doce cerramos. Puedes meter dentro la bici y pasar a recogerla cuando te venga bien.

—No tengo ninguna prisa. Gracias, no me hacía lo que se dice mucha ilusión llegar a casa empapado hasta los huesos.

—¿Tienes más hambre?

—¿Bromeas? Con todo lo que he comido lo que necesito más bien es algo fuerte.

—¿Has probado la absenta?

—No. A decir verdad, tampoco la cocaína, ni el peyote ni el LSD.

—No tenemos peyote ni todo lo demás, pero absenta sí. ¿Te apetece probarla? Es legal.

Contesté que sí, que me apetecía probarla, y ella le dijo a Matilde, la camarera que atendía la barra, que nos sirviera absenta para dos. Matilde, que no es una persona precisamente locuaz, hizo una señal imperceptible con la cabeza y, apenas unos minutos después, teníamos ante nosotros dos vasos con un líquido verde, un vaso con azucarillos y una jarra de agua.

—¿Qué se hace con todo esto? —pregunté.

—¿Has probado el pastis?

—Sí.

—El método es el mismo. Este licor, puro, tiene sesenta y ocho grados. Se diluye con tres o cinco partes de agua y, si se quiere, se le añade un azucarillo.

Seguí sus instrucciones, lo probé y me gustó.

Diablos, me gustó mucho y me preparé otro enseguida.

—Zola decía que, cuando hace su aparición la absenta, la cosa siempre acaba con hombres borrachos y mujeres que se quedan embarazadas. Por fin entiendo qué quería decir.

Ella asintió y esbozó una sonrisa sin alegría.

—Es muy poco probable que la mujer que se quede embarazada sea yo.

Lo dijo en un tono neutro, pero quedó perfectamente claro que yo no había sacado a relucir el tema más apropiado. La miré sin decir nada, dejando sobre la mesa el vaso que acababa de coger para servirme otro trago.

—Hace dos años me descubrieron un cáncer y me quitaron todo lo que hace falta para quedarse embarazada. No es que me rodease una multitud de aspirantes a convertirse en el padre de mi hijo o de mi hija, pero a partir de ese momento el tema se cerró definitivamente.

¿Por qué se me habría ocurrido hacer aquella cita? Pensándolo bien, era inoportuna y, quizá, algo vulgar, en cualquiera de los casos. Me sentí terriblemente incómodo.

—Lo siento, perdóname, ha sido una salida de tono totalmente fuera de lugar.

—Eh, despacio, despacio. No tienes nada de qué disculparte. Es más, debería ser yo la que te pidiera perdón porque no había ninguna razón para que te contase eso y abrumarte, sin previo aviso, con mis problemas.

Me quedé sin saber qué decir. Ella observó durante un breve rato su vaso vacío. Luego decidió que le apetecía seguir bebiendo y se preparó una tercera absenta. Diluyéndola con tres partes de agua, quizá menos. Se la bebió lentamente, con método. Cuando terminó, se dirigió hacia mí.

—¿Nos vamos ya? Tengo ganas de fumar un cigarro. Podemos dar una vuelta, antes de volver a casa. Hans y Matilde se ocuparán de cerrar.

Cinco minutos después estábamos ya en la calle, bajo la lluvia.

Nadia tenía un pequeño monovolumen en el que me deslicé rápidamente, sin que me diera tiempo a identificar siquiera de qué marca. Mientras Nadia entraba también en el coche me pareció notar que algo se movía en la parte de atrás. Me di la vuelta y, en la oscuridad, vi un resplandor blanco en medio de una enorme masa oscura. Miré mejor y me di cuenta de que provenía de un par de ojos cuyo propietario era un perro negro del tamaño de un ternero.

—Muy mono. ¿Cómo se llama, Nosferatu?

Ella se rió.

—Pino, se llama Pino.

— ¿Pino? ¿Pino el Asesino, quieres decir? ¿Te parece un nombre apropiado para semejante fiera?

Otra carcajada.

—Nunca hubiera dicho que eras divertido. Buena persona, serio, incluso agradable, eso sí. Pero jamás hubiera pensado que eres de los que te hacen reír.

—Pues espera a verme bailar.

Tercera carcajada. Puso el coche en marcha y nos fuimos. Yo miraba hacia delante, pero sabía que Pino el Asesino me estaba observando, meditando sobre cómo devorarme.

—¿De qué raza es ese bicho?

—De la única raza reconocida de origen pullés.

—¿Y qué raza pullesa es ésa? ¿El demonio de Las Murgas?

—Es un perro corso.

—Es decir...

—..., lo que no significa que sea originario de Córcega. Corso viene del latín cohors, que quiere decir ‘patio’, ‘recinto’. El perro corso desciende de los antiguos molosos pulleses. Los antepasados de Pino guardaban los patios de las fincas, en Puglia, Basilicata, Molise. O peleaban contra los osos y los jabalíes.

—Estoy seguro de que los osos y los jabalíes no estaban lo que se dice encantados ante esa oportunidad. ¿Lo tienes porque te gustan los perritos falderos?

—Bobo. Me lo ha regalado una amiga que es adiestradora y reeducadora de perros.

—¿Reeducadora de perros?

—Sí, Pino era un perro de pelea. Lo rescataron los carabinieri, junto a otros muchos, durante una investigación sobre apuestas clandestinas.

—Una vez tuve un juicio por una historia de peleas de perros clandestinas.

—¿Defiendes a los hijos de puta que torturan a los perros?

—No, lo cierto es que defendí a una asociación de defensa de los animales que se había constituido como la parte civil.

—¡Ah, menos mal! Estaba ya pensando en soltar a Pino para que discutieras el asunto directamente con él.

—¿Estás segura de que es prudente ir por ahí con un perro de pelea?

—Mi amiga Daniela reeduca a estos perros. Se los dejan en custodia (ella tiene un refugio canino) y ella los decondiciona, los transforma en perros de compañía.

—¿Los decondiciona? ¿El trabajo de tu amiga es decondicionar perros?

—Tiene una residencia y una escuela para perros: los adiestra. Las órdenes básicas (sit, plash, juntos) o adiestramiento para guarda y defensa. Y luego reeduca a los perros criminales, como ella los llama.

— Perro criminal me parece una buena definición para ese pedazo de bicho.

— Pino es ahora buenísimo. No le haría daño ni a una mosca.

—Estoy seguro de que no está muy interesado en las moscas —dije, echándole una ojeada al monstruo negro que seguía mirándome como si yo fuera un filete.

Habíamos llegado ya al paseo marítimo, por la zona de mi casa. Nadia paró el coche en la rotonda que está al lado del Hotel de las Naciones y bajó la ventanilla. No hacía viento y parecía que la lluvia iba a menos. Encendió un cigarro y se lo fumó de una forma que me hizo lamentar el haberlo dejado. Luego empezó a hablar, sin mirarme.

—Puede que te haya puesto en un compromiso al decirte que nos fuéramos juntos. Puede que no te apetezca mucho darte un paseo con una ex puta. Además, que en esto nunca se es ex. Si has sido puta, vas a ser una puta hasta que te mueras.

—Otra salida como ésa y me voy.

Se volvió hacia mí. Le dio una última calada al cigarro y tiró fuera la colilla.

—¿He dicho una gilipollez?

—Me temo que sí.

Ella anotó mentalmente mi respuesta. Luego sacó otro cigarro de la cajetilla, pero no lo encendió.

—Está dejando de llover.

—Bien. No me gusta la lluvia.

—¿Te apetece andar un poco? Así Pino también estira las patas.

—Con tal de que no estire también las mandíbulas...

Bajamos del coche. Nadia abrió la puerta del portaequipajes y dejó salir al Asesino. Suelto, y sin bozal.

—¿Te parece una buena idea que vaya suelto? Vale, hoy en día hacen milagros con las prótesis pero, de todas formas, si hace pedazos a un niño o a una ancianita, será un coñazo.

Nadia no me contestó. En cambio, le susurró algo al perro que no logré oír. Lo cierto es que, cuando empezamos a andar, aquella fiera nos siguió, pegado a la pierna izquierda de su dueña, como si estuviera unida a ella por una traílla tensa e invisible.

Caminaba de forma casi hipnótica y su paso se parecía más al de un gran felino que al de un perro.

La cabeza, en la que le faltaba casi del todo una oreja, tenía el tamaño de una sandía y, bajo el pelaje negro y brillante, restallaban unos músculos duros como cordones. El conjunto transmitía la idea de una fuerza disciplinada y letal.

Recorrimos en silencio unos cien metros mientras dejaban de caer las últimas gotas de lluvia.

—¿Por qué le has puesto Pino? No es un nombre de perro, menos aún para un perro así.

—Fue Daniela la que le puso ese nombre. Siempre les pone nombres de personas a los perros a los que reeduca. Creo que le simplifica psicológicamente el trabajo.

—¿Cuántos años tiene?

—Tres. ¿Sabes por qué me gusta que esté conmigo?

—Dímelo.

—Me recuerda que siempre es posible cambiar y convertirse en algo completamente distinto de lo que eras.

Asentí. Ella se detuvo y el perro, obedeciendo a una orden silenciosa, se puso disciplinadamente en sit a su lado.

—¿Quieres acariciarlo?

Estaba a punto de hacer la enésima broma acerca de la peligrosidad del perro, pero me contuve en el último momento y, simplemente, dije que sí. Ella se dirigió al Asesino, le dijo que yo era un amigo y tuve la impresión de que el perro asentía con la cabeza.

—Antes de acariciarlo, debo decirte que me niego a llamarlo Pino. Comprendo los motivos por los que tu amiga elige los nombres, pero yo no puedo, de verdad.

—¿Y cómo quieres llamarlo?

—Le hubiese gustado a Conan Doyle. Lo llamaré Baskerville, si no tienes nada en contra.

Ella se encogió de hombros y enarcó las cejas, como se hace siempre que se trata con alguien al que le falta un tornillo.

Me acerqué al perrazo y le acaricié la cabeza: era sólida como una roca y no conseguía cubrirla entera con la mano.

—Hola, Baskerville. Así que no eres tan fiero como pareces, ¿eh?

Pino-Baskerville me miró con aquellos ojos que a distancia parecían temibles pero que, de cerca, estaban llenos de una triste dulzura. Le rasqué detrás de la oreja que le quedaba, luego bajé la mano hasta su garganta negra, brillante y suave. Entonces el perro entrecerró los ojos y, lentamente, levantó la cabeza, como si fuera a lanzar un aullido melancólico, y me ofreció su garganta, al descubierto e indefensa.

Y, como decía aquel francés, el recuerdo apareció de pronto.

Levantar la cabeza, ofrecerme la garganta de esa forma, era un gesto que hacía Marcuse, el pastor alemán de mi abuelo Guido, hacía ya más de treinta años.

Los recuerdos no se esfuman y desaparecen. Están todos ahí, escondidos bajo la delgada costra de la consciencia. Incluso los que creíamos perdidos para siempre. A veces se quedan allí debajo toda una vida. Otras, en cambio, ocurre algo que hace que reaparezcan.

Una magdalena embebida en una infusión de té o un perro enorme y de ojos tristes que nos ofrece su garganta para que se la acariciemos, por ejemplo.

Ese gesto canino de total y conmovedora confianza evocó un aluvión de recuerdos que, como guiados por un diseño preciso, formaron un mapa unitario y coherente de aquel lejano pasado.

Nunca había logrado evocar los recuerdos de mi infancia más que a fragmentos desconectados entre sí, como indescifrables restos de un naufragio flotando sobre la superficie.

Ahora, en cambio, todo se iba colocando en su sitio en una misteriosa sincronía de imágenes, sonidos, olores, nombres y objetos concretos. Todo junto.

El tocadiscos, los bolis de cuatro colores, Pipi Calzaslargas, las camisetas Fruit of the Loom, Crocodile rock, [el tebeo] Corriere dei ragazzi, Rin Tin Tin, Ivanhoe, La flecha negra, Hit parade, Las mil y una tardes con la sintonía de cabecera de los Nomadi, Los héroes de cartón con la sintonía de cabecera de Lucio Dalla, Los persuasores con Tony Curtis y Roger Moore, [la bicicleta] Graziella Cross amarilla y naranja con sillín, las [galletas] Oro Saiwa que se mojaban en la leche de cuatro en cuatro, [el fútbol de mesa] Subbuteo, el perfume del algodón dulce en la Feria del Levante, los polos que dejaban la lengua de colores, el regaliz, Capitán Miki, el Pato Donald, Tex Willer, Los Cuatro Fantásticos, Sandokán, Tarzán, tirar bombas fétidas en las tiendas y salir corriendo, Mafalda, Carlitos y Snoopy y aquella niña que no tenía el pelo rojo, pero era de verdad y nunca se fijó en mí, los partidos después del colé, el club de Mickey Mouse, los flipper, ese niño igual que nosotros que no tuvo tiempo para olvidarse de todas esas cosas porque su padre dio una cabezada sobre el volante mientras volvían de las vacaciones en su Fiat 124, los gorros con orejeras, el Lego, el Monopoly, jugar con cromos de futbolistas, el primer canal, el segundo canal y se acabó, la sesión infantil, [la cola] Coccoina, la focaccia, la leche de la central, la débil luz de la cocina de los abuelos, los libros de texto, carteras de plástico, estuches de lápices, olor de niños, de bocadillo de media mañana, de ceras, el silencio del patio después del recreo, Lego y soldaditos, los caramelos Rossana, películas en súper-8, diapositivas, las fiestas de cumpleaños con focaccie pequeñitas y zumos de fruta, las polaroid, los cromos de futbolistas, la pista de patinaje sobre ruedas del pinar, [el programa] Carosello, la pasta al horno de los domingos en casa de los abuelos.

La luz que se filtraba a través de la puerta entreabierta de mi cuarto, los ruidos de la casa cada vez más tenues y por último, siempre, los pasos ligeros de mi madre mientras me quedaba dormido.