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Cuando se acude al Tribunal Supremo lo primero que hay que hacer es pasar por la sala en la que están las togas.
Es obligatorio llevar toga en los juicios ante un tribunal, pero, salvo los abogados romanos, nadie se lleva la suya, así que hay que alquilar una, como se hace con los disfraces de carnaval o los trajes para una obra de teatro.
Como de costumbre, delante de la sala de las togas se había formado una pequeña cola. Miré alrededor, buscando alguna cara conocida, pero no vi a nadie. Para compensar, justo delante de mí había un tipo que parecía el resultado final de repetidos y encarnizados enlaces consanguíneos. Tenía las cejas negras y muy pobladas, el pelo teñido de un inquietante color rubio con tonalidades rosáceas, un evidente prognatismo y vestía una chaqueta verde de corte aproximadamente tirolés. Me imaginé su foto en un periódico, bajo el titular: «Desarticulada una banda de pederastas». O en un cartel de propaganda electoral, junto a un bonito eslogan racista.
Cogí mi toga alquilada y me esforcé en no olerla, algo que me hubiera producido un leve disgusto durante toda la mañana. Como siempre, por unos segundos pensé en cuántos abogados se la habrían puesto y en cuántas historias habrían pasado por sus manos. Luego, también como siempre, me dije que era un pensamiento banal y me encaminé hacia la sala de audiencias.
Mi juicio era uno de los primeros y, a la media hora de iniciarse la audiencia, me llegó el turno.
El juez relator, en apenas unos minutos, resumió la historia del proceso, explicó los motivos por los que mi cliente había sido condenado y, por último, ilustró las razones de mi recurso.
El imputado era el hijo pequeño de un conocido profesional liberal de Bari. En la época en la que ocurrieron los hechos, es decir, casi ocho años atrás, estaba matriculado en la Facultad de Derecho con escasos resultados. Tenía mucho más éxito como traficante de cocaína. Todos los que necesitaban o querían coca, y ocasionalmente también otras sustancias, lo conocían. Era un profesional serio, puntual, y de toda confianza. Hacía las entregas a domicilio, con lo que les ahorraba a sus adinerados clientes el mal trago de tener que hacer por sí mismos algo de tan pésimo gusto como es salir a la calle en busca de un camello.
En un momento dado, en vista de que todo el mundo lo conocía y sabía a qué se dedicaba, se fijaron en él también los carabinieri. Intervinieron sus móviles, le siguieron la pista durante algunas semanas y, en el momento oportuno, registraron su casa y su garaje. Precisamente en el garaje encontraron casi medio kilo de excelente cocaína procedente de Venezuela. Al principio, intentó defenderse diciendo que la droga no era suya, que al garaje tenían acceso otros vecinos del inmueble y que la mercancía podía ser de cualquiera. Los carabinieri contraatacaron mostrándole las llamadas y él, finalmente, por consejo de su abogado —yo—, decidió acogerse al derecho a permanecer en silencio. Era el típico caso en el que cualquier declaración que hiciese podía usarse luego en su contra.
Después de pasarse algunos meses en la cárcel, en custodia preventiva, le concedieron el arresto domiciliario y, al año o algo más de producirse la detención, la libertad condicional, con la obligación de comparecencia periódica y comunicación de domicilio. Los argumentos de la defensa, al margen de las chácharas, se basaron en una solicitud de anulación de las intervenciones telefónicas o escuchas. Si la solicitud se hubiese aceptado, los argumentos de la acusación habrían sido mucho más débiles.
Había elevado la solicitud de anulación de las escuchas ante el Tribunal. Me la habían rechazado y habían condenado a mi cliente a diez años de cárcel y al pago de una multa desproporcionada. Había elevado la solicitud de anulación de las escuchas ante el Tribunal Superior. Me la habían rechazado de nuevo pero, al menos, le habían rebajado la pena.
Había elevado la excepción ante el Tribunal Supremo y esa mañana me encontraba allí para hacer el último intento de que mi cliente —que, mientras tanto, había encontrado un trabajo de verdad, tenía una compañera y un hijo pequeño— se pasara en la cárcel una más que discreta temporada, contando con los indultos, las reducciones de pena y similares. En los juicios ante el Supremo, por lo general, no hay público, las salas de audiencia tienen un aire de abstracta solemnidad y, sobre todo, se discuten sólo cuestiones de derecho: la brutal consistencia de los hechos de los que se trata en los juicios penales se queda fuera de las salas acolchadas del tribunal.
En otras palabras, se dan todas las condiciones para que el juicio y la situación carezcan de la carga emotiva que tienen los juicios ordinarios.
No es así, y por un motivo muy preciso.
Cuando llegas hasta el Tribunal Supremo estás muy cerca del final del proceso. Una de las posibilidades que se debaten en la audiencia es que no admitan tu recurso. Y si la corte no admite tu recurso contra una sentencia condenatoria puede ocurrir que el paso siguiente, para tu cliente, sea ingresar en prisión para cumplir la pena.
Esto convierte en algo muy poco abstracto lo que ocurre en el Supremo. Transforma la rarefacción de las salas y de la audiencia en el presagio dramático de cosas muy vulgares y, con frecuencia, tremendas.
El fiscal general solicitó que no se admitiera a trámite mi recurso. Habló poco, pero se notaba que se había estudiado el caso, algo que no siempre se da por descontado. Refutó con eficacia la base de mis argumentos y yo pensé que, de encontrarme en el lugar de los jueces, me habría convencido y le hubiera quitado la razón al recurrente.
Luego, el presidente del tribunal se dirigió a mí: «Abogado, el tribunal ha leído su recurso y también el expediente judicial. Su punto de vista está claramente expuesto. Le rogaría que, en su exposición, se ajustara a los aspectos fundamentales o a cuestiones que no hayan sido tratadas en el recurso o en la memoria».
Muy amable y muy claro. Abrevia, por favor, no repitas lo que ya nos sabemos y, sobre todo, no nos hagas perder el tiempo.
—Gracias, presidente. Intentaré ser lo más breve posible.
Fui rapidísimo. Recordé los motivos por los que, a mi entender, esas interceptaciones debían declararse no utilizables, anulándose, por tanto, la sentencia, y en cinco minutos ya había acabado. El presidente me dio las gracias por haber cumplido mi promesa de ser breve, me indicó, con suma cortesía, que ya podía irme, y llamó a la siguiente causa. La decisión se tomaría por la tarde. En el Supremo las cosas funcionan de la forma siguiente: se presentan uno tras otro todos los recursos y, al final, los jueces se retiran a deliberar. Salen, a veces ya casi entrada la noche, y leen todas las sentencias. Por lo general, las leen en una sala vacía porque nadie tiene ganas de esperar durante horas y más horas en los pasillos, entre mármoles inquietantes y el rumor de pasos perdidos. Los abogados, sobre todo los que, como yo, vienen de fuera de Roma, hacemos lo siguiente: nos dirigimos a un ujier, le pedimos que se informe acerca del resultado de nuestra causa, le alargamos un papel doblado por la mitad, con el número de nuestro móvil apuntado y, dentro, un billete de veinte euros.
Luego nos vamos y, desde ese instante, cada vez que suena el móvil damos un brinco, sobresaltados, porque puede tratarse del ujier que, con tono burocrático, nos va a comunicar la sentencia.
Esta vez me ocurrió ya en el aeropuerto, cuando estaba a punto de embarcar y de apagar el móvil.
—¿Abogado Guerrieri?
—¿Sí?
—La resolución de su recurso. El tribunal lo ha rechazado, pagan ustedes las costas. Buenas tardes.
Buenas tardes, le dije al teléfono que ya se había quedado mudo. El ujier había colgado en el acto y ya debería estar llamando a cualquier otro para comunicarle su sentencia a un (módico) precio.
En el avión intenté leer un rato, pero no lo conseguí. No dejaba de pensar en el momento en el que tuviera que decirle a mi cliente que, dentro de unos pocos días, iba a ingresar en prisión, donde permanecería durante varios años. La perspectiva me producía una desagradable sensación de tristeza, unida a una especie de humillación.
Lo sé. Mi cliente había sido un camello, es decir, un delincuente y, de no haber sido detenido, habría seguido traficando y recogiendo alegremente los frutos de su actividad. Pero en esos años, en los transcurridos entre su detención y la resolución del Supremo, se había convertido en otra persona. Eso era, me parecía insoportable la idea de que el pasado irrumpiese así, bajo la forma aséptica y cruel de una resolución del Supremo, y destruyese todo eso.
Después de tantos años, me parecía un acto de violencia, especialmente insensata porque no se podía culpar de ella a nadie.
Me sumí en un sueño ligero y enfermizo, pensando en estas cosas. Cuando abrí los ojos, ya se veían las luces de la ciudad.