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Cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las nueve pasadas.

Caterina dormía profundamente, boca abajo, abrazada a una almohada; su espalda, cubierta por la sábana, se alzaba y bajaba a ritmos regulares.

Me levanté sin hacer ruido, me lavé, me vestí, le dejé una nota diciéndole que me había ido a dar un paseo y que volvería pronto, y al rato estaba en la vía del Corso.

Corría un aire tibio y agradable, la gente iba vestida de entretiempo, y mientras miraba alrededor, decidiendo dónde tomarme un café, vi a un tipo corpulento y casi calvo, con un traje sucio y raído y la corbata sin anudar, que se acercaba a mi encuentro con una sonrisa. ¿Quién diablos era?

—¡Guido Guerrieri! ¡Qué sorpresa! ¿No me reconoces? Soy Enrico. Enrico De Bellis.

Cuando oí aquel nombre me ocurrió algo insólito. Desde los pliegues de aquel rostro deformado por los años y de las arenas movedizas del tiempo vi emerger los rasgos de actor de fotonovelas de un joven guapísimo e insulso al que había conocido veinticinco años antes.

En cuanto estuvo seguro de que le había reconocido, De Bellis me besó y me abrazó. Olía a after-shave barato, a tabaco, a ropa sudada y también a alcohol. En la comisura de los labios tenía restos del café que debía haberse tomado hacía poco. El poco pelo que le quedaba le descendía, demasiado largo, por las orejas y la nuca.

—Enrico, hola —dije en cuanto me soltó. Intentaba recordar cuándo había sido la última vez que nos habíamos visto e intentaba recuperar toda la información que poseía acerca de cómo le había ido en la vida. Universidad —Derecho, claro, como la mayoría de los vagos—, abandonada tras hacer tres o cuatro exámenes, y muchos años de chapuzas más o menos peligrosas, más o menos legales. Empresas comerciales que desaparecían al poco de crearse. Cheques sin fondo. Jugueteos con créditos. Un matrimonio que terminó mal —muy mal, con un séquito de denuncias, carabinieri y juicios— con una chica rica y feúcha. Una condena por bancarrota fraudulenta, más causas penales por fraude y encubrimiento.

Había desaparecido de Bari, perseguido por una multitud de acreedores, algunos de ellos muy poco recomendables. Personajes con alias como Pierino u’ criminal’, Mbacola u’ strozzin’, Tyson. Este último apodo aludía, de una forma no precisamente velada, a los métodos con los que su titular conseguía recuperar el dinero prestado.

Había desaparecido en la nada, como sólo saben hacerlo los que viven como él. Y ahora saltaba como catapultado desde esa nada para materializarse ante mi vista, con su traje sucio y gastado y su olor a tabaco, a desaliño y a sorda, reprimida desesperación.

—¡Cuánto tiempo desde la última vez que nos vimos! ¿Qué haces en Roma?

Pensé que no venía a cuento especificarle qué hacía —y qué acababa de hacer— en Roma.

—Lo de siempre. Un juicio en el Supremo.

—Ah, claro, un juicio en el Supremo. Ya sé que te has convertido en un gran abogado. Estoy al tanto de tu vida. Los amigos comunes me mantienen informado.

Preferí no preguntarme qué amigos podíamos tener en común Enrico De Bellis y yo. Él me dio un palmetazo amistoso en la espalda.

—¡Cabronazo, se te ve en forma! ¡Y estás igual! Yo he pasado una mala racha, pero la superaré. Mejor dicho, ya la estoy superando. A lo grande. Y si me sale bien un proyecto que tengo en la cabeza, daré el vuelco definitivo.

Hablaba muy rápido, con una alegría tan forzada que parecía grotesca.

—Venga, vamos, te invito a un café —dijo cogiéndome por el brazo y arrastrándome hacia un bar situado a unos pocos pasos de allí.

—Dos cafés —le pidió al camarero.

Y dirigiéndose a mí con mirada cómplice:

—¿Nos ponemos una gota de sambuca, Guido?

No, gracias, el sambuca a las diez de la mañana no está en la lista de mis prescripciones dietéticas.

Estiré los labios para forzar algo así como una sonrisa y dije que no con la cabeza. Él, en vista de eso, se encargó de que le sirvieran su ración. Le hizo una señal al camarero que, evidentemente, lo conocía bien, y éste le echó el sambuca hasta que la tacita estuvo llena hasta los bordes.

Técnicamente, se trataba de un sambuca cortado con una gotita de café. De Bellis se lo bebió casi de un trago e, inmediatamente después —estoy seguro— pensó en pedir otro. Hizo un esfuerzo para contenerse.

Luego fingió que buscaba en los bolsillos y que se daba cuenta, justo en ese momento, de que se había dejado olvidada la cartera.

—¡Maldita sea, Guido, cuánto lo siento! Pensaba invitarte a un café y resulta que se me ha olvidado coger dinero. Perdóname.

Pagué, salimos, y él se encendió un pitillo que sacó de un paquete de MS tan deteriorado como su traje. De Bellis, decididamente, llevaba lo que se dice una vida sana. Me cogió del brazo, empezamos a caminar hacia la plaza del Popolo y él estimó oportuno ponerme al día sobre todas las opciones que ofrece la medicina moderna para solucionar el problema de la disfunción eréctil. Tema sobre el que tenía —debo confesarlo— una preparación de nivel casi profesional.

Después de haberme descrito diversas opciones terapéuticas —desde píldoras de todo tipo a inyecciones de película de terror e ingenios hidráulicos que le hubieran encantado al doctor Frankenstein—, añadió que, en el fondo, lo mejor para nosotros era irse de putas o, mejor todavía, apañárselas uno solo. Una buena película porno bajada gratis de internet, cinco minutos, y ¡hala! Ningún problema, sin tener que preocuparse por el fantasma del gatillazo, además, que esas medicinas tampoco es que sean buenas, ¿eh?, porque tú estás en forma, pero yo algunos kilos de más, la verdad, los tengo, pero antes o después me pondré a régimen, ¿eh?; y, además, que así no hay ninguna necesidad de ser amables después, de fumarse un cigarrito juntos, de hacer proyectos. En el fondo, es todo una cuestión de hidráulica. Mantenimiento de la próstata.

Tuve ganas de vomitar y fingí que tenía que atarme uno de los zapatos para liberarme de su brazo.

—¿Te puedo pedir un favor, Guido? Tú y yo hemos sido grandes amigos y para mí eso cuenta mucho.

Él y yo no habíamos sido amigos jamás. Estaba seguro de que me iba a pedir dinero.

—Tengo que hacer un pago justo hoy. Como te he dicho antes, estoy pasando una mala racha, pero estoy saliendo del agujero, tengo un proyecto fantástico que me gustaría describirte con calma. Una de estas tardes quedamos, nos tomamos un par de copas y te lo cuento todo. Es más, mira, te doy mi tarjeta lo primero.

La tarjeta era una de esas que se hacen en una máquina automática, impresas en un papel de tres duros. Estaba escrito: «Enrico De Bellis. Consultorías financieras y administrativas». ¿Y eso qué quiere decir?, me pregunté, para responderme en el acto que algo tenía que poner, y que no iba a escribir: «Enrico De Bellis. Fraudes, estafas y encubrimiento de robos».

—Te estaría realmente muy agradecido si me pudieras prestar una pequeña cantidad; como es lógico, te la devolveré dentro de una semana. Es un dinero que le tengo que dar a una gente que..., bueno, gente que no conviene que se enfade, qué te voy a contar a ti, que eres un gran penalista. Porque no te he felicitado por el carrerón que has hecho, pero no hace falta, de jóvenes ya se veía que tú ibas a llegar alto, a donde quisieras. Me acuerdo que decías que ibas a ser abogado penalista y que serías alguien. Lo has conseguido, y te lo mereces.

Jamás, en toda mi vida, dije que iba a ser abogado penalista. Mucho menos de jovencillo, cuando conocí a De Bellis.

—Necesito mil euros. Obviamente, como ya te he dicho, te los devolveré dentro de unos días. Te envío un cheque por correo, o me das tu número de cuenta y te lo ingreso.

Pues claro, ¿cómo no? Te doy mi número de cuenta y en unos pocos días me devuelves el dinero, quizá hasta con intereses.

—Lo siento, Enrico, pero como puedes suponer no llevo tanto dinero en efectivo.

—Puedes hacerme un cheque...

—Ya casi no uso cheques. Lo hago todo con tarjetas.

—Claro, claro. Tú eres de los de tarjeta VIP, crédito ilimitado y cosas de ese tipo. No te sirven para nada los cheques o el dinero en efectivo, claro, claro. Entonces podemos ir a un cajero automático (esto está lleno) y sacas mil euros con tu tarjeta. Ten la seguridad de que en una semana, diez días como mucho, te los devuelvo. ¿Qué me dices?

No le dije nada. Saqué la cartera, la abrí, cogí tres billetes de cincuenta euros y se los alargué.

—Tengo mucha prisa, Enrico. Como te he dicho, estoy en Roma por trabajo.

Cogió el dinero sin decir palabra y lo hizo desaparecer rápidamente dentro de un bolsillo de su raída chaqueta. Permanecimos algunos instantes inmóviles, el uno frente al otro. Se estaba preguntando si podía sacarme más dinero. Cuando por fin comprendió que no le iba a dar más, su cara se apagó y sus ojos perdieron toda expresión. Yo no tenía ya interés alguno para él, así que podía irse.

—Está bien, si te tienes que ir no te entretengo.

Me dijo adiós desganadamente, sin darme las gracias y, por supuesto, sin volver a mencionar cuándo y cómo me iba a devolver el dinero. Se fue caminando pesada y cansinamente, encendiéndose otro MS. Me lo imaginé buscando a algún otro al que pedirle dinero. En medio de su lucha cotidiana, encaminada a sobrevivir, ante todo. Y luego a alejar de sí la desesperación que burbujeaba peligrosamente a sus espaldas, dispuesta a aferrarlo.

Unas horas después, Caterina y yo estábamos en el avión de regreso a Bari.

Al igual que la noche anterior, ella estaba totalmente a sus anchas, desenvuelta, espontánea y relajada. Se portaba como si no hubiese ocurrido nada entre los dos o, al contrario, como si fuésemos pareja desde hacía tiempo. Yo, en cambio, estaba cada vez más confuso y notaba, con fuerza creciente, la sensación, indefinible y concreta al mismo tiempo, de que había algo evidente que se me escapaba.

Cuando la dejé en su casa, en el barrio Madonnella, cerca del cine Esedra, me dio un beso y me dijo que la llamara pronto porque estaba deseando volver a verme.