21

La llamé enseguida, procurando ignorar el efecto que me había causado aquel «besos» al final del mensaje.

—Soy Guido Guerrieri, me he encontrado un mensaje...

—He llamado un montón de veces pero tu móvil estaba siempre apagado.

¿Tu móvil? ¿Ya no me hablaba de usted?

—Sí, estaba en el juzgado y lo tenía apagado. ¿Querías decirme algo?

—Sí, he hablado con Nicoletta.

—Bien, ¿le has pedido que hable conmigo?

—He tenido que llamarla varias veces. Al principio me ha dicho que no quería.

—¿Por qué?

—No lo sé. Se sentía confusa y ha dicho que no quería verse implicada.

—¿Implicada en qué? Sólo quiero hacerle un par de preguntas.

—Eso mismo le he dicho yo. Le he insistido mucho y al final la he convencido.

—Bien, gracias. ¿Cómo hacemos, entonces?

—Dice que sólo está dispuesta a hablar contigo si yo la acompaño.

Permanecí unos segundos en silencio.

—Le he dicho que no tenía nada de qué preocuparse, que sólo querías hacerle algunas preguntas acerca de Manuela y, al final, como ella seguía negándose, le he dicho que podía acompañarla. Pensé que eso la tranquilizaría.

—¿Y en qué hemos quedado?

—Tenemos que ir a verla a Roma, los dos juntos.

Esa respuesta me produjo un efecto totalmente esquizofrénico. Por un lado, me molestó que invadieran mi campo; por otro, me excitó ligeramente el tono de seducción, casi explícita, que había en las palabras de Caterina. No sabía qué decir y, como me ocurre siempre en estos casos, intenté ganar tiempo.

—De acuerdo. ¿Puedes pasarte esta tarde por el bufete? Así lo hablamos con calma.

—¿A qué hora?

—Si no te viene mal, ya hacia el final de la tarde.

—¿A las ocho y media es buena hora?

—Es una hora perfecta. Entonces, hasta luego, gracias.

—Hasta luego, adiós.

La conversación había concluido pero yo me quedé con el teléfono en la mano, mirándolo. Por la cabeza me estaba pasando un montón de pensamientos, y algunos de ellos no eran ni profesionales ni lícitos. Me sentí confuso y de la confusión, pensé, podía pasar muy fácilmente al ridículo. Entonces arrojé el teléfono al bolsillo, casi con rabia, y me apresuré en ir al bufete.

Tenía la tarde muy ocupada, así que se me pasó el tiempo rápido. Al día siguiente Consuelo tenía su primer juicio ella sola, en un juzgado de la provincia, y me había pedido que lo repasáramos juntos.

Era un juicio por robo improprio. Tres chicos que aún iban al instituto, uno de ellos mayor de edad, los otros dos menores, habían robado galletas, chocolate y refrescos en un supermercado. El vigilante se había dado cuenta y había conseguido interceptar a uno de ellos. Los otros dos volvieron para ayudar a su amigo y se produjo una pelea bastante violenta. Habían conseguido escapar, pero la escena la presenciaron muchos testigos y los carabinieri los localizaron en unas pocas horas. Los dos chicos por debajo de la edad penal en el momento de los hechos pasaron a disposición del tribunal de menores. Nuestro cliente era el mayor de edad. Acudió a nosotros después de que lo reenviaran a juicio, cuando llegar a un pacto —la mejor elección en un caso de este tipo— ya no era posible. La defensa que habíamos acordado era hacer recaer sobre uno de los dos menores de edad que, mientras tanto, habían obtenido el perdón judicial, es decir, que ya no se arriesgaban a nada, toda la responsabilidad de la agresión al vigilante. Entre paréntesis, no había que excluir que ésta fuera la verdad, dado que uno de los menores en cuestión era jugador de rugby y pesaba al menos noventa kilos.

Al día siguiente yo iba a estar ocupado en el Tribunal Superior de Lecce, así que decidimos que el juicio por el robo de galletas fuera el primero del que Consuelo se iba a ocupar ella sola.

Mientras me resumía el contenido de sus notas para el día siguiente, mi concentración se desgranó, como me ocurre muchas veces, y comenzó a perseguir un recuerdo.

Éramos un grupo de adolescentes de 4º curso, en una tarde de invierno. Estábamos dando vueltas por la ciudad sin saber qué hacer, aburriéndonos de esa forma en la que uno sólo se aburre cuando tiene todo el tiempo del mundo.

En un momento determinado, uno de nosotros —Beppe, creo que se llamaba— dijo que sus padres no estaban en la ciudad y que podíamos ir a su casa a escuchar música y, quizá, a gastar alguna broma por teléfono. Algún otro dijo que antes, sin embargo, teníamos que hacernos con algo de comida y bebida.

—Pues vamos a robar a un supermercado —dijo un tercero.

Nadie tuvo nada que objetar a la propuesta, es más, fue acogida con entusiasmo: por fin se iba a producir un vuelco excitante en aquella tarde tan aburrida. Yo no había ido a robar en mi vida, aunque sabía de sobra que algunos de mis amigos se dedicaban habitualmente a realizar ese tipo de hazaña. Era la primera vez que me veía implicado en algo así, la idea no me hacía ninguna gracia, pero no tuve valor para decir que no. No quería que, una vez más, se confirmase el juicio de mis amigos, para los que mi nombre de batalla era: El Que Se Caga En Los Pantalones.

Me sumé, pues, a la mayoría, aunque a medida que nos acercábamos al supermercado elegido para perpetrar el robo, notaba cómo crecía en mi interior una inquietud formada, a partes iguales, por el miedo a que algo saliera mal y una vergüenza reptante y preventiva.

La cosa empeoró cuando entramos en el supermercado. Mis amigos se desplegaron entre las estanterías y empezaron a llenarse de cosas los bolsillos de los pantalones, las cazadoras, hasta los calcetines. Actuaban frenéticamente, como hormigas enloquecidas, cogiendo la mercancía y escondiéndosela con toda desenvoltura, sin mirar siquiera a su alrededor para comprobar que no los estuviera viendo nadie.

Yo, en cambio, me había quedado inmóvil frente a la estantería de los bollos y los chocolates. Tenía una bolsa de barritas de chocolate en la mano y la sopesaba, lanzando miradas furtivas a derecha e izquierda. No había nadie a la vista, y yo me repetía que ése era el momento oportuno para deslizar la bolsa dentro de los calzoncillos y acabar de una vez con el asunto. Pero no lo conseguía. No lograba dejar de pensar que, en el instante mismo en que lo hiciera, alguien asomaría desde alguna parte, daría la voz de alarma, llegarían los vigilantes, y, en una fracción de segundo, yo me vería esposado y en dirección al correccional, hundido en la humillación y la vergüenza.

No sabría decir cuánto tiempo permanecimos en aquel supermercado. En un momento dado, Beppe se reunió conmigo, mientras yo estaba mirando como un autista un paquete de galletas rellenas de mermelada, y me dijo, con tono agitado, que teníamos que irnos antes de que la situación se pusiese peligrosa. Precisó que uno del grupo, un tal Lino, se estaba pasando de la raya, igual que otras veces. Había cogido demasiadas cosas, se estaba arriesgando a llamar la atención y a que todo se fuera a la mierda. Palabras textuales. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. Astuta y cobarde.

—Beppe, vamos a hacer lo siguiente: yo compro algo, mientras pago entretengo a la cajera y vosotros aprovecháis para salir sin problemas.

Beppe me miró durante unos instantes con expresión perpleja. No entendía. ¿Yo era un auténtico hijo de puta o, lo que debía parecerle más verosímil, un cagado que quería ir de listillo? Probablemente, no encontró la respuesta, pero tampoco era ése el momento más apropiado para hacerlo.

—Vale, llamo a los demás y les aviso. Estate dentro de un minuto en la caja; mientras pagas, nosotros nos piramos. Nos vemos en mi casa.

Sentí un enorme alivio. Había dado con la solución perfecta: no me portaba como un gilipollas y un inútil (adjetivos con los que, más de una vez, y no sin razón, me habían definido mis amigos), no corría, prácticamente, ningún riesgo, no cometía —pensé en esos momentos— ningún hurto. Sobre este último punto tengo que decir que entonces no tenía muy claros el concepto de complicidad y los principios básicos de la participación de otras personas en el delito.

Media hora después estábamos todos en casa de Beppe y la mesa del comedor estaba literalmente cubierta de galletas, latas de Coca-Cola, zumos de fruta, chocolatinas, caramelos, bollos, quesitos y hasta dos salami. En medio de toda aquella mercancía robada destacaba, patético, el paquete de Ciocori que yo había comprado con mi dinero.

Me imagino que la escena, en su conjunto, debía parecer más bien ridícula, pero en esos momentos a mí me resultaba muy difícil apreciar el lado cómico del asunto. El momento de alivio ya había pasado, y ahora me encontraba enfrentado a la desagradable verdad: había contribuido a cometer un robo y era tan ladrón como los demás, sólo que, encima, yo era mucho más cobarde.

Los otros chicos comían, bebían y comentaban la hazaña. Yo estaba aterrorizado, temiendo que alguien se fijase en mi contribución y destripase los motivos. No llegó a ocurrir tal cosa, por suerte, pero al poco me resultó insoportable permanecer allí. Me inventé una excusa que no le interesaba a nadie y que nadie escuchó y salí corriendo. Dejando sobre la mesa el paquete de Ciocori.

—Guido, ¿me estás escuchando?

—Perdona, Consuelo, me he distraído. Me he acordado de una cosa que me había olvidado y...

—¿Va todo bien?

—Sí, sí, todo bien.

—Parecías ausente.

—Me pasa de vez en cuando. Pero, últimamente, con más frecuencia que antes.

Ella no dijo nada. Parecía como si estuviese buscando las palabras adecuadas o el valor para hacer una pregunta. No las encontró ni lo encontró.

—No es nada preocupante, de todas formas. Puedes preguntárselo a Maria Teresa. De vez en cuando, parece que se me ha ido la cabeza, pero soy inofensivo.

Más o menos.