25

Nada más llegar al bufete, los asuntos pendientes me abdujeron como en una película de ciencia-ficción. Una criatura gelatinosa y viscosa me aspiró hasta su interior y me tuvo allí encerrado hasta el anochecer, cuando por fin se aburrió y me dejó libre, en las condiciones físicas y morales de un semi-digerido. Entre otras cosas, en vista de que el viaje a Roma del día siguiente era un compromiso no programado, tuve que reorganizar la agenda, disponer quién me sustituiría en los juzgados y cambiar varias citas de fecha.

Cuando llegué a casa, exhausto, le di sólo algunos puñetazos a Mister Saco, para expresarle mi amistad, pero no conseguí entrenar como es debido. Gasté más agua de la necesaria en darme una larguísima ducha caliente, con la puerta del baño abierta de par en par y Bruce Springsteen a todo volumen, y a eso de las once estaba otra vez en la calle, en mi bicicleta. Llevaba mi vieja cazadora de cuero negra, vaqueros descoloridos, zapatillas de deporte y, en definitiva, tenía el aspecto de lo que era: un señor que había pasado holgadamente de los cuarenta, que se viste como un jovencito, y que se cree que así le toma el pelo al tiempo.

Me dije que lo sabía de sobra y que me importaba un bledo. Aunque era consciente del mecanismo, el asunto me ponía de buen humor de todos modos.

Cuando entré en el Chelsea reconocí a bastantes clientes habituales, ellos me reconocieron a mí y alguno esbozó un gesto de saludo. Era el tipo raro que, aunque no era gay, venía con frecuencia él solo, a comer, beber, y escuchar la música. Tuve una sensación de familiaridad que me gustó mucho, como si, de alguna forma, ese lugar se hubiera vuelto mío. Una sensación protectora.

Eché un vistazo alrededor pero Nadia no estaba. Me sentí un poco mal por eso y estuve a punto de preguntar por ella a la de la barra, pero su expresión, tan cordial como un cabezazo en la nariz, me disuadió de ello.

Así pues, me senté, comí un plato de orecchiette con chantarelas y me tomé un vaso de primitivo, logrando concentrarme exclusivamente en la comida y la bebida.

Nadia llegó justo cuando yo ya me iba.

—Hola, Guido —dijo alegremente —. He tenido que ir al cumpleaños de una amiga. Una chica muy maja, pero con los amigos más aburridos del mundo. Había un catering alucinante, con timbales de pasta al horno en moldes de estaño. Un colega tuyo, uno con caspa y su buena curva de la felicidad, me ha tirado los tejos. ¿Te vas ya?

—Bueno, sí, son las doce y media.

Me di cuenta de que mi tono de voz acusaba un ligero resentimiento, como si el que ella no estuviera allí cuando yo había llegado hubiese sido una deliberada falta de cortesía hacia mi persona. Ella, por suerte, no se dio cuenta.

—Ya, siempre se me olvida que los demás trabajan por la mañana y que tienen que levantarse temprano.

—En realidad, mañana puedo levantarme más tarde. Voy a Roma, por un tema de trabajo, y el avión sale a las once.

—Entonces quédate un poco, anda... Tengo que recuperarme de la fiesta. Te daré para que pruebes algo.

—¿Una nueva marca de absenta?

—Algo mejor. Dame unos minutos para ver si necesitan ayuda por aquí, aunque yo diría que no, y me siento un rato contigo.

Cinco minutos después estaba sentada en mi mesa con dos vasos y una botella con la etiqueta anticuada y atractiva.

—Has cenado, ¿no? Esto no se puede beber en ayunas.

—¿Qué es?

—Un whisky irlandés. Se llama Knot. Pruébalo y dime qué te parece.

No parecía un whisky. Estaba perfumado como un ron y recordaba, sin ser empalagoso, al Southern Confort.

—Está bueno —dije después de vaciar el vaso.

Ella me lo rellenó y se sirvió a su vez una dosis generosa.

—A veces pienso que esto me gusta demasiado.

—A veces yo pienso lo mismo.

—Está bien, nos plantearemos el problema otra noche. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Así que mañana te vas a Roma... Una de estas semanas iré yo también. A saludar a alguna amiga y a gastar un poco de dinero.

Me pregunté cómo podía sacar el tema de mi investigación y de las preguntas que quería hacerle, pero no daba con las palabras apropiadas. Fingí que estaba concentrado en el whisky y en su color oro pálido, pero evidentemente debía parecer más falso que un billete del Monopoly.

—¿Quieres preguntarme algo? —dijo ella, ahorrándome, al menos, una parte del trabajo. Me pregunté durante unos instantes si debía contarle una mentira, una cualquiera; me respondí a mí mismo que era una pésima idea.

—Sí, la verdad es que sí.

—Dime entonces.

Le conté, sintetizando todo lo que pude, la historia completa, aunque omití los detalles que, a mi juicio, no eran fundamentales. Entre estos detalles no fundamentales y, por lo tanto, dignos de ser omitidos, incluí la modalidad de mi viaje a Roma. Vamos, que no le dije que no iba a ir solo.

Cuando llegó el momento de hacerle la pregunta por la que estaba allí no conseguí evitar mirar alrededor con aire circunspecto.

—Así que me preguntaba si entre los clientes del Chelsea no habrá alguno que esté relacionado con ese mundo, con la cocaína y el tráfico de drogas, quiero decir. Que quede claro: no tengo ninguna idea concreta. Cuando mi cliente me ha dicho que había recabado información de un amigo suyo gay se me ha ocurrido que podía preguntarte a ti y ver si, por un casual, salía a relucir algo que me fuera útil.

—No sé cómo ayudarte, la verdad. Si alguno de mis clientes tiene algo que ver con la droga (algo bastante probable), yo no sé nada. Aquí, obviamente, no la consumen (tendrían que vérselas con Hans y con Pino), y nunca hemos notado actividades sospechosas, como alguien vendiéndola fuera del local. Ya no sé nada de ese tema.

—¿Por qué has dicho «ya»?

—Bueno, en mi otra vida era frecuente ver farlopa. Varios clientes la consumían y yo conocía a alguno que la vendía, aunque no la he esnifado nunca, menos aún comprado. Te estoy hablando de hace mucho, en cualquier caso. Es un mundo que sólo rocé y del que ahora estoy alejadísima. Siento no poder ayudarte.

—No te preocupes. Era una idea estúpida, de detective aficionado.

Seguimos charlando mientras el local se iba quedando vacío. Luego se fueron también los empleados, uno por uno, y nos quedamos solos, con la mayoría de luces apagadas y la música escuchándose aún, a un volumen bajo. Ella fue a recoger a Pino-Baskerville del coche y lo metió dentro para que estuviera con nosotros. Pareció acordarse de mí porque se me acercó, se dejó acariciar, y luego se tumbó debajo de la mesa.

—A veces me gusta quedarme aquí sola con Pino, después de cerrar. El local se transforma, se vuelve distinto. Y, además, puedo fumar porque cuando está cerrado ya no es un lugar público. Es mi casa, y en mi casa hago lo que quiero. Pino no tiene problemas con el tabaco y no protesta.

—¿Puedo soltar una idiotez?

—Suéltala. Tú mismo.

—¿Sabes que me parece increíble que hasta hace unos pocos años se pudiese fumar en los bares y los restaurantes? Me cuesta hasta recordarlo, tengo que hacer un esfuerzo y repetirme que el tabaco existía y que había lugares donde el aire era irrespirable. Es como si la prohibición interfiriese en mis recuerdos, manipulándolos.

—No sé si eso último lo he entendido muy bien.

—Te lo explico con un ejemplo. Hoy por la tarde estaba sentado en un bar, esperando a una persona. Mientras estaba allí, solo, me he acordado de una vez en la que, hace muchos años, estuve en ese mismo bar con unos amigos. Era la época de la universidad y al menos tres de nosotros fumábamos, seguro. Y, seguramente, durante aquella tarde de hace muchos años, nos fumamos varios cigarrillos. Sin embargo, en la escena que me ha venido a la cabeza no había tabaco, como si la prohibición tuviese una especie de efecto retroactivo sobre los recuerdos.

—Efecto retroactivo sobre los recuerdos. Dices cosas extrañas. Pero bonitas. ¿Por qué te has acordado justo de esa tarde?

—Hablábamos de novelas y de sus personajes. Cada uno de nosotros iba diciendo con qué personaje de novela se identificaba más.

—¿Y tú, con qué personaje te identificabas?

—Con el Capitán Fracassa.

—¿Ahora también?

—No, no creo. El Capitán Fracassa sigue siendo uno de mis personajes preferidos, pero si hoy jugase a lo mismo diría otro.

—¿O sea?

—Charlie Brown, Carlitos, sin ninguna duda.

Soltó una carcajada repentina, como una pequeña explosión.

—Venga, en serio, dime tu personaje.

—Charlie Brown, de verdad.

Dejó de reírse y me miró a la cara para comprobar si estaba bromeando o hablaba en serio. Llegó a la conclusión de que no bromeaba.

—Hemos dicho personajes literarios.

—¿Sabes lo que dice Umberto Eco de Schulz?

—¿Qué?

—No estoy seguro de reproducir la cita exacta, pero la idea es ésta: si poesía quiere decir capacidad para llevar la ternura, la piedad, la maldad a niveles de extrema transparencia, como si una luz pasase a través, entonces Schulz es un poeta. Y yo añado: Schulz es un genio.

—¿Por qué Charlie Brown?

—Como sabes, Charlie Brown es el prototipo del perdedor. Su equipo de béisbol no gana jamás un partido, los otros niños se burlan de él, y él está perdidamente enamorado de una niña (la niña pelirroja) a la que nunca se ha atrevido a dirigirle la palabra y que ignora hasta que Charlie existe...

—¿Y qué tiene que ver contigo un pobre desgraciado como Charlie Brown? No consigo imaginarme...

—Espera, déjame acabar. ¿Has leído esa serie de tiras en la que se va de campamento con la cara cubierta por una bolsa de papel, con dos agujeros para los ojos?

—No.

—Cuando Charlie Brown se pone una máscara, se disfraza con una bolsa de papel con dos agujeros para los ojos, de repente, incomprensiblemente, se vuelve simpático, popular, los otros niños del campamento acuden a él para pedirle ayuda o consejo. En definitiva, se convierte en otro. Pocos libros me han hecho sentirme tan identificado con lo que cuentan como ese álbum de los Peanuts. Charlie Brown, convirtiéndose en alguien sólo cuando lleva la cara cubierta con una bolsa de papel, soy yo.

Permaneció en silencio, mirándome. El perro, debajo de la mesa, se dio la vuelta, voluptuosamente, sobre un costado y emitió unos sonidos que parecían los ronroneos de un gato gigantesco. Keith Carradine cantaba en voz baja «I am easy».

—A mí me gusta leer, pero siempre me ha resultado más fácil identificarme con los personajes de las películas. El cine es lo que más me gusta. Me gusta todo, lo que más, el momento en que se apagan las luces de la sala y la película está a punto de empezar.

Tenía razón. Cuando se apagan las luces y todo está a punto de empezar es un momento perfecto. Durante un rato, permanecimos en silencio. Yo dejé vagar la mirada por los carteles de películas colgados de las paredes.

—¿Dónde los compras? —le pregunté al cabo de unos minutos.

—Te anticipo que son casi todos originales. Sólo son reproducciones algunos de los más antiguos. Empecé a coleccionarlos hace ya bastantes años, entonces había que buscarlos en chamarilerías, viejas distribuidoras, librerías especializadas en cine. Ahora se encuentra todo en internet. Pero a mí me gusta todavía ir a buscarlos a esos sitios polvorientos.

Había de todo; desde La dolce vita a Manhattan, desde Nuovo Cinema Paradiso a El club de los poetas muertos, con Robin Williams llevado a hombros por los alumnos, sobre un fondo amarillo que parecía oro repujado.

—Seré muy simple, pero al final de esa película, cuando los chavales se ponen de pie sobre los bancos, tuve que hacer un esfuerzo enorme para no echarme a llorar —dije, señalando hacia el cartel.

—Yo soy mucho más simple que tú y me ahorré el esfuerzo. Lloré como una niña. Y cuando volví a ver la película, volví a llorar exactamente de la misma forma.

—Hay una frase que siempre recuerdo de esa película...

—... «Capitán, mi capitán...»

—«... nuestro tremendo viaje ha acabado». Pero no me refería a ésa.

—¿A cuál entonces?

—A una que Keating-Williams les dice a los chicos: «No importa lo que digan por ahí, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo».

—Sería bonito que eso fuera verdad.

—Quizá lo sea.

Ella adoptó una expresión de seriedad, como quien toma nota mentalmente de algo, y le gusta.

—Me gustan las películas que emocionan.

—A mí también.

—Yo conozco más que tú.

—¿Hacemos una competición?

—De acuerdo. Empieza tú.

— El cartero, con Massimo Troisi y Philippe Noiret.

— La vida es bella, de Benigni. Mi escena preferida es en la que cita El gran dictador de Chaplin.

—Ya que hablamos de Chaplin, Candilejas.

—Beau geste.

—¿Con Gary Cooper?

—Sí.

—Tienes razón, es el melodrama en estado puro.

—Te toca a ti.

— Carros de fuego. Mi escena preferida es ésa en la que el entrenador Moussabini, que no ha tenido el valor de ir al estadio, ve desde la ventana de su hotel cómo se eleva la bandera inglesa, comprende que Abrahams ha ganado, se echa a llorar y rompe su sombrero de un puñetazo de alegría.

— Million Dollar Baby. Clint Eastwood es un genio y, decididamente, también mi tipo.

— Braveheart, con Mel Gibson. La escena final. Él está en el patíbulo y grita «libertad» mientras el verdugo está ya con el hacha preparada. Unos segundos antes de que le ejecuten ve a su chica que avanza entre la multitud. Ella lo mira a distancia y le sonríe, y también él sonríe, un segundo antes del final.

—Ghost.

—Gladiator.

—La milla verde.

—La lista de Schindler.

—Estás apostando fuerte, ¿eh? Tal como éramos, todo, sobre todo la escena final y la banda sonora.

— Nuovo Cinema Paradiso. La secuencia de los besos censurados.

—Es verdad, es maravillosa. Según creo yo, el Oscar se lo dieron justo por esa idea, es la típica cosa que vuelve locos a los americanos. ¿Y qué me dices de la escena final de Thelma y Louise?

—¡Es verdad! Maravillosa. En esa película hay una frase que siempre he soñado con poder pronunciar, algún día.

—¿Cuál?

—Harvey Keitel está interrogando a Brad Pitt y, para convencerle para que hable, le dice: «Muchacho, tu infelicidad va a ser mi misión en la vida». Eso sí que es amenazar como está mandado.

—Te sigue tocando a ti.

— Jesucristo Superstar. María Magdalena cuando canta al lado de la tienda de Jesús, mientras él está durmiendo.

—«I don’t know how to love him».

Mientras ella pronunciaba el título de la canción de María Magdalena, la prostituta enamorada de Jesús, me di cuenta de la metedura de pata que acababa de cometer.

Ella no hizo caso. Mejor dicho, hizo tanto caso que la volvió irrelevante.

—Como comprenderás, ésa es una escena en la que me vi muy reflejada.

Al llegar a ese punto, inevitablemente, se produjo una pausa.

—Bueno, yo me identificaba con María Magdalena, ¿y tú? —dijo Nadia por fin.

—Yo me identifiqué con los dos protagonistas de Philadelphia al tiempo, Denzel Washington y Tom Hanks.

—¡Dios, la secuencia final, en la que están montadas todas las películas en súper-8 de Tom Hanks cuando era pequeño! La recuerdo como si la estuviera viendo ahora mismo. El columpio, los niños jugando en la playa, la madre vestida a la moda de los sesenta y con un pañuelo en la cabeza, el perro, él disfrazado de vaquero..., la música de Neil Young. Se te parte el corazón de una forma insoportable.

—La escena final es la más conmovedora, pero mi preferida es una del juicio, cuando Denzel Washington interroga a Tom Hanks.

—¿Por qué es tu preferida?

—Si quieres, te la recito, así quizá lo entiendas mejor.

—¿Recitármela? ¿Es que te la sabes de memoria?

—Más o menos.

—No me lo creo.

—¿Te acuerdas de qué va la historia?

Me miró como si a un jugador del Grande Slam alguien le preguntara si se acuerda de cómo se da un revés. Levanté las manos en señal de rendición.

—Está bien, perdona. Entonces, estamos en el momento crucial del juicio, Denzel Washington interroga a Tom Hanks, que en la película se llama Andrew. La enfermedad está ya en una fase muy avanzada y a él le queda poco tiempo de vida.

»¿Es usted un buen abogado?

»Soy un excelente abogado.

»¿Qué le convierte en un excelente abogado?

»Amo el Derecho.

»¿Qué es lo que le gusta del Derecho?

»Muchas cosas... (tiene un momento de confusión, está enfermo, cansado)..., ¿qué es lo que más me gusta del Derecho?

»Sí.

»El hecho de que algunas veces, no siempre, pero a veces, se convierte en parte de la justicia. La justicia aplicada a la vida.

» Gracias, Andrew.

Tras un breve silencio, Nadia empezó a aplaudir.

No hacía algo así desde hacía mucho tiempo. Años atrás, me resultaba muy fácil repetir de memoria las palabras de las películas, las canciones, los libros, las poesías. Luego, por diversas razones, me fue resultando cada vez más difícil.

No hay nada que evoque con tanta fuerza la inquietante idea del paso del tiempo como presenciar el derrumbe de una habilidad con la que creías que ibas a contar para siempre. Es, más o menos, lo que ocurre en el gimnasio. Estás entrenando con alguien y ves, no sé, que el otro empieza con un golpe directo por la derecha. Sabes exactamente qué hay que hacer en esos casos, agacharte, esquivar, levantarte y contraatacar, todo en un mismo y fluido movimiento. Tu cerebro envía la orden al pecho y a los brazos, pero la orden llega con una fracción de segundo de retraso, el otro te golpea y tu contraataque es lento —eso te parece— y desajustado. No es una sensación tranquilizadora.

El hecho de que aquella noche los diálogos de la película me hubiesen brotado así de la memoria, con esa facilidad, esa nitidez, hizo que me sintiera bien. Como si hubiera retomado el contacto con algo esencial.

—¿Cómo lo consigues?

—No lo sé. Siempre me he aprendido de memoria y repetido con facilidad las cosas que me gustan (y ese diálogo me gusta muchísimo), pero desde hacía un tiempo parecía como si hubiese perdido esa capacidad. Yo soy el primer asombrado de que haya conseguido hacerlo. Aunque habría que comprobar si el diálogo es así exactamente.

Ella me miró; parecía que estaba buscando las palabras apropiadas. O la pregunta apropiada.

—¿Te gusta muchísimo porque te identificas con lo que dice Andrew?

—Creo que sí. Es algo de lo que no suelo hablar por ahí. Soy abogado por casualidad, siempre he observado mi trabajo como si fuera una concesión, casi con vergüenza. Y siempre me ha costado (ante mí mismo, así que imagínate ante los demás) reconocer cuánto me gusta.

Ella sonrió de una forma maravillosa. Una de esas sonrisas que te indican que la otra persona te está escuchando realmente. No dijo nada, pero no hacía falta. Me estaba animando a que siguiera.

—La verdad es que siempre he observado mi trabajo con una cierta suficiencia. Me matriculé en Derecho porque no sabía qué hacer. He tenido siempre una imagen estereotipada del oficio de abogado y me he negado el derecho a sentirme orgulloso de lo que hago. Nunca he tenido realmente el valor de revisar la idea infantil de que la abogacía es un trabajo éticamente dudoso. Un asunto de liantes y picapleitos.

—¿Y no es así? Salvo contigo, no he tenido muchas experiencias con abogados.

—La verdad es que muchas veces sí que es así. La profesión está llena de granujas, liantes, semianalfabetos, incluso hay algún que otro delincuente. Por otra parte, tampoco hay escasez de sinvergüenzas entre los magistrados, o entre cualquier otra categoría. La cuestión no es si hay o no hay canallas e incompetentes, o si el oficio de abogado tiende a subrayar algunos de los peores aspectos de la inteligencia o de las personas.

—¿Y cuál es la cuestión?

—La cuestión es que éste es un trabajo en el que puedes ser una persona libre. Es un trabajo que te permite cosas como..., eso es, hay pocas cosas comparables a obtener la absolución de un imputado que corría el riesgo de ser condenado a una pena altísima, puede que hasta a cadena perpetua, cuando sabes que es inocente.

—Yo no era inocente —dijo Nadia, sonriendo.

Era cierto. Técnicamente no era inocente. Había admitido el delito de favorecer la prostitución, es decir, de haber puesto en contacto a unas cuantas chicas guapas con otros tantos hombres ricos, percibiendo una compensación económica por su labor de intermediaria. Nadie se había visto obligado a hacerlo, nadie había sufrido chantaje alguno, nadie había salido herido. La idea de que se pueda acabar en la cárcel, de que te puedan privar de la libertad por cosas así, cada vez me indigna más.

—Si te hubieran condenado, habría sido injusto. No le habías hecho daño a nadie.

Estuve a punto de añadir algo que hubiera estado totalmente de más. Algo parecido a: en último término, has hecho un bien. Algo que, dirigido a una ex prostituta y ex madame, no es precisamente elegante. La frase me atravesó el cerebro, recorrió, velocísima, todos los estratos neuronales y llegó hasta el umbral de mis labios donde, en el último instante, conseguí bloquearla.

—Eres un buen abogado.

La entonación de sus palabras era casi imperceptible. Parecían un híbrido entre una pregunta y una afirmación.

—¿Eso es una pregunta?

—Sí y no. Es decir, ya sé que eres bueno, recuerdo cuando el juez entró en la sala y leyó la sentencia... Jamás hubiese creído que, con todo lo que salía en las escuchas, fueran a absolverme.

—No podían ser utilizadas. Había un fallo de procedimiento que...

—Sí, lo sé, recuerdo palabra por palabra todo lo que dijiste en la exposición. Pero me parecía que eran cosas que decías, no sé, para demostrar que te ganabas el sueldo. Estaba segura de que el juez iba a condenarme, fue increíble que me absolviera. Fue como si me hubieran hecho un regalo que no me esperaba.

—Sí, bueno, la verdad es que salió bien.

—¿Y sabes una cosa?

—¿Qué?

—Me hubiera gustado abrazarte en esos momentos. Estuve a punto de hacerlo, pero pensé que estaba loca y que te iba a poner en una situación muy incómoda, así que no hice nada.

Y luego, tras una pausa:

—En cualquier caso, era una afirmación, pero también una pregunta.

—¿O sea?

—¿Te consideras un buen abogado?

No contesté en el acto. Antes respiré profundamente.

—A veces. A veces me parece que las palabras, los conceptos, mi forma de actuar son los correctos. Si me comparo con la mayoría de mis colegas, pienso que soy más bien bueno, pero si me comparo con un estándar abstracto, entonces no. Me siento una especie de pillo, soy desordenado, ineficaz, con frecuencia no tengo ganas de trabajar, improviso mucho más de lo que sería aconsejable y prudente.

»Mi idea de un buen abogado es la de alguien que consigue mantener una disciplina, que si tiene que redactar algo (un recurso, por ejemplo, o una memoria) se sienta en su mesa y no se levanta hasta que ha acabado. Yo, en cambio, me siento y escribo un par de frases. Al poco, me parece que he equivocado del todo el enfoque, y empiezo a ponerme nervioso. Entonces, empiezo a hacer cualquier otra cosa, algo, obviamente, menos importante y urgente. O, incluso, salgo a la calle, voy a una librería y me compro un libro. Luego vuelvo al bufete y me pongo otra vez a escribir, pero, cómo decirte, con desgana, perdiendo el tiempo. No aprieto y escribo y produzco hasta el último momento. Y siempre me quedo con la sensación de que he hecho un apaño. Y de que he engañado a mi cliente. Y, en general, de que he engañado al mundo entero.

Nadia se rascó una sien, mirándome como se mira a un tipo realmente extraño. Luego se encogió de hombros.

—Estás loco. No encuentro una forma mejor de decirlo.

Ésa no había sido una pregunta. Era una afirmación y, de alguna forma, con ella el asunto se daba por concluido. Yo estaba loco, y no había una forma mejor de decirlo.

—¿Y tú qué haces bien?

No sé por qué seguía metiendo la pata de esa forma. ¿Cómo podía haberle preguntado qué hacía bien a una mujer que había sido prostituta y actriz de películas porno?

—Me gustaría ser buena en algo, pero digamos que estoy todavía buscando en qué. Sé dibujar, incluso pintar, pero no diría que lo hago realmente bien. Sé cantar, entono bien, aunque mi voz tenga poca consistencia. Si escucho un tema soy capaz de reproducirlo al momento, hasta de grabarlo en una cinta. El oído es una de las cualidades que he desaprovechado.

La autocompasión la sacudió un segundo, pero consiguió controlarla enseguida.

—Y se me da bien escuchar a la gente. Me lo dice todo el mundo.

—Sí, ya me has contado que algunos de tus clientes lo que querían era, sobre todo, hablar. Querían contarte sus cosas sin sentirse juzgados.

—En efecto. Si le pagas a alguien por dedicarte su tiempo, no tienes que preocuparte por la prestación. Tanto si hablas como si follas. Tuve un cliente de unos cincuenta años que era guapísimo, rico, con éxito, con poder. Podría haber tenido gratis a todas las mujeres que quisiera; sin embargo, acudía a mí, pagando.

—Porque contigo no sufría ansiedad.

—En efecto. Me pagaba, así que no tenía que plantearse el problema de estar a la altura de las expectativas, tanto en lo referente a la conversación como en lo referente al sexo. No tenía miedo de mostrarse tal y como era.

Hizo una pausa, sonriendo, antes de proseguir.

—Digamos que podía quitarse la bolsa de papel de la cabeza.

La frase se quedó en el aire, disolviéndose luego lentamente en un polvillo ligero.

Teníamos las copas vacías y se había hecho muy tarde.

—¿Nos tomamos la última y nos vamos a dormir?

Asentí, con aire grave y los ojos ligeramente neblinosos. Ella llenó los dos vasos, pero no me dio el mío. Se quedó con los dos delante de ella, como si tuviese que cumplir con una formalidad.

—¿Sabes una cosa?

—¿Sí?

—Me he dado cuenta de que cuando hablo contigo busco las palabras apropiadas.

—¿Qué quieres decir?

—Es como si quisiera hacer un buen papel delante de ti. Busco las palabras apropiadas, intento decir cosas inteligentes.

No contesté. Todas las respuestas que se me ocurrían eran —precisamente— poco inteligentes. Así que, mejor evitarlas.

—Bueno, me he dado cuenta de eso porque quería hacer un brindis original, o ingenioso, o puede que las dos cosas a la vez, y no se me ha ocurrido nada.

Cogí mi vaso y lo choqué contra el suyo, que aún estaba en la mesa.

—Brindemos sin palabras —dije.

Tras unos segundos de vacilación, ella lo cogió, lo levantó mirándome con una sonrisa incierta, y los dos apuramos la copa.

Desde afuera, desde la oscuridad, nos llegaban los ruidos atenuados y casi abstractos de un tiempo suspendido.