15

Me había imaginado que Caterina Pontrandolfi sería una chica menuda, delgadita, con los hombros estrechos. Quizá porque hasta esa tarde asociaba el nombre de Caterina a un modelo de feminidad frágil y delicado.

La joven que entró en mi despacho poco después de las siete acabó en un instante y para siempre con ese estereotipo personal, de probables orígenes musicales.

Caterina Pontrandolfi era casi tan alta como yo, tenía la nariz un poco ancha, la boca grande, y recordaba a las fotos de Marianne Faithfull de joven. Parecía una jugadora de waterpolo y daba la impresión de ser de ese tipo de chicas de las que no te gustaría recibir un guantazo. El vestido ligero —quizá demasiado, dada la época en la que estábamos— y muy femenino que llevaba debajo de la cazadora vaquera era agradablemente incongruente con su físico de nadadora.

—Póngase cómoda, señorita Pontrandolfi.

Mientras pronunciaba esa palabra, señorita, me sentí un cretino integral.

—La palabra señorita me recuerda a dos amigas solteronas de mi abuela. En casa todos las llaman las señoritas, por eso una señorita, para mí, es una vieja solterona. Tutéeme, por favor, de lo contrario hará que me sienta incómoda.

Pensé que no debía resultar tan fácil que se sintiera incómoda, y estaba a punto de decirle que de acuerdo, que la tuteaba si ella hacía lo mismo conmigo, etcétera, etcétera, cuando recordé que —constaba en el informe de los carabinieri, en los datos generales— tenía veintitrés años. Yo tenía cuarenta y cinco, era un abogado en el ejercicio de su función y, técnicamente, podría ser su padre.

Me di cuenta de que no sabía qué responder. Decirle que prefería que siguiéramos hablándonos de usted hubiese resultado ridículo y odioso; decirle: vale, tuteémonos (y, ya puestos, ¿nos vamos a tomar juntos un helado azul pitufo en el bar de alumnos?) era inapropiado, así que hice algo que no me gusta en absoluto, pero que me pareció lo único viable: la tuteé y dejé que ella siguiera hablándome de usted.

—Bien. Gracias por haber acudido a la cita. Creo que la madre de Manuela te ha explicado ya por qué quiero hablar contigo.

—Sí. Me ha dicho que está usted comprobando que en la investigación sobre la desaparición de Manuela no hayan quedado cabos sueltos y si, eventualmente, es posible hacer alguna otra averiguación.

—Sí, en efecto, así es. Por lo que he podido deducir de la lectura de los autos tú eres una de las mejores amigas de Manuela.

—Sí, Manuela y yo somos muy amigas.

—Háblame de ella. Cuéntame qué tipo de persona es, cuánto tiempo hace que os conocéis, qué tipo de relación tenéis, y todo lo que se te pase por la cabeza. Aunque sean cosas sin importancia, necesito hacerme una composición de lugar, tener alguna idea desde la que arrancar y, desgraciadamente, ideas, por ahora, tengo muy pocas.

—Está bien. Manuela y yo nos hemos conocido en Roma, a través de Nicoletta. Ellas comparten piso en Roma desde hace un par de años, más o menos. Es decir, Manuela se fue al apartamento de Nicoletta, dejó el piso en el que estaba antes. Creo que tuvo algún problema con su anterior compañera.

—¿Nicoletta es Nicoletta Abbrescia?

—Sí, ésa es. A ella la conozco desde la época del colegio. Es un poco más joven que yo.

—¿Tú vives todavía en Roma?

—No. Éste es el primer curso que no lo paso allí. Antes del verano se me acabó el contrato y tuve que dejar la casa de Roma. Tendría que haberme puesto a buscar una en otoño, pero entonces pasó lo de Manuela y..., no sé, no me sentía con ánimos como para ponerme a buscar casa, así que ahora estudio en Bari y voy a Roma a examinarme.

Tuve la impresión de que en el ritmo de la respuesta se había producido una cierta aceleración. Como si la pregunta la hubiese colocado en una situación incómoda. La joven interrumpió rápidamente el flujo sincopado de mis pensamientos.

—Usted es un abogado penalista, ¿no?

—Sí.

—Mi memoria de licenciatura es sobre procedimiento penal, sobre el incidente probatorio. Me gustaría ser fiscal o abogado penalista. Cuando me haya licenciado podría contratarme aquí, para hacer las prácticas.

—¿Por qué no? —contesté con tono dubitativo, sin saber realmente qué decirle.

—Soy una chica guapa, causaría una buena impresión llevándome con usted a los juzgados. Sus colegas le envidiarían —añadió.

—Eso, seguro, aunque no es suficiente.

—Está bien, perdóneme. A veces me porto como si fuera tonta. Soy un poco frívola y me olvido de las cosas serias. Por ejemplo, que estoy aquí por un asunto muy serio. ¿Qué me había preguntado?

—¿Cómo es Manuela? Aunque he visto sus fotos no consigo imaginármela.

—Manuela es muy guapa. No muy alta, con el pelo negro (aunque esto ya lo habrá visto en las fotos); en verano, cuando se pone morena, se le oscurece mucho la piel. Muy bien hecha. También Nicoletta es una chica guapa, pero tiene menos personalidad. Es alta y delgada, ha trabajado de modelo. Cuando nos maqueamos y vamos las tres juntas a una fiesta o a un local, la gente (no sólo los chicos) se da la vuelta para mirarnos. Vamos, que causamos impresión. Nos llaman las Sex and the City [Sexo en Nueva York].

Me miró directamente a los ojos para ver si la información había producido algún efecto. Me esforcé en ignorarla.

—¿Y de carácter? ¿Cómo es Manuela?

—Es una chica decidida. Si quiere una cosa, va a por ella. En eso nos parecemos mucho las dos.

Lo dijo mirándome de nuevo directamente a los ojos, durante unos instantes más de lo debido.

Recordé lo que me había dicho Anita, que Manuela le había parecido una persona nerviosa.

—¿Dirías que es una persona nerviosa o tranquila?

—Tranquila. Es de esas que controlan la situación hasta cuando están sometidas a estrés. Tranquila, sin ninguna duda.

En ese caso, si la impresión de Anita era correcta, esa tarde algo no debía haber ido bien, ya antes de su desaparición. El detalle, quizá, podía ser significativo. O quizá se trataba sólo de dos puntos de vista distintos. En cualquier caso, necesitaba averiguar algo un poco más concreto.

—Supongo que eres consciente de que esta conversación es absolutamente confidencial...

Por primera vez, desde que había entrado en mi despacho, me pareció que vacilaba unos segundos.

—Sí..., es decir...

—Quiero decir que todo lo que me cuentes, sea lo que sea, se quedará entre nosotros. Lo único que me interesa es encontrar algún punto, alguna rendija desde la que entender algo.

—Sí..., vale.

—Me gustaría que me dijeras, con franqueza, si tienes alguna idea sobre qué puede haberle pasado a Manuela.

—No. No tengo ni la más mínima idea. Los carabinieri me preguntaron lo mismo. Pero no consigo imaginarme qué puede haberle ocurrido. Yo también me he roto la cabeza pensándolo, como todos, pero...

—Dime qué has pensado, por muy descabellado que te parezca. Algo has tenido que imaginarte, por fuerza. Quizá lo has descartado, más tarde, pero algo ha tenido que ocurrírsete.

Ella me miró. Se había puesto seria. Me explico, hasta ese momento en su expresión había habido siempre un matiz ligeramente provocativo, como si, de alguna forma, se estuviera tomando todo eso como un juego. Ahora, ese matiz había desaparecido. Antes de contestarme, suspiró.

—He pensado que la desaparición de Manuela podía estar relacionada con Michele, su ex.

Era evidente que ese gilipuertas era el sospechoso perfecto, pensé. Qué pena (pero qué suerte para él) que ese día estuviese en el extranjero.

—Pero Michele se encontraba en el extranjero.

—En efecto.

—¿Por qué pensó en Michele?

—¿Qué importa eso ahora? Él estaba en el extranjero, así que no pudo tener nada que ver.

—Da igual, me gustaría que me dijeras, de todas formas, por qué has pensado en él.

Caterina sacudió la cabeza, como si estuviese convencida de que hablar de ese tema era un error. Suspiró de nuevo. Esta vez, haciendo más ruido y expulsando el aire por la boca. Bufando. Me sorprendí fijándome en que al respirar se le elevaba el pecho, llenando el vestido y la cazadora. Viejo verde.

—Michele nunca me gustó. Así que estoy influida por eso, pero...

—¿Pero?

—Pero es un tío de mierda.

—¿En qué sentido lo dice?

—En todos los sentidos. Es un tío violento y, en mi opinión, un perfecto imbécil, además. Cuando lo dejaron y a Manuela se le pasó el subidón, decía que era un tío de lo más vulgar. Creo que tenía razón.

—Pero si era así, ¿por qué Manuela salió con él y tanto tiempo, además? Por cierto, ¿cuánto estuvieron juntos?

—No lo sé exactamente. Cuando conocí a Manuela ya estaban juntos. Lo dejaron, mejor dicho, Manuela le dejó a él, hará cosa de un año. Pero él no se resignó. La persiguió durante meses. Imagínate, el gran Michele Cantalupi plantado por una cría.

—No me has dicho qué vio Manuela en semejante tipo. ¿Qué datos me faltan?

—Le falta que ese tío de mierda, por desgracia, está buenísimo. Por eso consigue hacerle daño a tanta gente. Está más bueno que Brad Pitt.

Permaneció unos segundos sin decir nada más. Adoptó una actitud pensativa, como si su información sobre la belleza de Cantalupi se mereciese una reflexión. Al final, asintió con gravedad, como si acabase de entender un concepto difícil. Volví a mirarla. Estaba sentada con toda corrección pero llenaba el espacio. Me fijé en las pequeñas gotas de sudor que tenía sobre el labio superior.

—¿Y qué hace ese caballero en la vida?

—Nada. Nada útil, por lo menos. Se folla a todo lo que se le pone a tiro, juega a las cartas, no termina Económicas y Empresariales y..., punto, no hace nada más.

Se había detenido antes de decir algo más. Se había parado, lo noté claramente. Había algo que no me había dicho y de lo que no quería hablar. O, quizá, quería hacerlo y no hacerlo a partes iguales. Tenía que volver sobre el tema, pero no ahora.

—Has dicho que es violento. ¿Ése es el motivo por el que sospechaste que podía haber tenido algo que ver con la desaparición de Manuela? ¿O tenías una idea más precisa?

—No. No me hice ninguna idea precisa. Cuando me enteré de que algo le había pasado a Manuela y de que no se sabía el qué, pensé enseguida en él.

—Cuando ella lo dejó, él estuvo acosándola durante un tiempo, según me has dicho...

—Sí. Llamadas, correos electrónicos, lloriqueos suplicándole que volviera con él. También encerronas. Vino dos veces a Roma, una de ellas le montó el pollo en plena calle, llegaron a levantarse la mano, él le dio, ella reaccionó, nosotros nos pusimos en medio...

—¿Quiénes estabais?

—Dos amigos y yo.

—¿Cuánto duró esa persecución?

—Meses. No recuerdo cuántos.

—He leído su declaración a los carabinieri. Admitió que la relación había terminado de forma un tanto borrascosa, pero también dijo que luego las cosas se serenaron y que, al final, sus relaciones eran buenas, amistosas.

—¿Amistosas? Yo no diría eso. Aunque sí que es verdad que las llamadas se acabaron y que él dejó de aparecer por allí. Manuela decía que, seguramente, ya había encontrado otra víctima.

—¿Y así era?

—No lo sé. Creo que ni siquiera Manuela lo sabía. De todas formas, a ella se la sudaba.

—Antes, cuando te he preguntado qué hace Michele en la vida, has estado a punto de añadir algo pero te has interrumpido.

—¿Cuándo?

—Estabas diciendo algo y te has parado. Caterina, todo lo que me cuentes es confidencial, pero necesito saber lo máximo posible. Quizá no tenga nada que ver con la desaparición de Manuela, es más, seguramente no tendrá nada que ver, pero necesito saberlo.

Ahora parecía incómoda, como si la situación se le hubiera ido de las manos y temiese meter la pata. Se estaba preguntando cómo dar marcha atrás. Recordé lo que había hablado con Anita, lo de que en los trulli circulaba droga. Pensé que no me costaba nada preguntarle por eso, como mucho me diría que estaba equivocado.

—Caterina —dije—, ¿ese algo está relacionado con la droga?

Me miró estupefacta.

—Entonces, ¿ya lo sabía?

Obviamente, no, no lo sabía. Me sentí como cuando vas de farol en el póquer. Encogí los hombros, con un gesto de indiferencia. No dije nada, era su turno.

—Si ya lo sabe, hay poco más que decir. Le gustaba mucho la coca, siempre llevaba y..., bueno...

—¿También traficaba con ella?

—¡No! Es decir, no lo sé. Eso no puedo decírselo.

Y, tras vacilar otro instante:

—Pero siempre llevaba mucha.

—¿Lo de la droga tuvo algo que ver con la ruptura entre él y Manuela?

Sacudió con fuerza la cabeza. Durante una fracción de segundo, me pareció captar un chispazo de desesperación en aquel gesto. Me dije que tenía que controlar mi tendencia a sobreinterpretar.

—Como es lógico, aquí no se podrá fumar, ¿no?

—Nunca hubiera dicho que fueras fumadora, tienes aspecto de deportista.

—Fumo sólo tres o cuatro cigarros al día. Después de cenar, después de un vaso de vino... En los momentos de relax. Pero a veces, cuando estoy muy tensa, necesito uno. Como ahora.

—Bueno, siento haberte puesto tensa. Fuma si quieres, aquí no está prohibido.

—No es que me ponga usted tensa. Es más, es usted un tío muy majo. Es toda esta situación que..., ¿me entiende, no?

Sacó una pitillera de colores, cogió un cigarro y lo encendió con aire masculino. Cogí un cenicero de un cajón y se lo alargué.

— Fui deportista, en mis tiempos.

—¿En tus tiempos? ¿Qué quieres decir?

—Practicaba natación, y muy en serio. He ganado varios campeonatos regionales y algunos nacionales. Pero era una vida muy estresante. Dos entrenamientos diarios que, sumados a los estudios, querían decir vida privada cero. Así que lo dejé hace unos años. Y no me he arrepentido.

—Yo también dejé el deporte de competición más o menos a tu edad.

Obviamente, no existía ninguna buena razón para que le dijera eso, salvo mi patética vanidad.

—¿Qué deporte practicaba?

—Boxeo.

—¿Boxeo? Pero ¿combates de verdad, en el ring?

—Combatí unos años. Como aficionado, claro. Gané un campeonato regional y una medalla de plata en los campeonatos nacionales universitarios.

¿Te has vuelto idiota?, me dije. Estás coqueteando con una jovencita, como si tuvieras su edad. Para enseguida, imbécil.

—¡Qué guay! Me gustan los hombres masculinos. Suelo intimidar a los hombres y, en cambio, los que me gustan muchísimo son los que no se dejan intimidar. Pero usted, ¿cuántos años tiene?

Aturdido por mi propia y estúpida vanidad, empleé algunos segundos en darme cuenta de que ella había desviado la atención de mi pregunta, ganando unos minutos preciosos, al menos para recuperar el control.

—Dejemos a un lado mi edad. Me estabas hablando de Cantalupi y del asunto ese de la droga. Te acababa de preguntar si eso tuvo algo que ver con la ruptura entre Michele y Manuela.

—No lo sé. Pero no podría descartarlo. No creo que haya sido por una causa sola, fue el conjunto. Manuela se había dado cuenta de cómo era realmente ese tío y ya no quería estar con él.

—Manuela, que tú sepas..., ¿consumía cocaína con Michele? ¿Lo hizo alguna vez, por lo menos?

Bufó. Sacudió la cabeza. Parecía estar pensando que había hecho mal en venir, en creer que iba a controlar fácilmente la situación.

—¿Y eso qué más da? ¿Qué tiene que ver con la desaparición de Manuela lo que ella hacía con ese gilipollas de mierda hace un año?

Probablemente tenía razón. Probablemente no tenía nada que ver, pero no podía asegurarse con certeza sin verificarlo antes. También, y sobre todo, porque ese gilipollas de mierda no parecía trigo limpio, se había negado a hablar conmigo y, de una forma u otra, tenía algo que ocultar. Pensé que debía ganarme la complicidad de Caterina.

—Escúchame, Caterina. Como premisa, en esta historia todos estamos dando palos de ciego. Tenemos que intentar entender qué hay en la oscuridad y, a priori, es imposible establecer qué es relevante y qué no lo es. Por eso necesito que me contestes a la última pregunta que te he hecho.

Dejé que pasara algún segundo. Ella me miraba con el ceño fruncido, sin decir nada.

—Lo necesito, además, porque Michele se niega a hablar conmigo. Eso no significa, necesariamente, que tenga algo que ver con la desaparición de Manuela, pero unas mínimas comprobaciones me parecen indispensables.

—¿Michele se ha negado a verle?

—Sí. La madre de Manuela lo localizó, igual que a ti. Al principio dijo que sí, que vendría, de hecho le había citado ahora, después de ti. Pero, hace un rato, me ha llamado un abogado, me ha dicho que Michele era su cliente, que éste no iba a venir a verme y que si intentaba ponerme de nuevo en contacto con él me denunciaría al colegio de abogados. ¿Te extraña?

—Sí. Es decir, en realidad no.

—Probablemente, tiene algo que ocultar. Y ese algo es lo que tengo que descubrir, aunque sólo sea para descartar que haya un nexo con la desaparición de Manuela. Por eso toda información es bienvenida.

—Lo que le diga, ¿se quedará entre nosotros?

—Por supuesto. Todo lo que me digas será tratado como secreto profesional.

En realidad, lo que acababa de soltarle era una estupidez. El secreto profesional concierne a las relaciones entre abogado y cliente y Caterina no era mi cliente. Pero aludir al secreto profesional siempre produce efecto y pensé que reforzaría mi promesa de guardar silencio.

—Manuela esnifaba coca de vez en cuando.

Antes de continuar con las preguntas dejé que la frase, después de haberse quedado suspendida, se posase entre los dos.

—¿Con Michele?

—Sí. Fue él quien se la dio a probar.

—¿Lo hacía con frecuencia, de vez en cuando? ¿Poca? ¿Mucha? ¿Ha continuado consumiendo después de romper con él?

—No sé con qué frecuencia lo hacía. Y no sé si siguió consumiendo después de romper con Michele.

La miré de arriba a abajo. Mi cara decía que era difícil creerse esa respuesta. Que no supiese algo así de su amiga íntima.

—Sí, de acuerdo, puede que haya consumido más veces, también después. Pero era una cosa que no me gustaba y no hablábamos de ello.

Meditó unos segundos y luego prosiguió.

—Yo estaba (estoy) en contra de la droga. Se lo dije un par de veces y ella se cabreó, como si me estuviese metiendo en lo que no me importa. Puede que tuviera razón, cada uno hace lo que quiere con su vida. A mí también me molesta que alguien venga a decirme qué debo hacer y qué no. No volví a decirle nada y ella, como sabía que era algo que no me gustaba, no sacó nunca el tema.

—¿Sabes si consumía últimamente?

—No lo sé. ¡Se lo juro!

Lo había dicho con un tono exasperado, pero recuperó el control casi en el acto y siguió hablando.

—Mire, yo le estoy ayudando. Y no sé ni siquiera cómo ha conseguido que le diga ciertas cosas, cosas que no tenía intención de contarle. El hecho de que esté siendo sincera con usted debería convencerle de que no tengo la intención de ocultarle nada. Tiene que creerme.

—Te creo. Pero puede escapársenos algo, por eso insisto.

—No sé si Manuela, justo antes de su desaparición, consumía drogas. No lo sé. Si lo supiera se lo diría, ya le he dicho un montón de cosas.

—¿A quién podríamos preguntárselo?

—No lo sé. Los últimos meses yo estaba en Bari y ella en Roma, nos veíamos menos.

Habría debido preguntarle si alguna vez ella consumió droga con Manuela, pero no fui capaz de hacerlo.

—¿Qué sabes de ese sitio cerca de Ostuni en el que Manuela pasó la noche del sábado?

—Nada especial. He estado una vez, el año pasado, cenando. Es un sitio que está muy bien, siempre hay un montón de gente enrollada que va y viene. A Manuela le gustaba mucho ir allí.

—¿Conoces a la chica que hospedó a Manuela?

—Muy por encima.

Hice una pausa para procesar la información que estaba recibiendo. No estaba tomando notas. Había pensado que la conversación fluiría de forma más natural y que, por lo tanto, sería más útil si no la interrumpía para escribir. Intenté, pues, organizar mentalmente lo que me había dicho Caterina. En cuanto la joven se fuese apresuraría algunas anotaciones.

—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que viste a Manuela?

—El miércoles o el jueves. No lo recuerdo con seguridad. La llamé, quedamos en el centro y nos tomamos el aperitivo.

—¿De qué hablasteis?

—No me acuerdo. De nada importante.

—¿Dijo algo sobre Michele?

—No.

—¿Notaste algo fuera de lo normal en su forma de comportarse? No sé, si estaba nerviosa, agitada, eufórica...

—No. Manuela estaba perfectamente normal. Puede que dijera algo sobre que tenía que ir a Roma a la semana siguiente, pero tampoco estoy segura. Fue un encuentro normal y corriente, como otros muchos.

—¿Manuela se veía con alguien en esa época?

—¿Quiere decir si tenía una historia?

—Sí.

—No. Unos meses antes había salido con un tío, en Roma. Nada serio. En septiembre no estaba con nadie, seguro.

—¿Sabes quién era ese último chico, con el que salía en Roma?

—No. Recuerdo que unos meses antes me había hablado de uno que iba detrás de ella y que la había invitado a cenar, pero ese tío no le gustaba especialmente. Había aceptado salir con él sólo porque se aburría.

—¿Y no lo conoces?

—No, no lo he visto en mi vida. Ni siquiera sé cómo se llama.

—Quizá lo conozca Nicoletta Abbrescia.

—Sí, es posible, aunque sólo sea porque vivían en el mismo piso.

—Nicoletta Abbrescia ahora está en Roma, ¿no?

—Creo que sí. No hablamos desde hace mucho.

—¿Y eso?

—Desde que me he ido de Roma las relaciones se han enfriado. Además, ella viene a Bari mucho menos que Manuela. Creo que nos hemos visto tres o cuatro veces desde que he vuelto.

—¿Cuántas veces os habéis visto desde la desaparición de Manuela?

—Ninguna. Hemos hablado por teléfono, pero no hemos quedado.

—¿Y eso?

—Ya le he dicho que nuestras relaciones se han enfriado. Probablemente, era Manuela la que nos mantenía unidas. Sin Manuela, es natural que hayamos dejado de vernos.

—Pero habéis hablado por teléfono.

—Sí, claro, un par de veces. Ella me llamó en cuanto se enteró de que Manuela había desaparecido.

—¿Cuándo fue eso?

—Un par de días después, creo. Los padres de Manuela la llamaron para preguntarle si la había visto cuando empezaron a no saber nada de ella.

—Y Nicoletta no sabía nada.

—Nada.

—¿Habéis hecho alguna conjetura juntas?

Hizo otra pausa, pero esta vez muy breve. El argumento ya se había tocado.

—Las dos hemos pensado en Michele, pero luego resultó que estaba en el extranjero.

—Pero, ¿qué os habéis dicho exactamente?

—Nada en concreto. Cosas del tipo: ¿no tendrá Michele algo que ver?, ¿y qué habrá hecho?, no la habrá secuestrado, ¿no?

—¿Habéis hablado de la posibilidad de que la hubiese secuestrado?

—De la posibilidad, no. No sabíamos qué pensar y hemos dicho «no la habrá raptado, ¿no?» o algo parecido. Pero era sólo por hablar.

—¿Quién ha dicho esa frase, tú o Nicoletta?

Me di cuenta de que mi tono se había vuelto apremiante.

—¡No era una frase! Era una especie de broma, dicha, así, sin pensar, sólo por decir algo: «No la habrá secuestrado, ¿no?», en vista de que no sabíamos explicarnos qué era lo que le podía haber pasado. Nunca he pensado, en serio, que la haya secuestrado de verdad.

—Pero hace poco has dicho que, cuando te enteraste de la desaparición de Manuela, pensaste enseguida que Michele podía haber tenido algo que ver en el asunto.

Ella se encendió otro cigarro, esta vez sin pedir permiso.

—Es verdad. Y también es verdad que dijimos lo del secuestro. Pero sólo fue, no sé, por decir algo. No me imagino, en realidad, cómo podría haber ocurrido algo así. Y, además, todo este discurso no tiene sentido porque él no estaba entonces en Italia.

Su tono se había vuelto todavía más exasperado, y pensé que había llegado el momento de concluir. Para no hacerlo bruscamente, y que ella tuviera la impresión de que me detenía porque ella se había impacientado, permanecí en silencio unos segundos, dejando que terminase de fumarse su cigarro.

—Está bien, gracias. Me ha sido muy útil hablar contigo.

Ella me miró y se relajó visiblemente. Parecía que, ahora, era ella la que quería hacerme una pregunta.

—¿Qué piensa hacer?

Le devolví una mirada parecida a la que ella me había dirigido hacía apenas unos segundos. Me estaba preguntando si debía responder a su pregunta y, en caso afirmativo, cómo hacerlo. Me dije que ella podía ayudarme a echar un vistazo en el mundo de Manuela, suponiendo que los motivos de su desaparición estuviesen ocultos en ese mundo.

—Buena pregunta. Yo también me la estoy haciendo. Lógicamente, sería interesante hablar con Cantalupi, pero por ahora no lo veo fácil. Y me gustaría hablar también con Nicoletta, yendo a Roma, si es necesario. Eso, claro, si ella consiente en hablar conmigo.

—Si quiere, yo puedo hablar con Nicoletta.

La miré, sorprendido por la proposición.

—Bueno, me sería de gran ayuda, sí...

—Siento haberme puesto antes un poco nerviosa. Me pasa siempre que me siento insegura. No me gusta sentirme insegura. Perdone.

—No hay nada de qué disculparse. Es natural; además, yo he sido demasiado insistente. No tiene nada de raro que te hayas puesto nerviosa.

—Me gustaría ayudarle. Me gustaría colaborar con usted en descubrir qué ha ocurrido.

—Hablar con Nicoletta y pedirle que quede conmigo me sería de gran ayuda, en serio.

—Está bien, la llamo, entonces, y le digo. ¿Me deja un número de móvil?

Sabía que me acababa de pedir el número de móvil por motivos, cómo decirlo, técnicos. Sin embargo, durante unos instantes, sentí una vibración peligrosa.

La alejé, molesto. Cogí una tarjeta, añadí con la pluma el número de mi móvil y se la di. Lo mismo, exactamente, que había hecho con Anita.

Pero no era lo mismo.