13

Ya me había despedido de Consuelo, y estaba a punto de entrar en una enoteca para tomar un bocado, cuando recibí la llamada de Fornelli. Me dijo que había hablado con la madre de Manuela que, a su vez, había llamado a las dos amigas y al ex novio. A través de otras amistades de su hija había localizado también a Salvemini, es decir, a la joven que había llevado a Manuela a la estación de Ostuni. Les había explicado a todos que estaban intentando descubrir qué le había ocurrido a su hija y les había pedido que quedaran conmigo. Todos habían dicho que sí, salvo Abbrescia.

—¿Por qué Abbrescia no?

Al otro lado de la línea se produjo un breve titubeo.

—Le ha dicho a la madre de Manuela que está en Roma, que en las próximas semanas va a estar liadísima con las clases y los exámenes, y que no sabe cuándo volverá a Bari.

Después de otro titubeo, Fornelli continuó.

—A decir verdad, la señora Ferraro ha tenido la sensación de que la chica se sentía incómoda, de que no le había gustado que la llamara y, todavía menos, la perspectiva de tener que hablar contigo. Con un abogado, vamos.

—¿Puedes conseguir su número de teléfono?

—Por supuesto. Los demás, en cualquier caso, han dicho que están dispuestos a ir a verte a tu bufete. Hoy mismo, incluso, si tú estás libre.

Le dije que esperara unos minutos, le eché un vistazo rápido a la agenda que llevaba en la cartera y vi que sólo tenía un par de citas a primera hora de la tarde.

—De acuerdo. Son tres, así que mejor dejar una hora de distancia entre uno y otro. Si te parece bien, quedamos así: uno a las seis, otro a las siete y el último a las ocho. Así tengo tiempo para hablar con calma con cada uno de ellos. ¿Te encargas tú de llamarlos y de establecer el horario?

—Sí, claro, yo me encargo. Si no te llamo en media hora es que está todo confirmado.

La primera que se presentó, unos minutos después de las seis, fue Salvemini.

Era una chica baja, compacta; vestía pantalones cargo y una cazadora de piel marrón. Tenía la cara mofletuda pero decidida, estrechaba la mano como un hombre, y me dio la sensación de que se trataba de alguien en quien se podía confiar.

—Antes de nada, quiero darle las gracias por haber aceptado venir a verme. Creo que la señora Ferraro ya le ha indicado el motivo por el que quiero hablar con usted.

—Sí, me ha dicho que está haciendo algo así como investigar la desaparición de Manuela.

Antes de que consiguiese interceptarla, una sensación de purísima e imbécil vanidad me estremeció de pies a cabeza. Si estaba haciendo algo así como investigar, podía decirse que yo era algo así como una especie de investigador.

O, más razonablemente —pensé, recuperando el control—, algo así como una especie de gilipollas.

—Digamos que estoy volviendo a examinar el informe de los carabinieri para ver si, eventualmente, se ha escapado algún detalle que pueda aportarnos algún dato sobre la desaparición de Manuela.

—Pero usted es abogado, ¿no?

—Sí, soy abogado.

—No sabía que los abogados hiciesen..., bueno, que hiciesen cosas como éstas, como si fueran un detective privado, ¿no?

—Sí y no. Depende de las circunstancias. ¿Qué estudia usted, Anita?

—Estoy a punto de licenciarme en Ciencias de la Información.

—Ah, ¿quiere ser periodista?

—No, me gustaría abrir una librería, aunque sé que no es fácil. Creo que haré un máster y que luego trabajaré un par de años en alguna cadena de librerías, quizá en el extranjero. En algún sitio tipo Barnes & Noble, o Borders.

Una persona que dice que le gustaría tener una librería me resulta simpática en el acto. Cuando era jovencito, a veces pensaba que me gustaría ser librero. Tenía una visión romántica, muy poco realista, de ese trabajo que, a mi parecer, debía consistir, esencialmente, en pasarme el tiempo leyendo gratis todo lo que me apeteciera. Sólo muy de vez en cuando, me interrumpiría algún cliente que, de todas formas, se esfumaría enseguida para no perturbar demasiado mi lectura. Pensaba que trabajando de librero, o quizá de bibliotecario, tendría mucho tiempo libre para escribir mis novelas, en las largas tardes de primavera, mientras los rayos del sol atravesaban las cristaleras —más o menos del tipo City Lights Books— y se posaban dulcemente sobre las mesas, las estanterías y, naturalmente, los libros.

—Qué bonito. De joven yo también pensaba que me gustaría ser librero. Volviendo a su pregunta: tiene razón, por lo general las investigaciones de la defensa son asunto de un investigador privado, pero en este caso la familia de Manuela ha preferido que se ocupase del tema un abogado, es decir, alguien con específica competencia procesal.

Lo dije como si se tratase de un trabajo que me era habitual. Ella asintió, y por su expresión pareció que se había quedado satisfecha con la respuesta que le había dado. Más en concreto: satisfecha por haberme hecho la pregunta y satisfecha porque le hubiese contestado, tratándola con respeto y sin suficiencia. Pensé que era un buen punto de partida para pedirle que me contase su historia.

—Entonces, me gustaría que me explicase, antes que nada, qué recuerda de aquel domingo por la tarde.

—Lo mismo que ya les conté a los carabinieri.

—No, perdone. Le rogaría que no piense en lo que les contó a los carabinieri. Es más, me gustaría que intentara olvidarse de lo que contó en el cuartel, el contexto en el que lo hizo, y todo lo demás. En los límites de lo posible, querría que me contase los hechos como si fuese la primera vez que lo hace, quizá ampliando la visión de los recuerdos. Me explico: quiero que me cuente cuándo fue a los trulli, por qué, a quién conocía allí, lo que se le pase por la cabeza, para intentar desvincularse del relato que les hizo a los carabinieri.

Sobre este punto no estaba improvisando mi papel de policía. Eran cosas que había estudiado para preparar importantes investigaciones a debate.

Cuando hemos contado un hecho —y más si lo hemos hecho en un contexto formal, judicial o policial, con alguien tomándonos declaración— y tenemos que volverlo a hacer, tendemos a repetir la primera narración más que a evocar los recuerdos directos de la experiencia vivida. Este mecanismo se intensifica con las sucesivas repeticiones y, al final, terminamos recordando no los hechos, sino el relato de los hechos. Como es natural, este mecanismo hace que cada vez sea más difícil recuperar los detalles que se habían escapado la primera vez. Detalles que, con frecuencia, son insignificantes, pero que a veces podrían ser determinantes. Para recuperar estos detalles es necesario que la persona a la que se está interrogando se desvincule de su relato para que regrese al recuerdo de lo que ocurrió. Y, obviamente, no está dicho que se consiga.

No le expliqué todo esto a Anita, pero ella pareció entender que detrás de mi petición había una razón sensata. Permaneció unos segundos en silencio, como concentrándose para hacer lo que le había pedido.

—Yo no conocía a Manuela, quiero decir, la conocí ese fin de semana en los trulli.

—¿Había ido allí más veces?

—Sí, varias veces. Es un sitio poco común, por allí aparece la gente más diversa. Puede que usted haya estado alguna vez.

Dije que no, que no había estado jamás, y ella me explicó que se trataba de un enorme conjunto de trulli, que tenía en alquiler un grupo de amigos y al que iba un montón de gente en verano. Apretándose un poco, cabían hasta unas treinta personas. Todas las semanas había fiestas y eventos. Era una especie de comuna para jovencitos ricos, todos más o menos de izquierdas y todos más o menos radicales-chic.

—El domingo por la tarde tenía que ir a Ostuni a ver a una amiga y Manuela me pidió que la llevara. Tenía que volver a Bari y los amigos con los que había ido preferían quedarse también esa noche.

—¿Recuerda con quiénes fue Manuela?

—Recuerdo las caras, pero no los nombres.

Los nombres de los jóvenes estaban en el dosier. Sus declaraciones eran tan insignificantes que ni siquiera los había incluido en la lista de personas cuyas declaraciones quería volver a escuchar.

—Antes de que me cuente cómo fue el trayecto en coche, aquel domingo por la tarde, me gustaría que me hablase un poco de la vida que se hacía en los trulli.

—¿En qué sentido?

—Quiero saber qué ocurría allí. Qué gente llegaba, qué gente se iba, si se fijó en algún personaje inusual, en alguien que, por ejemplo, hablase con Manuela. No sé, si había gente que bebía, que quizá se fumase un porro...

Pronuncié la última frase con una cierta incomodidad. Empleé la expresión «fumarse un porro» porque me pareció que usar frases de la jerga judicial como «consumo de estupefacientes» podía hacer menos fluida la comunicación, pero me di cuenta de que al hacerlo estaba hablando como el típico señor mayor que intenta, ridículamente, hablar el mismo lenguaje que manejan los chavales, lo que hizo que me sintiera a disgusto. En cualquier caso, me pareció advertir que la mirada de Anita se desviaba unos instantes, que el contacto ocular se interrumpía, como si la pregunta sobre los porros le hubiese creado algún problema. Pero fueron apenas unos instantes, como he dicho, y me dije que, seguramente, la cosa no tenía significado alguno.

En los trulli la vida empezaba ya bien entrada la mañana, salvo para un pequeño grupo que se levantaba prontísimo para hacer taichí y que luego se iba a la playa, cuando aún estaba casi desierta. El desayuno, en el que los cafés y los capuchinos se mezclaban ya con los primeros combinados alcohólicos —spritz y negroni, sobre todo, me dijo como si la información fuese importante—, se tomaba hacia la una. Spaghettate, bebida, música, gente que llegaba, gente que se iba. Por la tarde, a la playa, hasta el anochecer: happy hour, música, más negroni, más spritz; luego, se volvía a los trulli o se iba a cenar a algún sitio en las cercanías: Cisternino, Martina Franca, Alberobello, Locorotondo, Ceglie o quizá, Ostuni.

Eran rituales que yo conocía de sobra, formaban parte de mi vida hasta hacía apenas unos pocos años; sin embargo, al oírselos describir a una chica veinte años más joven que yo, me parecieron lejanísimos. No fue una sensación precisamente agradable.

—Dice usted que iba con frecuencia a los trulli.

—Sí.

—¿Se fijó en alguien en particular ese fin de semana? ¿Ocurrió algo distinto a lo habitual?

—No, no creo. Había unos chicos ingleses, pero no pasó nada fuera de lo habitual.

—Supongo que, como es lógico, alguien se haría algún que otro porro...

Tal y como me imaginaba (y tal y como, por otra parte, ya le había ocurrido poco antes) la mención a los porros la inquietó.

—Yo... No lo sé... Es posible, pero...

—Perdone, Anita. Antes de que siga, quiero dejar una cosa muy clara. Una cosa muy importante. Yo no soy la policía ni soy tampoco el fiscal.

Hice una pausa para comprobar que me seguía.

—Eso quiere decir que mi obligación no es indagar acerca de los delitos y descubrir quién los ha cometido. Me importa un bledo si en los trulli o donde sea alguien se ha metido de todo, se ha emborrachado, o se ha fumado lo que sea. Mejor dicho, sí me interesa, pero sólo si la información puede ayudarme a descubrir algo sobre la desaparición de Manuela. Usted no tiene por qué preocuparse. Esta conversación es, y así lo será siempre, absolutamente confidencial. Por otra parte, es probable que no haya ninguna relación entre la desaparición de Manuela y el hecho de que allí se fumase algo de costo. Pero yo voy a tientas en este asunto, y cualquier fragmento de información puede serme útil, al menos en teoría. Pero para saberlo, necesito contar con esa información y valorarla. ¿Me he explicado?

Anita tardó algo en contestarme. Se rascó una ceja, se la recompuso con el dedo medio y, por último, suspiró.

—Un poco sí se trapicheaba, sí.

—¿Con qué? —dije con cautela, temiendo que llegados a este punto mis preguntas la bloqueasen, en vez de animarla a proseguir.

—Yo he visto sólo circular algún que otro porro, pero creo que había algo más.

—¿Cocaína?

—Me ha asegurado que esta conversación es confidencial.

—Totalmente confidencial. Puede estar tranquila. Nadie sabrá jamás que me ha contado estas cosas.

—Cocaína, sí. Y también ácido. Pero, repito, yo no he visto ni probado nada.

Tuve un ligero estremecimiento de alegría. Como si el objetivo de mis pesquisas fuese descubrir si en la zona de Vattelappesca había niñatos aburridos que se atiborraban de diversas sustancias psicotrópicas y, por lo tanto, mi misión estuviese cumplida.

—¿Sabe usted si Manuela consumía algo?

—No, para nada.

—¿Quiere decir que no consumía o que no sabe si lo hacía?

—No sé si consumía. Nos conocimos el sábado por la tarde, aunque seguramente nos habíamos visto antes, en las playas de Torre Canne, en los trulli o en Bari. Su cara me sonaba mucho, pero conocernos, lo que se dice conocernos y hablar, no lo hicimos hasta el sábado por la tarde.

—¿Por qué le pidió Manuela que la llevase en coche?

—La tarde..., mejor dicho, la noche anterior, cuando la fiesta se había acabado y los que no se quedaban a dormir en los trulli se habían ido ya, unos cinco o seis nos quedamos hablando, algunos fumando un cigarro. Las últimas charletas antes de irnos a la cama. Hacía un buen rato que habían dado las tres. En algún momento, Manuela nos preguntó si alguno se volvía a Bari al día siguiente porque ella estaba buscando a alguien que la llevase.

—¿Y no había nadie que volviese a Bari?

—No, al menos nadie de los que todavía estábamos despiertos. Yo le dije que por la tarde tenía que ir a Ostuni y que, si quería, podía llevarla a la estación. Allí podía coger un tren a Bari.

—Y Manuela aceptó en el acto.

—Dijo que si no encontraba a nadie que la llevase directamente hasta Bari, se vendría conmigo.

—Y, evidentemente, no encontró a nadie, ¿no?

—Nos vimos a la mañana siguiente, hacia las doce. Seguramente, alguien volvía a Bari esa noche, pero ya muy tarde. Manuela quería volver antes, por la tarde, así que me dijo que se vendría conmigo a Ostuni y que allí cogería el tren.

—¿Dijo que tenía que volver por la tarde? ¿Tenía algo que hacer antes de que fuera de noche?

—No me lo dijo.

—Pero usted tuvo la impresión de que así era.

—Sí, daba la sensación de que existía algún motivo específico por el que tenía que estar de vuelta antes de que fuera de noche.

—¿Y no le dijo cuál era este motivo?

—No. Quedamos en vernos hacia las cuatro, y se fue. No sé qué hizo hasta que volvimos a vernos.

Asentí, mientras pensaba qué otras posibles preguntas podía hacerle, antes de pasar al relato del trayecto entre los trulli y Ostuni. No se me ocurrió nada.

—Está bien. ¿Hablamos de lo que pasó luego, por la tarde?

—Sí, aunque no hay mucho que contar, la verdad. Ella llevaba una bolsa de viaje y vestía vaqueros y camiseta. Subimos al coche, intercambiamos unas pocas palabras...

—¿De qué hablaron?

—Hablamos poco, que eso vaya por delante, porque ella se pasó casi todo el rato trajinando con el móvil...

—Ha dicho usted «trajinando». Pero, ¿habló con alguien, recibió mensajes, algo?

—Ya les dije a los carabinieri que no recuerdo que hablase con nadie. Probablemente, escribía mensajes. Hubo un momento en que el teléfono emitió un sonido y yo pensé que podía ser un mensaje.

—¿Por qué pensó eso?

—Porque me pareció oír un sonido solo. Es decir, el móvil no siguió sonando. Un sonido de aviso, vamos. Me pareció un sonido extraño, pero no sabría decirle en qué sentido. Recuerdo que fue algo... inusual, eso es.

Estaba a punto de insistir, pero me di cuenta de que era una imbecilidad. Tenía los listados de las llamadas de Manuela, así que no servía para nada recuperar los fragmentos de recuerdos de Salvemini a ese respecto. Todas las llamadas de Manuela durante esa tarde figuraban en los listados de su móvil.

—Está bien. Dice que apenas hablaron, pero, de todas formas, ¿qué se dijeron?

—Nada importante. Qué estudias, qué has hecho estas vacaciones. Cosas de ese tipo, nada importante.

—¿Cuánto tardaron en llegar a Ostuni?

—Unos veinte minutos. A esa hora de la tarde la gente está todavía en la playa y hay muy poco tráfico.

—¿Manuela le produjo alguna impresión en particular?

Anita tardó algo en responder. Hizo el mismo gesto —que a esas alturas me pareció que debía ser una especie de tic— de rascarse la ceja y de recomponerla luego con el dedo medio.

—Una impresión en particular... No sabría decir. Quizá me pareció..., cómo decirlo, que tenía un carácter un poco nervioso.

—¿Quiere decir que en el coche dio señales de nerviosismo?

—No, no exactamente. La noche anterior, igual que a la mañana siguiente, cuando quedamos, y luego en el coche, me pareció..., no sé explicarlo. Estaba un poco nerviosa, no encuentro otra palabra.

—Pero, ¿le pareció que estaba preocupada por algo?

—No, no. No parecía preocupada. Sencillamente, no parecía una persona que estuviese tranquila.

—¿Sabría decirme si ella hizo algún gesto específico por el que tuvo usted esa sensación?

Otra pausa para pensar.

—No. No sabría decírselo. Pero estaba un poco, cómo decirlo..., un poco acelerada, eso es.

Me concedí algunos segundos para grabar mentalmente esa información.

—¿Cómo se despidieron?

—¿En qué sentido lo dice?

—Quiero decir: ¿quedaron en volver a verse, barajaron la idea de salir juntas en algún momento? No sé, ¿se intercambiaron los números de teléfono?

—No, nos despedimos sin más. Adiós, gracias, etcétera. No nos dimos los números de teléfono.

—¿Cuándo se enteró de que Manuela había desaparecido?

—Unos días después, cuando los carabinieri me dijeron que fuera al cuartel.

No sabía qué otras preguntas hacerle. El hecho de que hubiese salido a la luz el asunto del consumo de drogas en los trulli me había excitado, también porque no les había sido referido a los carabinieri. En realidad, aparte de ese detalle que, de cara a mis objetivos, era del todo irrelevante, no había averiguado nada que no se supiera ya. Y, naturalmente, la cosa resultaba frustrante. Me sentía como si estuviese intentando trepar por un hermoso y brillante cristal.

Hice una última intentona.

—Mientras iban en el coche, ¿surgió algún comentario sobre el hecho de que en los trulli circulaba droga, sobre lo que me ha comentado antes, vamos?

—No, para nada.

—Y usted no sabe si Manuela consumía...

—Ya se lo he dicho antes, no lo sé.

No tenía, realmente, ninguna otra pregunta que hacerle. Había llegado el momento de despedirnos. Justo entonces, recordé el consejo de Navarra. Saqué del cajón una de mis tarjetas de visita, apunté con la pluma también el número de mi móvil, y se la di.

—Es posible, mejor dicho, es muy probable que recuerde algo más tarde. Un detalle, algo en particular que ahora se le ha escapado. Si esto sucediera, por favor, llámeme cuando ocurra, al bufete o al móvil. Llámeme aunque el detalle le parezca irrelevante. A veces, cosas que parecen insignificantes pueden ser decisivas.

Nos pusimos de pie, pero ella se quedó quieta delante de mí, con la mesa en medio de los dos. Parecía como si quisiera añadir algo pero no encontrase las palabras o, simplemente, le resultase incómodo hacerlo.

—No se preocupe por lo que me ha contado. La conversación ha sido totalmente confidencial. Es como si no me hubiese dicho nada.

Su expresión se relajó. Esbozó una sonrisa y dijo que si recordaba algún detalle me llamaría, seguro.

Nos estrechamos la mano, le di las gracias y la acompañé a la puerta.