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Los clientes de Fornelli eran un hombre y una mujer. Matrimonio, unos diez años mayores que yo, pensé al mirarlos. Pocos días después, al leer sus datos en el dosier, descubrí que teníamos casi la misma edad.

De los dos, el que me impresionó más fue el marido. Tenía la mirada vacua, los hombros vencidos, la ropa le caía como si le estuviera demasiado grande. Cuando estreché su mano me encontré con una criatura invertebrada e infeliz.

La señora tenía un aspecto más normal, iba vestida con relativo cuidado, pero en su mirada también se advertía algo enfermo, las consecuencias de una lesión del alma. Su entrada en mi despacho fue como la de una ráfaga de viento húmedo y frío.

Hicimos las presentaciones con un ligero malestar, que no desapareció durante todo el tiempo que duró la visita.

—Los señores Ferraro son mis clientes desde hace muchos años. Tonino, Antonio (hizo un gesto para señalar al marido, quizá temiendo que yo pudiese pensar que era la mujer la que se llamaba Antonio), tiene varias tiendas de decoración y cocina, en Bari y provincia. Rosaria era profesora de educación física, pero dejó la enseñanza hace unos años y ahora trabaja administrando el negocio con él. Tienen dos hijos.

Al llegar a ese punto se interrumpió, quedándose un rato callado. Lo miré, luego miré a Antonio, más conocido como Tonino, luego a Rosaria. Luego volví a mirarle a él, esbozando una sonrisa interrogativa que se convirtió casi en una mueca. Afuera se oyó un ruido, como si chocasen planchas de hierro, y pensé que había habido una colisión. Fornelli prosiguió.

—Una chica, la mayor, y un chico, el pequeño, que tiene dieciséis años. Se llama Nicola y está cursando el bachillerato científico. La chica se llama Manuela, tiene veintidós años y estudia en Roma, en la Luiss.

Hizo una pausa, como para retomar aliento o como para reunir fuerzas.

—Manuela hace seis meses que está desaparecida.

No sé por qué, entorné los párpados al oír esa revelación, pero tuve que abrirlos enseguida porque en la oscuridad vi unos globos de luz cegadora.

—¿Desaparecida? ¿Desaparecida en qué sentido?

Una pregunta muy aguda, pensé nada más hacerla. ¿Desaparecida en qué sentido? En un espectáculo de magia, no te fastidia, seguro que es lo que se imaginan los padres. Estás en plena forma esta tarde, Guerrieri.

El padre me miró. Su rostro tenía una expresión indefinible; movió algún músculo de la cara, como si tuviese intención de hablar, pero no dijo nada. Tuve la impresión de que, simplemente, no era capaz de hacerlo. Al mirarlo se materializaron en mi cabeza las palabras de una vieja canción de De Gregori: «¿Conocéis por casualidad a una chica de Roma cuya cara es como un dique cuando se derrumba?». Eso era, la cara del señor Ferrara, vendedor de muebles y padre desesperado, parecía un dique cuando se derrumba.

Fue la mujer la que tomó la palabra.

—Manuela desapareció en septiembre. Había ido a pasar el fin de semana con unos amigos que tienen unos trulli1 entre Cisternino y Ostuni. El domingo por la tarde una chica la llevó en coche a la estación de Ostuni. Desde ese momento no hemos vuelto a saber nada de ella.

Asentí, no sabiendo qué decir. Me hubiera gustado expresar solidaridad, cercanía, ¿pero qué se les dice a unos padres desesperados porque su hija ha desaparecido? Ah, cuánto lo siento, pero no se preocupen, son cosas que pasan. Ya verán cómo su hija reaparece pronto, la vida vuelve a su curso normal, y todo esto no habrá sido más que un mal sueño.

¿Un mal sueño? Pensé que si una persona adulta lleva desaparecida mucho tiempo —y seis meses son mucho tiempo— o le ha ocurrido algo grave o ha decidido alejarse deliberadamente. Cierto, cabe la posibilidad de que haya perdido la memoria, de que esté vagando por alguna parte y que, antes o después, den con ella. A los ancianos les ocurre a veces. Pero Manuela no era una anciana. En cualquier caso, ¿qué pintaba en todo eso un abogado? Es decir, ¿qué pintaba yo? ¿Por qué habían acudido a mí? Me pregunté en qué momento podría hacer esa pregunta sin parecer insensible.

—Naturalmente, la policía o los carabinieri habrán tomado declaración a esa chica...

—Naturalmente. La investigación la han llevado a cabo los carabinieri. Tenemos copia de todos los informes, luego te los enviaré —dijo Fornelli.

¿Por qué iba a enviármelos? Me agité en la butaca, como hago siempre cuando no entiendo qué está pasando y me encuentro a disgusto.

—De todas formas, te lo resumo ahora en pocas palabras. Manuela no llevaba el coche, fue a los trulli en el de unos amigos. Tenía que volver el domingo por la tarde pero no encontró a nadie que pudiese llevarla a Bari directamente, así que la acompañaron a la estación de Ostuni para que cogiera el tren.

—¿Llegó a coger el tren?

—Creemos que sí, aunque no lo sabemos con seguridad. Lo que sí sabemos es que compró el billete.

—¿Por qué dices que no hay duda de que compró el billete?

—Los carabinieri han tomado declaración al empleado de la taquilla, le enseñaron fotos y él reconoció a Manuela.

Pensé que era algo inusual. Los empleados de las taquillas, como toda la gente que trabaja en contacto continuo con el público, apenas se fijan en la cara de los clientes. Ni los miran, y, si lo hacen, los olvidan enseguida. Es normal, ante ellos no paran de desfilar caras, es inevitable que no puedan recordarlas, salvo que exista una razón concreta para hacerlo. Fornelli intuyó lo que estaba pensando y me contestó aunque no hubiese formulado la pregunta.

—Manuela es una joven muy guapa, supongo que el taquillero se fijó en ella por eso.

—¿Y dices que no se ha podido averiguar si subió o no al tren?

—No se ha podido establecer con certeza. Los carabinieri han interrogado a los revisores de todos los trenes de la tarde. Sólo a uno le parecía recordar a una chica que se parecía a Manuela, pero estaba mucho menos seguro que el de la taquilla. Digamos que es posible que haya subido al tren (luego verás las declaraciones) pero no estamos seguros.

—¿Cuándo se dieron cuenta de su desaparición?

—Tonino y Rosaria tienen un chalé en Castellaneta Marina. Se encontraban allí con Nicola. Manuela pasó con ellos un par de días y luego se fue. Dijo que iba a pasar el fin de semana en los trulli de sus amigos. Llamó por teléfono desde allí y les dijo que iba a volver a Roma el domingo por la tarde, en tren o en coche, si encontraba a alguien que pudiera llevarla. Tenía que ir a la universidad a la semana siguiente, creo que para hablar con un profesor o para algo de secretaría.

—Tenía que hablar con un profesor —dijo la madre.

—Sí, en efecto. De todas formas, ellos se dieron cuenta de su desaparición el lunes. Tonino y Rosaria regresaron a casa, a Bari, el domingo por la noche. Manuela no los llamó a la mañana siguiente, pero eso era bastante normal. Por la tarde la llamó Rosaria, pero el móvil de Manuela no estaba operativo.

La madre intervino de nuevo; el padre seguía en silencio.

—La llamé dos o tres veces más pero el teléfono seguía apagado. Luego le mandé un SMS diciéndole que me llamase, pero ella no lo hizo; fue entonces cuando empecé a preocuparme. Estuve llamándola toda la tarde, pero el teléfono siempre estaba apagado. Al final llamé a Nicoletta, la amiga con la que compartía el apartamento en Roma, y ella me dijo que Manuela no había vuelto.

—¿Saben si pasó por la casa de Bari?

Me respondió Fornelli porque a Rosaria le faltaba el aliento, como si acabase de subir varios pisos de escaleras.

—La portera vive en el inmueble, está siempre delante de la puerta, incluso los domingos, y no la vio. Y en casa no había ningún signo de que hubiera pasado por allí. Después de hablar con Nicoletta llamaron a otros amigos de Manuela, pero ninguno sabía nada. Sólo que había estado en los trulli y que se había ido de allí el domingo por la tarde. Entonces avisaron a los carabinieri (ya era de noche) pero éstos les dijeron que no podían hacer nada. Si se hubiese tratado de una menor de edad podrían haber activado la búsqueda, pero se trataba de una persona adulta que era libre de ir donde quisiera, de apagar el móvil, etcétera.

—Y les han dicho que se pasasen a la mañana siguiente para presentar una denuncia.

—Sí. Llegados a ese punto acudieron a la policía, pero la respuesta fue más o menos la misma. Entonces me llamaron a mí. Tonino quería coger el coche e ir a Roma, pero yo le disuadí. ¿Qué podía hacer en Roma? ¿Dónde iba a buscar? Ya habían hablado con la amiga de Manuela, que había excluido que hubiese regresado al piso y, en definitiva, no había ninguna certeza de que hubiera salido realmente hacia Roma. Nos pasamos la noche llamando a todos los amigos de Manuela de los que conseguimos encontrar el número, pero sin resultado alguno.

Durante unos instantes percibí la precisa, sofocante, insoportable sensación de angustia que debió saturar aquella noche, entre llamadas frenéticas y terrores sinuosos e innombrables. Tuve el impulso, tan absurdo como concreto, de levantarme y huir del bufete para escapar de aquella angustia. Y, durante unos instantes, me escapé de verdad; mi mente se ausentó, como si me hubieran abducido y llevado a un lugar más seguro y menos opresivo. Estoy seguro de ello porque me perdí una parte del relato de Fornelli. Recuerdo su voz, emergiendo desde la niebla de aquel aturdimiento, hacia la mitad de un discurso ya iniciado.

—... y, llegados a ese punto, se dieron cuenta de que estaban ante un auténtico problema y comenzaron las investigaciones. Han escuchado las declaraciones de un montón de gente, han conseguido el listado de llamadas del móvil de Manuela, los movimientos de su tarjeta del cajero automático, han examinado su ordenador. Han trabajado en serio, pero en todos estos meses no ha salido a la luz nada que pueda resultarnos útil y no sabemos mucho más ahora de lo que sabíamos el primer día.

¿Por qué me estaban contando esa historia? Probablemente, había llegado el momento de preguntárselo.

—Lo siento mucho. ¿Puedo ayudarles de alguna forma?

La mujer miró a mi colega. El marido también se volvió, lentamente, para mirarlo, con aquella cara que parecía a punto de caerse a pedazos. Fornelli los miró a su vez durante unos segundos, luego se dirigió hacia mí.

—Hace unos días fui a hablar con el ayudante del fiscal que lleva el caso.

—¿Quién es?

—Un tal Carella, uno que acaba de llegar, me dijeron.

—Sí, así es; antes estaba destinado en Sicilia, creo.

—¿Qué opinas de él?

—Todavía no lo conozco bien, pero yo diría que es un tipo íntegro. Un poco gris, quizá, pero no me parece que sea de los que no se gana el sueldo.

Fornelli hizo una mueca casi imperceptible y, sin duda, involuntaria, antes de retomar la palabra.

—Cuando fui a verlo, para intentar precisar cómo estaba el tema, me dijo que se disponía a solicitar que se archivase el caso. El plazo de seis meses está a punto de expirar, me dijo, y él no cuenta con ningún elemento que justifique el que se prorroguen las investigaciones.

—¿Y tú qué hiciste?

—Yo intenté explicarle que no se podía cerrar el asunto de esa forma, pero él me contestó que, si contaba con nuevos datos que ofrecerle, lo hiciera y que él tendría en cuenta la solicitud. A falta de eso pediría que se archivase el caso, lo que, naturalmente, no impediría (añadió) la reapertura de la investigación si surgían con posterioridad elementos nuevos.

—Así es —dije mientras empezaba a intuir por qué motivo habían acudido a mí.

—Tonino y Rosaria, bajo mi consejo, quieren encargarte que estudies el dosier y que establezcas qué ulteriores investigaciones pueden sugerírsele al fiscal para que no se cierre la investigación.

—Os agradezco mucho la confianza, pero éste es trabajo para un investigador, no para un abogado.

—No nos inspira confianza acudir directamente a un investigador privado. Tú eres abogado penalista, eres bueno, has visto muchos expedientes, sabes en qué consiste una investigación. Ni qué decir tiene que el dinero es un problema menor. Mejor dicho, no es un problema en absoluto. Se gastará lo que haga falta, en tus honorarios y, eventualmente, en los de un detective, si necesitas su ayuda.

Eso sin contar con que no había forma de establecer mis honorarios por una prestación profesional de ese tipo. Las tarifas profesionales no prevén «consultoría investigadora por búsqueda de personas desaparecidas». La idea, desagradable, se materializó en mi cabeza sin que me diera cuenta siquiera e hizo que me sintiera a disgusto. Miré a mi alrededor, me crucé con la cara del padre e intuí que quizá se estaba medicando. Psicofármacos. Quizá su expresión ausente obedecía a ese motivo. El malestar aumentó. Pensé que debía rehusar amablemente, y punto. Que era injusto darles falsas esperanzas y coger su dinero. Pero no sabía cómo decírselo.

Me sentía como el malhumorado personaje de ciertas novelas policíacas de segunda. Uno de esos investigadores desgarrados y escépticos que reciben la visita del cliente, dicen que no pueden aceptar el caso —sólo para darle un poco de ritmo, un principio de suspense a la historia— y luego cambian de idea y se lanzan en picado a resolver el caso. Y que, por supuesto, consiguen resolverlo.

Pero en aquella historia no había nada que resolver. Quizá no volverían a saber de la joven; o quizá sí, pero yo no era, desde luego, la persona más indicada para darles las noticias que deseaban.

Hablé casi sin darme cuenta y sin controlar completamente mis palabras. Como suele ocurrirme, dije cosas distintas a las que estaba pensando.

—No quiero que se hagan ilusiones. Probablemente, muy probablemente, la policía y los carabinieri han hecho todo lo que se podía hacer. Si hay fallos importantes podemos intentar hacer alguna comprobación y alguna instancia de integración probatoria pero, repito, no se hagan muchas ilusiones. ¿Dices que tienes la copia íntegra del dosier?

—Sí, mañana te la traigo.

—De acuerdo, pero no hace falta que me la traigas tú, puede acercármela alguno de tus ayudantes.

Fornelli, con un gesto algo desmañado, sacó un sobre y me lo dio.

—Gracias, Guido. Éste es un anticipo por tus gastos. Tonino y Rosaria insisten en que lo aceptes. Estamos seguros de que podrás ayudarnos. Gracias.

Cómo no, pensé. Resolveré el misterio, entre un vaso de whisky y una buena pelea a puñetazos. Me sentí como Nick Belane, el grotesco investigador privado de Charles Bukowski, y el asunto no tenía nada de divertido.

Después de acompañarlos hasta la puerta, regresé a mi despacho, atravesando el bufete vacío y oscuro. Durante unos instantes sentí una inquietud que me remitía a mis miedos infantiles. Me senté frente al escritorio y miré el sobre que se había quedado justo donde lo había dejado Fornelli. Luego lo abrí y saqué un cheque en el que estaba escrita una cifra desproporcionadamente alta. Durante unos segundos mi vanidad se sintió halagada, luego volví a experimentar aquella sensación de incomodidad.

Pensé que debía devolverlo, pero inmediatamente después me di cuenta de que para los Ferraro —y quizá para Fornelli— pagarme era una forma de aplacar su angustia. Les creaba la ilusión de que al pago le iba a seguir, inevitablemente, una actuación útil y concreta. Si les hubiese devuelto el cheque les habría confirmado que no había realmente nada que hacer y les habría privado también de aquel mínimo, provisional alivio.

Por lo tanto, no podía hacerlo. Al menos, no inmediatamente.

No conseguía quitarme de la cabeza la cara del señor Antonio Ferraro, más conocido como Tonino. A todas luces, enloquecido de dolor por haber perdido a su hija primogénita.

Me conecté a YouTube, y encontré aquella vieja canción. Puse los pies sobre el escritorio y entrecerré los ojos mientras comenzaban los primeros acordes de una grabación en directo.

El vive ahora en Atlanta con un sombrero lleno de recuerdos.

Tiene la cara de quien ya ha comprendido.

En efecto.