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Tres cuartos de hora más tarde estaba limpiando mi mesa de trabajo de un caos informe de vasitos de papel, botellas, cubiertos, servilletas y cajitas de cartón. Cuando terminé me serví otro vaso de Gewürztraminer, cerré la botella con el tapón de plástico —odio los tapones de plástico, pero reconozco que desde que hicieron su aparición no he vuelto a beber vino al corcho— y la guardé en la nevera. Lo hice todo muy despacio y con mucho cuidado. Siempre lo hago todo así cuando estoy a punto de iniciar una tarea nueva que me produce ansiedad. Intento por todos los medios retrasar el momento en el que no voy a tener más remedio que ponerme a ello, y la verdad es que en eso soy muy creativo.
Tendencia patológica a la procrastinación, lo llaman.
Según parece, se trata de una conducta típica en los sujetos inseguros, con baja autoestima, que posponen continuamente el momento de ocuparse de asuntos desagradables para evitar enfrentarse a sus propias debilidades, sus miedos y limitaciones. Leí algo así hojeando un libro titulado: No dejes nada para mañana. Empieza a vivir hoy. Era un manual de autoayuda que explicaba analíticamente las causas del fenómeno e indicaba, en casi doscientas páginas llenas de ejercicios delirantes, cómo —cito textualmente— «desembarazarse de esta enfermedad de la voluntad y vivir una existencia plena, productiva y sin frustraciones».
Pensé que tampoco es que tuviera muchas ganas de llevar una existencia excesivamente productiva, que los manuales para cambiar de vida me producían urticaria y que, en resumidas cuentas, una cierta dosis de frustraciones no me desagradaba. En vista de eso, volví a colocar el manual en la estantería de la que lo había cogido —me encontraba en una librería, leyendo de gorra, como de costumbre—, compré un libro de Alan Bennett y me fui a casa.
Tras haber hecho desaparecer toda posible huella de mi cena japonesa, tras beber otro poco de vino, tras abrir de nuevo el correo electrónico para comprobar, una vez más, que no tenía mensajes, supe que había llegado el momento.
Decidí leer el dosier del caso siguiendo el orden cronológico en el que se habían desarrollado las investigaciones. Desde el momento en el que se habían producido los hechos hacia adelante. Por lo general, nunca hago las cosas así.
Si tengo que examinar un caso en el que se ha dictado una medida cautelar y mi cliente está en la cárcel o en arresto domiciliario, lo primero que hago es leer la orden del juez, es decir, el último auto del procedimiento. Conociendo al juez que la ha redactado puedo hacerme enseguida una idea y saber si se trata de algo serio o no. Después leo el resto de los autos, hacia atrás, desde el más reciente hasta el más antiguo. Si recibo el encargo después de la sentencia de primera instancia hago también lo mismo, es decir, leo primero la sentencia que tengo que impugnar y, luego, el resto.
En el caso del dosier por la desaparición de Manuela Ferraro, sin embargo, pensé que era mejor recorrer los pasos que se habían seguido en la investigación e intentar intuir algo de la historia que había detrás.
El dosier era de los que se conocen como modelo 44: son en los que se procede contra desconocidos. En la cubierta estaba impreso el nombre de la ofendida, la fecha de su desaparición y el nombre del delito. Artículo 605 del Código Penal, secuestro de persona. El único delito que se puede suponer cuando una persona desaparece y se carece de datos que permitan hacer conjeturas más precisas.
El auto primero del dosier era el informe de los carabinieri -firmado por el maresciallo Navarra, un suboficial por el que sentía gran aprecio—, en el que se comunicaba a la fiscalía la denuncia de los padres y se recogían las primeras declaraciones que se habían tomado en el curso de la investigación.
Comencé por la declaración de la joven que había acompañado a Manuela a la estación de tren. Anita Salvemini —así se llamaba— también había sido huésped de los trulli en los que Manuela había pasado el fin de semana. La había llevado en coche a la estación porque ella tenía que ir a Ostuni para ver a unos amigos, pero las dos chicas no se conocían hasta ese momento.
En los veinte minutos que duraba el breve trayecto entre los trulli y la estación sólo habían hablado de cosas intrascendentes. Manuela le había contado que estudiaba Derecho en Roma y que tenía intención de regresar allí, en tren, esa misma noche o a la mañana siguiente.
No, no sabía si Manuela había quedado con alguien en la estación de Bari, menos aún si Manuela se veía con alguien con frecuencia, si tenía novio, etcétera.
No, no le pareció que Manuela estuviese preocupada. Por otro lado, tampoco la había observado con atención por el simple hecho de que ella —Anita— era la que conducía y tenía que estar atenta a la carretera.
No, no recordaba que entre el trayecto entre los trulli y la estación de Ostuni Manuela hubiese hecho o recibido llamadas. Sí, quizá, había sacado el móvil del bolso en un momento dado. Sí, quizá, había recibido un SMS, o quizá lo había enviado, pero Anita no lo sabía con seguridad.
No, no recordaba con precisión cómo iba vestida Manuela esa tarde. Seguramente llevaba una bolsa grande, oscura, y un bolso más pequeño, y quizá vestía vaqueros y una camiseta de color claro.
No, no recordaba a qué hora exacta habían salido de los trulli, tampoco cuándo habían llegado a la estación, momento en el que se despidió de Manuela. Pero debían de haber salido algo después de las 4.00, así que debían haber llegado a la estación a eso de las 4.30.
No, no sabía a qué hora exacta salía el tren que iba a coger Manuela. Probablemente, poco después de la hora de llegada a Ostuni, pero era sólo una suposición, no recordaba que hubieran hablado de ello.
No, no tenía nada más que añadir.
Leído, confirmado y firmado.
Después de aquella declaración venían las de los tres amigos —dos chicas y un chico— con los que Manuela había ido a los trulli. Las tres eran sucintas y venían a decir más o menos lo mismo. La idea inicial era volver a Bari el domingo por la noche. Pero surgió la posibilidad de celebrar una fiesta y los tres decidieron quedarse hasta el lunes. Manuela, en cambio, prefirió regresar el domingo y seguir con el plan inicial. Dijo que no había ningún problema, porque iban a llevarla en coche a Ostuni y allí cogería el tren.
Fin.
A continuación venía la declaración del taquillero del que ya me había hablado Fornelli. El que había reconocido a Manuela pero no recordaba a qué hora se había presentado delante de su ventanilla para sacar el billete.
Los carabinieri habían comprobado el horario de los trenes que salían de Ostuni. Manuela podía haber cogido un eurostar, un espresso o dos regionali, entre las 17.02 y las 18.58.
Los carabinieri habían hecho su trabajo escrupulosamente y habían tomado declaración a los revisores de todos los trenes: una decena de declaraciones, todas iguales y casi todas inútiles.
A todos los revisores les habían enseñado la foto de la joven y todos habían dicho que no recordaban haberla visto jamás.
Sólo uno, el del tren de las 18.50, había dicho que le sonaba la cara de Manuela. Le parecía haberla visto, pero no estaba seguro de si había sido el domingo por la tarde o en cualquier otro momento.
A continuación venían las declaraciones de los chicos que habían pasado el fin de semana en los trulli. Ninguna de ellas tenía la más mínima utilidad. Lo único que me llamó la atención fue que los carabinieri habían preguntado a todos los jóvenes si se había consumido drogas durante ese fin de semana. Todos habían dicho que no y ninguno les había sabido —o querido— decir si Manuela consumía algo, aunque fuera de forma ocasional.
Luego venían las declaraciones de dos amigas de Manuela que estudiaban en Roma, como ella. Nicoletta Abbrescia —la joven que compartía el piso con Manuela— y Caterina Pontrandolfi.
Los carabinieri también les habían preguntado acerca de la droga. Las dos habían admitido que Manuela se fumaba un porro de vez en cuando, pero nada más. Entre los pliegues de la jerga burocrática se adivinaba que las chicas se habían sentido incómodas y que, quizá, habían contestado con algo de reticencia, pero probablemente era algo normal, los interlocutores no dejaban de ser carabinieri.
La parte más interesante de sus declaraciones era la relativa a un tal Michele Cantalupi, el último novio de Manuela. Las dos coincidían en describir una relación difícil, marcada por peleas frecuentes, y que se había acabado de forma borrascosa, con episodios de violencia verbal e incluso física.
Los carabinieri referían que en los días inmediatamente posteriores a la desaparición de Manuela no había sido posible localizar a Cantalupi. Según sus padres estaba de vacaciones, en el extranjero. La respuesta había dejado perplejos a los inspectores (en el informe se leía que la actitud de los familiares les había parecido evasiva), quienes habían pedido autorización para ver el listado de llamadas del móvil de Cantalupi y del de Manuela, además de los datos de la tarjeta del cajero automático de esta última. Querían averiguar cuáles habían sido los últimos contactos de la joven, los últimos de Cantalupi y, sobre todo, si era verdad que Cantalupi estaba en el extranjero desde hacía varios días.
Una semana después, en un nuevo, extenso informe, los carabinieri referían el resultado de sus ulteriores investigaciones. En primer lugar, habían tomado declaración a Michele Cantalupi, que mientras tanto había regresado del extranjero. Cantalupi confirmaba que había sido novio de Manuela durante casi un año; confirmaba que la relación había tenido un final borrascoso, pero puntualizaba que todo había terminado muchos meses antes de la desaparición de la joven, es más, en los últimos tiempos sus relaciones habían mejorado mucho. La relación se había acabado por diversos motivos y había sido ella la que había tomado la decisión de cortar. Sí, habían tenido varias peleas, algunas incluso violentas. Sí, a veces éstas se habían producido delante de los amigos. No, nunca llegaron a la violencia física. Tomaba nota de que una amiga de Manuela había declarado que una vez, delante de ella, llegaron a las manos. Sí, hubo una bofetada, pero fue Manuela la que se la dio a él, no él a ella. Sí, él le había dado un empujón y ella reaccionó dándole un guantazo. Ahí había acabado la cosa, fue la única vez en que se produjo entre ellos algo parecido al maltrato. No, él no tenía otra novia. No, no sabía si Manuela tenía en Roma otra historia con alguien. Sí, se lo había preguntado pero ella le había contestado que eso no era asunto suyo. Sí, volvieron a verse, se tomaron juntos un café, charlaron. En el centro de Bari, a primeros de agosto. No, no hubo ningún problema, es más, se despidieron con toda normalidad el uno del otro.
La declaración me dejó perplejo. Entre las líneas de la prosa policial se percibía el esfuerzo de Cantalupi por hacer pasar su historia con Manuela por una historia tranquila y normal cuando, probablemente, muy tranquila no debía haber sido, a juzgar por lo que contaban las amigas de Manuela.
Por otra parte, el listado de llamadas parecía confirmar que Michele Cantalupi se encontraba en el extranjero cuando desapareció la joven. En primer lugar, el teléfono del joven se había registrado en celdas extranjeras durante aquellos días, así que era cierto que se encontraba fuera del territorio nacional. En segundo lugar, no había ningún contacto —ni aquel domingo ni en los días precedentes— entre la joven y su ex novio.
La actividad del móvil de Manuela era escasa. Los listados eran los correspondientes a la semana anterior a su desaparición: pocas llamadas, pocos SMS, todos dirigidos a amigas o a su madre. Ningún número pertenecía a alguien fuera de su círculo habitual de amistades; no había nada anormal, salvo, quizá, la escasa actividad. Pero el dato, en sí, era insignificante.
El domingo, Manuela había recibido sólo dos llamadas e intercambiado algunos mensajes: una vez más, con su madre y con una amiga. La última señal de vida del teléfono era un SMS dirigido a su madre, por la tarde. Luego, nada. El aparato había muerto del todo.
La amiga había prestado declaración ante los carabinieri pero no había suministrado información de interés alguno. Había hablado con Manuela para despedirse, en vista de que ella tenía que volver a Roma y que en los días anteriores no habían conseguido encontrar un hueco para verse. No tenía ni idea de qué era lo que tenía que hacer esa noche, de cómo pensaba ir a Roma y, como es lógico, de qué podía haberle pasado.
El cajero automático tampoco había proporcionado ningún elemento útil, dado que la última cantidad se había retirado en Bari, el viernes que precedió a la desaparición de la joven.
En los días siguientes se habían difundido, en la prensa local y en el programa de televisión ¿Quién la ha visto?, algunas fotos de Manuela, y se había dado la descripción de la ropa que, probablemente, llevaba esa tarde. Algunas de esas fotos figuraban en el dosier. Las observé durante un buen rato, buscando un secreto o, al menos, una idea. Como es lógico, no encontré nada y la única brillante conclusión a la que conseguí llegar fue que Manuela era —o había sido— una chica muy guapa.
Después de la publicación de las fotos, tal y como me había dicho Fornelli, y como siempre ocurre en estos casos, habían aparecido numerosos personajes —casi todos ellos por encima del nivel mínimo exigido para la reclusión en un hospital psiquiátrico— que habían llamado por teléfono para informar que habían visto presuntamente a la chica.
El contenido de la tercera parte del dosier se resentía de la publicación de aquellas fotos y de sus efectos sobre desequilibrados de todo tipo. Había como una decena de declaraciones, procedentes de los cuarteles de carabinieri de media Italia. Todas ellas de personas que afirmaban, con mayor o menor seguridad, y según el grado de deterioro de su estado de salud mental, que habían visto a Manuela.
Estaba el mitómano profesional del que me había hablado Fornelli, el que había visto a la joven haciendo la calle en las afueras de Foggia; la señora que se había fijado en ella mientras daba vueltas, con aire ausente, por los pasillos de un hipermercado en Bolonia; y había un tipo que juraba haber visto a Manuela en Brescia, entre dos sujetos de aspecto equívoco, que hablaban algún idioma del este y que la habían metido de un empujón en un coche que arrancó al instante, haciendo chirriar los neumáticos.
Los carabinieri afirmaban que ninguna de esas declaraciones parecía mínimamente fiable. Y mientras las leía pensé que nunca había estado tan de acuerdo con un informe policial.
En el dosier había también diversas cartas anónimas dirigidas directamente a la comisaría. En ellas se hablaba de trata de blancas, de complots internacionales, de servicios secretos turcos e israelíes, de sectas satánicas y misas negras. Me impuse a mí mismo el leerlas todas, de cabo a rabo, y salí de la experiencia totalmente hundido y sin un solo dato que me pudiera ser de utilidad.
Manuela había sido silenciosamente engullida por la nada banal e inquietante de aquel domingo de finales del verano, y yo no tenía ni la más mínima idea de qué otras investigaciones se podían emprender para mantener con vida la desesperada esperanza de papá y mamá Ferraro.
Fui a la nevera, me serví otro vaso de vino. Volví a echarle un vistazo a las pocas notas que había tomado y pensé que eran unas notas totalmente insulsas.
Me estaba empezando a poner nervioso e, incapaz de controlar mis pensamientos, me pregunté qué habrían hecho en mi lugar los protagonistas de las novelas policíacas americanas que años atrás devoraba en cantidades industriales. Me pregunté, por ejemplo, qué habrían hecho Matthew Scudder, o Harry Bosch, o Steve Carella si hubiesen tenido que ocuparse de ese caso.
La pregunta era ridícula pero, paradójicamente, me ayudó a reorganizar mis ideas y dar con un punto de partida.
Los detectives de las novelas, sin excepción, lo primero que habrían hecho sería hablar con el policía encargado del caso para preguntarle qué idea se había formado, con independencia de lo que hubiera escrito en el informe. Luego habrían contactado con las personas que habían sido interrogadas, para intentar sacar a la luz algún detalle que no habían recordado, no habían contado o no constaba en la declaración.
Fue entonces cuando me di cuenta de una cosa. Un par de horas antes pensaba que no iba a encontrar ningún hilo del que tirar al leer el dosier. Y, en efecto, su lectura había confirmado mi hipótesis. Pero también pensaba que así debía decírselo a Fornelli y a los Ferraro, antes de devolverles el dinero y de quitarme de en medio en un asunto que no tenía ni las competencias ni los medios necesarios para aclarar. Era lo único correcto y razonable que podía hacer. Pero en esas dos horas, por razones que podía intuir vagamente pero que no quería concretar, había cambiado de idea.
Me dije que iba a intentarlo. Sólo eso. Y que lo primero que iba a hacer era ir a hablar con el subinspector que había llevado el caso, el maresciallo Navarra. Lo conocía, nos llevábamos bien y, sin duda, me diría qué opinión se había formado del asunto, con independencia de lo que hubiera puesto por escrito. Luego ya decidiría qué pasos dar y qué hacer.
Al salir a la calle, con un gesto estudiado, me subí el cuello de la gabardina, aunque no hacía falta alguna.
Los que hemos leído demasiados libros hacemos, con frecuencia, cosas totalmente inútiles.