63
Dos días después, el domingo por la tarde, dos chicas jóvenes llamaron a la puerta de un chalé. La puerta estaba entreabierta. Nadie salió a recibirlas, y tampoco veían a nadie dentro.
—¿Hay alguien? —preguntó una de las chicas.
—Pasad, pasad —Escucharon decir a una voz de mujer desde la cocina—. Ahora mismo salgo. Pasad al salón, por favor.
Las mujeres se miraron por un instante, después se dirigieron al salón.
Kala salió de la cocina y cerró la puerta de la entrada con llave. Ambas chicas oyeron el sonido de la cerradura y se volvieron para mirar.
—Gracias por aceptar mi invitación a la fiesta —dijo Kala con una sonrisa y una pistola en la mano.
Había alquilado un chalé y «organizado» una fiesta a la que solo había invitado a dos mujeres: a Alicia Rus y a su hermana, Lidia Rus, aunque a ellas les hizo llegar información que vendría gente muy importante e interesante a aquella magnifica fiesta. Las dos estaban en el salón, mirándola sorprendidas. Alicia reconoció a Kala inmediatamente; la otra parecía que también la había reconocido, a juzgar por cómo la miraba, aunque tardó un poco más en hacerlo.
La mirada temerosa de Alicia se posó sobre la pistola.
—¿Kala? ¿Eres tú? —preguntó su antigua amiga.
—Sí. Veo que me has reconocido —indicó sonriendo.
La tensión podía palparse en el ambiente. Las hermanas no sabían muy bien cómo reaccionar, pero sí que aquello no pintaba nada bien para ellas.
—¡Qué alegría verte! —exclamó Alicia forzando una falsa sonrisa—. Pensábamos que estabas muerta.
—No estoy viva. Es mi espectro el que veis —bromeó Kala. Alicia le rio la gracia con una risita nerviosa, tratando de mostrarse tranquila—. Alicia, no hace falta que finjas. Solo espero que hayas sido muy feliz con Víctor durante este tiempo, porque no volverás a verle.
—¿Qué coño quieres? —preguntó Lidia, tosca.
—¿Tú qué crees?
—¿Pretendes matarnos? —preguntó Lidia.
—No, no soy ninguna asesina —aseguró Kala sonriendo—. Lo único que voy a hacer es ayudaros a castigaros entre vosotros, entre los que habéis tenido algo que ver con mi secuestro, y de paso asegurarme de que no volveréis a secuestrar a nadie nunca más. Ahora las secuestradas soy vosotras. Irónico, ¿verdad? Pero no os preocupéis. Os daré la posibilidad de liberaros y castigar por mí a mis otros raptores. A mí se me privó incluso de la posibilidad de liberarme del dolor, durante mucho tiempo —anunció Kala con un brillo triste en los ojos.
Obligó a las mujeres a bajar al garaje del chalé y a subir al furgón, y las llevó a la cabaña. Las ató a columnas distintas en el sótano, tras lo cual fue a buscar una bolsa llena de dinero que había preparado previamente, todo en billetes pequeños de cinco y diez euros.
Los extendió alrededor de las hermanas bajo la atenta mirada de sus rehenes, llenando el suelo de papel moneda. Aquello era lo que siempre habían buscado, y aquello sería lo que acabaría con ellas. A continuación se acercó a Elizabeth y le preguntó:
—¿Vas a hablar a cambio de un poco de agua y algo de comer?
—No tengo nada que decir —contestó Elizabeth. Tenía los labios resecos, los pómulos hundidos.
Al día siguiente Kala volvió a intentar obtener información de Elizabeth, pero no lo logró. Se dio cuenta de que no hablaría. Ya no había nada que pudiera hacer allí, y no podía seguir soportando aquello. Tenía que desaparecer y encontrar un buen escondite para evitar la furia de los hombres poderosos de la organización pues, si las amenazas de Elizabeth habían sido ciertas, debía esconderse.
Puso su maleta en el pequeño furgón. Le entregó a cada uno de los rehenes una botellita de agua y un sándwich, de modo que estuvieran en igualdad de condiciones frente a lo que estaba por venir. Luego fue a buscar el montón de papel y los bidones de gasolina que había almacenado en una esquina del sótano. Mientras los rehenes comían sentados atados a sus respectivas columnas, extendió el papel por el sótano de la cabaña, por las escaleras y el suelo de madera de la planta baja. Después colocó un bidón de gasolina delante de cada uno de los prisioneros.
Los cuatro rehenes la increparon al adivinar sus intenciones, pero Kala hizo oídos sordos a los insultos y protestas. Abrió los bidones de gasolina y salió del sótano con el furgón tras dejarle a cada uno una caja de cerillas en la mano. Una simple patada al bidón, una cerrilla, y serían condenados al infierno en la tierra. Una vez en el exterior, tachó los nombres de Bruno, Elizabeth, Alicia y Lidia de la lista. Lo único que lamentaba es que nunca sabría cuál de los cuatro se había rendido primero. Sentía curiosidad.
Condujo hasta Madrid, donde abandonó el furgón en la primera plaza que encontró disponible al entrar a la ciudad. Al día siguiente conseguiría un nuevo vehículo y saldría del país. Caminó sin rumbo y se alojó en un hotel para pasar la noche.
Dejó la maleta al lado del armario, se sentó sobre la cama y agachándose dejó caer la cabeza en las palmas con los codos apoyados sobre las piernas. Pasó los dedos por el pelo y comenzó a tirar con fuerza esforzándose por reprimir un grito que le abrasaba la garganta.
Se tumbó en la cama hecha un ovillo. Los recuerdos se sucedían en su cabeza luchando por imponerse unos frente a los otros. Los malos momentos ganaban en aquel momento sobre los buenos. Le hubiera encantado ver arder la cabaña, y escuchar los gritos de Elizabeth, Bruno, Paula y de Lidia mientras sus cuerpos eran consumidos por las llamas. En aquel momento le hubiera parecido el sonido más agradable sobre la faz de la tierra, pero no podía quedarse esperando hasta que uno de ellos decidiera rendirse y prender la cabaña. Era posible que pasaran dos o tres días antes de que uno de ellos decidiera poner fin a todo tirando el combustible al suelo y prendiéndole fuego.
En aquel momento solo quería dormir, intentar olvidarlo todo. Pasar página. Se levantó y buscó un bote con pastillas. Tragó dos y volvió a tumbarse en la cama hecha un ovillo. Necesitaba a Paul a su lado. Necesitaba que la abrazara y le dijera que todo había terminado y que a partir de aquel momento podría ser de nuevo feliz.
Durante varios minutos intentó dejar de pensar, poner la mente en blanco, simplemente no pensar en nada pero no lo consiguió. Vio entonces el mando a distancia y pensó que poner la televisión podría ayudarla a distraer su mente.
Al poner la televisión se quedó con la boca abierta. En las noticias, la Policía pedía ayuda para localizar a la terrorista de la fotografía. ¡Era su foto! ¿Ella, una terrorista? Siguió escuchando con atención. Según el comentarista, se la acusaba de ejecutar un atentado en un club deportivo, en el que habían fallecido al menos diez personas, así como de perpetrar el secuestro de Elizabeth Ponce de León.