21

 

 

Bruno estaba tirado en el sofá con la ropa manchada de vino. La sangre de los pequeños cortes producidos por la botella se había secado, cubriéndole la mitad del cráneo y parte de la frente. Abrió los párpados con una mueca de dolor, como si el simple hecho de abrirlos fuese una cruel tortura. Por unos segundos, miró desconcertado alrededor, sin saber dónde se encontraba. Al ver la puerta abierta, se levantó con rapidez y comenzó a dirigirse hacia ella con torpeza.

—¡Kala! —aulló al exterior—. ¡Kala! —gritó de nuevo con más fuerza.

El perro comenzó a ladrar. No hubo respuesta. Bruno, apoyándose en las paredes a ratos, caminó hacia el dormitorio. Abrió la puerta golpeándola contra el tope con fuerza sin pretenderlo. La habitación estaba vacía. La siguiente también. Cruzó hasta la puerta del baño trastabillando. No había nadie, y en la cocina tampoco. Maldijo su mala suerte y volvió a cruzar el salón en dirección a la puerta de la casa y salió afuera gritando el nombre de la chica cada vez más alto y con evidente cólera.

—¡Mierda, el coche! —exclamó al reparar en su ausencia parándose en seco—. ¡Maldita hija de puta! ¡Acabaré contigo, maldita zorra! ¡Juro que te mataré! —gritó rabioso.

Le sobrevino una arcada que le hizo doblarse sobre sí mismo. Devolvió agachado el exceso de vino, tras lo cual se irguió con los ojos enrojecidos, volvió a entrar en la casa y fue directo al aseo a lavarse la cara para intentar despejarse. Tras beber agua directamente del grifo durante medio minuto, comenzó a buscar en los bolsillos y en el sofá. Por fin encontró las llaves colgando de la puerta. Salió otra vez de la casa maldiciendo su mala suerte. Vio el teléfono móvil en el suelo y, agachándose con dificultad, lo recogió, despotricando sin parar porque era imposible hacerle funcionar de nuevo. No muy lejos de allí descubrió la cartera. Faltaba el dinero, pero al menos conservaba sus tarjetas. Sin perder tiempo, echó a andar hacia el pueblo más cercano renegando y hablando consigo mismo del enorme problema que se le venía encima.

Cuando llegó a su destino, lo primero que hizo fue sacar efectivo del cajero en el centro de la población, y lo segundo, entrar en una cafetería y pedirse un café. Mientras se lo preparaban realizó una llamada desde el teléfono de la cafetería solicitando un taxi.

—¿Puedes darme un poco de sal? —le pidió al camarero.

Agregó una buena cantidad de sal al café y lo removió durante medio minuto. Eso le despejaría. Bebió gran parte del café de un sorbo, pidió un vaso con agua boqueando como un pez fuera del agua y corrió al aseo a vomitar. Volvió a coger el vaso, terminó el café de un trago e inmediatamente después el agua.

Esperó impaciente la llegada del taxi y le dio la dirección de su casa de Madrid al conductor. Una vez allí, buscó con torpeza en uno de los armarios del salón. Sacó una libreta y comenzó a ojear los nombres que contenía hasta que se detuvo en uno de ellos: Ricardo.

Cruzó la sala y marcó el número de Ricardo en el teléfono fijo pidiendo verle lo antes posible para un trabajo urgente. Ricardo le citó en una cervecería en el centro, diciéndole que en una hora estaría allí. Bruno miró el reloj: eran las nueve y cuarto de la noche. Rebuscó en uno de los cajones de la cómoda hasta encontrar un sobre, tiró la factura que contenía y se fue con él al dormitorio. Abrió el armario y sacó un fajo de dinero del bolsillo de una chaqueta, metió el dinero en el sobre vacío y se lo guardó en el pantalón. Antes de irse, pasó por la cocina y tomó tres vasos seguidos de agua. Luego tomó otro taxi en la calle que lo dejó en poco más de quince minutos frente a la cervecería donde había quedado con Ricardo.

Tras pedir una botella de agua y un café bien cargado, Bruno tomó asiento en la mesa más apartada de la barra y esperó. La puerta atraía su atención cada vez que se abría para dar paso a alguien. Minutos más tarde, pidió otra botella de agua y preguntó al camarero si tenía un paracetamol. Consultaba su reloj una y otra vez, tamborileando sobre la mesa de madera a ratos y balanceando una pierna sin parar. Había transcurrido más de una hora desde que había hablado con Ricardo por teléfono y, para su desesperación, este aún no había aparecido. Fue al servicio lo más rápido que pudo; no quería que Ricardo se marchara al no verle en el establecimiento.

A las once menos cinco, un hombre de aspecto ruin, delgado y de mirada enigmática entró por la puerta de la cafetería y se acercó directo a la mesa de Bruno. Llevaba una chaqueta sobre una camiseta ajustada oscura, y lucía una cadena de oro de la que pendía un crucifijo.

—Llegas tarde —dijo Bruno molesto.

—Lo siento —contestó Ricardo con una sonrisa burlona—, se me han complicado un poco las cosas. Te veo muy impaciente, ¿ocurre algo malo? —preguntó oliendo una oportunidad en tanta urgencia.

—Tengo un trabajo para ti. Será fácil.

—Eso ya lo veremos. ¿De qué se trata?

Un camarero se acercó a la mesa preguntando al hombre que acababa de llegar si tomaría algo.

—Una cerveza —pidió Ricardo.

El camarero se giró hacia Bruno por si quería pedir algo más, pero este levantó molesto la mano y dijo:

—Yo estoy servido.

—Amigo mío, ¿agua a estas horas? —preguntó sonriendo Ricardo.

—Ya ves. Vayamos al grano…

—No puedo creer que ni siquiera me preguntes cómo estoy y cómo me va. ¡Qué descortés por tu parte! —dijo Ricardo con una sonrisa maliciosa.

—No somos amigos para charlar sobre el tiempo o sobre nuestra vida —contestó Bruno tenso.

—Creí que no volvería a verte después de cómo salió nuestro último trabajito, pero ya veo que me equivocaba.

—No te confundas, no me hace mucha ilusión esto, no te equivoques. Te he llamado por un negocio, y espero que tú puedas hacerlo rápido y sin ruido.

—¿Y de qué se trata?

—Una puta me ha robado la cartera y el Hummer y me ha dejado en ridículo delante de mis amigos al hacerlo —mintió Bruno en lo relativo a la cartera y a sus amigos—. Además, se ha llevado otra cosa valiosa para mí que solo puedo recuperar si me la traes viva —volvió a mentir—. Tienes que encontrarla lo antes posible y traérmela para arreglar cuentas con ella.

—Amigo mío, siempre te metes en líos con putas. ¿Qué tendrán que tanto te atraen?

—Me parece que te atraen más a ti que a mí —replicó Bruno, lo que provocó una sonora carcajada en su interlocutor.

El camarero trajo la cerveza de Ricardo.

—Tienes razón, no lo niego, pero al menos yo no me meto en líos —dijo Ricardo.

Bruno sacó el sobre con dinero y se lo tendió. Ricardo lo cogió y lo abrió debajo de la mesa; sonrió satisfecho al comprobar el grosor del fajo.

—¿Ocho? —preguntó con una gran sonrisa en los labios.

—Diez mil. Y habrá otro tanto cuando termines.

—Diría que esa puta es muy importante para ti —señaló Ricardo guardando el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Bruno prefirió no contestar a eso—. Está bien. Intentaré dar con ella y te la traeré vivita y coleando.

—No lo intentes. Hazlo —exigió Bruno con impaciencia.

—Está bien, no te preocupes, pero puede que veinte mil no sean suficientes…

—No me jodas —interrumpió Bruno molesto—. Es mucha pasta por encontrar a una puta en un Hummer amarillo, ¿no te parece?

—Verás —dijo Ricardo seguramente consciente de que no le sería muy difícil conseguir más dinero—, puede no ser tan fácil. No la conozco, no sé nada de ella, no sé hacia dónde ha podido ir. Lo mismo está en Madrid, o de camino a Portugal, o a Francia. No quiero cerrar un trato y pillarme los dedos, ¿sabes? Solo quiero que aceptes pagar más si llega a ser necesario… —Bruno iba a replicar algo, pero le cortó—. Esperemos que no, pero nunca se sabe. Lo primero que necesito es una foto suya, todos sus datos y los datos del coche, para empezar a buscar. ¿Cuándo te ha quitado el coche?

—Esta tarde.

—¿Ves cómo se complica la cosa? Ya puede estar muy lejos de aquí. ¿Vivía en Madrid?

—Sí.

—Entonces puede que aún este por la zona. Si no lo está, ¿sabes a dónde ha podido ir?

—Ni idea.

—Lo primero que haremos será denunciar el robo.

—Ni hablar. No quiero meter a la Policía en esto.

—Ya me estás complicando las cosas, amigo. Me parece que pronto necesitaremos más fondos —dijo Ricardo divertido.

—La puta está desaparecida desde hace un año. Ya sabes, ha estado en un club de alterne… —mintió Bruno sobre el lugar en el que había estado secuestrada.

—Vale, entonces es posible que acuda a la comisaría a denunciar el secuestro. Haré que un policía amigo mío esté pendiente, por si aparece una denuncia con su nombre. Llamaré también a un contacto que me informará si el coche es hallado abandonado y llevado a algún depósito, o si lo roban y lo llevan a algún taller para ser desguazado.

—Muy bien.

—¿Tienes alguna foto de ella?

—Aquí no. Tenía una en el móvil, pero la muy zorra lo rompió —contestó Bruno maldiciendo su mala suerte—, pero es alta, metro setenta y cinco, pelo castaño, ojos de color marrón verdoso.

—Lo digo porque conozco a un informático que trabaja en el sistema de videovigilancia de las zonas públicas. Solo tienes que cargar una foto en el sistema. Si la puta muestra la cara a alguna cámara, el software de reconocimiento facial la detectará. Es cojonudo. Me han dicho que la Policía lo utiliza con frecuencia… Si tienes alguna foto suya, mándamela —y recapacitando, añadió—: ¿En serio te has tirado a ese bombón?

—Déjate de gilipolleces —replicó Bruno.

—Está bien, está bien, qué soso eres…

Bruno le facilitó todos los datos que conocía de Kala y los datos de su vehículo, y quedó con él en que le mandaría una foto de ella —por suerte, las fotos que le había hecho con el móvil habían subido automáticamente a la nube y podía verlas en su tableta electrónica y su ordenador—.

—De acuerdo, me pongo a trabajar con esto de momento. Ya te haré llegar la «factura» —se regodeó Ricardo levantándose para marcharse.

—No lo dudo —contestó Bruno, sabiendo que aquello le costaría mucho dinero. Sin embargo, tenía que dar con Kala a toda costa. Su vida podría depender de ello.

 

 

 

Nada más salir de la cervecería, Ricardo llamó por teléfono a un colaborador suyo, un agente de policía.

—Tengo que localizar un coche, y necesito que sea lo antes posible.

Le dio todos los datos al policía, insistiéndole en que intentara darle prioridad a la búsqueda.

—Está bien, pondré una denuncia como de vehículo robado. Pero tanta urgencia te va a costar caro… —dijo el policía al otro lado del teléfono a modo de despedida.

Ladrones de vidas
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