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A la salida de la sede del periódico, Juan regresó a su casa.
Una vez allí, examinó el mapa con la ubicación del club Coliseum y, tras estudiarlo detenidamente, se dio cuenta de que un pequeño río atravesaba la finca, y se le ocurrió una idea. ¿Y si se adentraba en la finca para vigilar desde el río? Los ríos nunca pueden ser de propiedad privada, a pesar de cruzar una, de modo que, mientras permaneciese en el río, nadie podría decirle nada.
Salió de casa con su viejo utilitario y se dirigió a una tienda de material deportivo, donde compró una balsa hinchable. Después condujo hasta la finca y se detuvo en el punto en el que la carretera secundaria se cruzaba con el río. Su intención era bajar con la balsa por el río hasta la finca y echar un vistazo.
Recibió una llamada de Paul. Estaba muy nervioso.
—Juan, he escuchado una conversación en la que Elizabeth le pide a alguien que se encargue de cerrarte la boca.
—¿Cómo?
—En serio, quieren matarte. Esto es demasiado, Juan. Tienes que desaparecer de inmediato. Pásate por mi casa, te buscaré un lugar donde puedas esconderte un tiempo —le pidió Paul, preocupado.
—¿No me estarás engañando para hacerme abandonar la investigación?
—No, Juan, te lo juro, hazme caso.
—De acuerdo. Luego me paso por tu casa y hablamos.
—¿Dónde estás?
—Ahora estoy liado. Seguramente Elizabeth hablaba con el director del periódico, que se ha replanteado publicarme.
—No, primero habló con tu exjefe, pero luego llamó a otra persona y le ordenó que se encargara de ambos. Pásate por mi casa lo antes posible, tenemos que pensar muy bien qué hacemos a continuación…
—Ahora no puedo hablar. Tengo que dejarte —interrumpió el periodista—. Después iré a verte.
Tras aparcar el vehículo y prepararlo todo, Juan colocó la balsa en el agua y comenzó a navegar río abajo. Pronto se acercó a la finca. Solo había un pequeño cartel anunciando que aquello era una propiedad privada, pero estaba medio oculto entre la vegetación, era muy difícil verlo. No podía creérselo: había cámaras de vigilancia cada cien metros enfocadas al río. Siguió bajando sin ver más que árboles y arbustos hasta llegar a un puente. Decidió bajar a inspeccionar la zona. No había dado más de cincuenta pasos cuando vio acercarse un todoterreno a gran velocidad. Volvió corriendo a la orilla con intención de huir con la balsa.
Los guardias bajaron del vehículo dejando las puertas abiertas y emprendieron la persecución. Juan no tuvo tiempo de empujar la balsa al agua de nuevo antes de que los guardias le dieran el alto.
—¡Quieto! No des un paso más —gritó uno de los guardias.
—¡No te muevas o disparo! —gritó el otro.
Juan no tuvo elección. Aquellos hombres eran capaces de dispararle por la espalda si se negaba a hacerlo.
Uno de ellos se acercó al periodista.
—Vamos a dar un paseo y nos explicas qué estás haciendo aquí.
—No me toque. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? Soltadme.
—Esta es una propiedad privada. Te has metido en un buen lío. Andando —ordenó el guardia tirando del brazo.
—Cómo puedo saber que es una propiedad privada. No hay…
Un puñetazo interrumpió sus justificaciones, haciendo que se le escapara un grito de dolor. Sus gafas cayeron al suelo. Aún noqueado por el derechazo, sintió que tiraban de él para llevarlo al vehículo. Lo subieron a la parte de atrás sin contemplaciones y se alejaron del río conduciendo a gran velocidad hasta la garita que había en la entrada de la finca.
Juan estaba muy asustado. No le había comentado a nadie lo que pretendía hacer ni dónde se encontraba. Aquellos hombres podían hacerle desaparecer, y nadie sabría dónde buscarle. Nunca debió haber entrado a la finca. Se arrepentía de no haberle hecho caso a Paul y jugarse la vida de aquella manera.
Los guardias sacaron una cuerda de la garita y le ataron a un árbol a unos doscientos metros de distancia. Antón llegó poco después en un todoterreno negro y reluciente como un zapato de charol, ordenó a sus hombres cachear de nuevo a Juan en busca de armas u aparatos de grabación o escucha y les dio órdenes de dejarle a solas con el intruso.