18
Kala estaba luchando por salir de la maleta. Por suerte había logrado tranquilizarse, evitando así que el estado de shock terminara con ella antes de tiempo. Ya no sentía la tierra caer, ni se escuchaba ningún otro sonido. Se había destrozado los dedos intentando romper la maleta; la había arañado con las uñas hasta el punto de romperse varias de ellas. Después se acordó de que tenía un mechero en uno de los bolsillos. Logró sacarlo con mucho esfuerzo, pues aún tenía las manos atadas, lo encendió e intentó quemar la tapa de la maleta.
El reducido espacio quedó bañado por la luz amarilla de la llama que, tras casi un minuto, consiguió hacer un pequeño agujero en la tapa. La piedra del mechero ardía, por lo que dejó el mechero apagarse, sumiéndose de nuevo en la más profunda oscuridad. Cuando se enfrió lo suficiente, volvió a encenderlo y siguió agrandando un poquito más el agujero. El plástico derretido goteaba y le quemaba el brazo. Dejó que se enfriara la piedra una vez más y volvió a la carga. Esta vez la llama se apagó antes de que la piedra se calentara. Nuevamente la encendió volvió a apagarse. Si seguía intentándolo, se quedaría pronto sin oxígeno; de no hacerlo, el oxígeno duraría un poco más, pero no habría esperanza de salir, de modo que decidió continuar intentándolo.
Logró hacer un pequeño orificio en la maleta. Con dos dedos intentó agrandarlo, a pesar de que la cuerda que le ataba las manos le impedía hacerlo con la soltura deseada. La tierra empezó a caerle en la cara. Sintió que le faltaba el aire. Cada vez aspiraba con más anhelo, y cada vez le costaba más llevar oxígeno a los pulmones. Notó un picor molesto en la garganta debido al humo que había producido el plástico al quemarse y comenzó a toser. Aun así, no cejó en su empeño. A pesar de toda la fuerza no logró agrandar el agujero más que unos pocos centímetros. Estaba completamente agotada. Apenas si tenía fuerzas ya para abrir la boca e intentar respirar. Ya no debía de quedar oxígeno. Un dolor le oprimía el pecho, como si fuera el culpable de su imposibilidad de respirar. Sintió que estaba cerca de desmayarse. Pensó que solo un milagro podría sacarla con vida de allí. Volvió a orar y la desesperación la obligó a hacer un juramento: le dijo a Dios que si la salvaba, dedicaría su vida entera a destapar al club y evitar así que siguieran asesinando a chicas como ella. Intentó de nuevo agrandar el agujero, pero pronto se percató de que era inútil. Ya no tenía fuerzas. Acabó por rendirse a la evidencia de que ya no podía salvarse. Debía aceptar la muerte. Recordó a su abuela y a sus padres. El corazón le latía con fuerza, y la falta de aire se estaba volviendo insoportable. Cada vez le costaba más trabajo no dormirse. Sentía cómo se le escapaba la vida y no podía hacer nada por impedirlo. Nunca se había sentido tan impotente.
Entonces comenzó a escuchar un rumor muy leve, semejante al jadeo de una persona que respira con dificultad. Por un segundo pensó que su compañera Jessica no estaba muerta; luego se dijo que el cerebro le empezaba a jugar malas pasadas, pero justo en aquel momento volvió a escuchar el mismo rumor. Mantener los ojos abiertos le suponía un enorme esfuerzo. Sintió el tacto de algo en el hombro a través de la tapa de la maleta, acompañado de un ruido como de algo que se arrastra con rapidez. Se dio cuenta de que debía de ser algún bicho y entró en pánico. Abrió los ojos, pero no pudo ver absolutamente nada en la completa oscuridad de su tumba. Nuevamente volvió a sentir que algo se arrastraba por la tapa, y de repente le pareció ver un poco de luz por el agujero que antes había abierto en la maleta. Sin duda, era la famosa luz al final del túnel que veían los moribundos. Se preguntó si ya estaba muerta, si eso era la puerta de entrada al paraíso. Al fin y al cabo, parecía que sí había vida después de la muerte… Pero entonces escuchó un ruido, muy débil, que no logró identificar, y se dio cuenta de que ya podía respirar. Luchó por abrir los ojos. Frente a ella vio algo parecido a la luna. No sabría decirlo, todo estaba muy borroso. Una silueta oscura la cogió de las muñecas y notó cómo su cuerpo era levantado en el aire y arrastrado unos metros. Cuando logró enfocar, vio la luna. Por un momento creyó que había muerto y estaba en el paraíso, pero al ver la cara del hombre frente a ella, supo que no se encontraba en el cielo, sino en el infierno.
—Bienvenida de nuevo a la vida —le dijo Bruno.
Kala lo miró sin decir palabra. No sabía qué creer. No sabía si la había salvado para liberarla o para hacerla sufrir más. Antón le había prometido una muerte lenta y parecía estar cumpliendo su promesa; puede que aún no hubiese acabado con ella, que le tuviese reservado algo mucho peor que enterrarla viva. El hombre empujó la tierra con las manos hasta rellenar el hoyo y colocó unas plantas de medio metro de altura que acababa de arrancar cerca de allí para ocultar la tumba. Cuando terminó, se echó a Kala encima de los hombros como un saco y se alejó con ella caminando lo más rápido que le fue posible. Minutos después llegaron a una zona con árboles. Buscó un buen lugar donde dejarla escondida y la dejó sentada contra un árbol. Utilizó las cuerdas con las que la habían maniatado para atarla bien al tronco, la amordazó con un trapo para que no pudiera gritar, y le explicó:
—Te he salvado la vida. Si alguien se entera de esto, estamos muertos los dos. Vas a quedarte aquí hasta que termine el turno. Serán solo unas horas. Antes del amanecer vendré a por ti y te sacaré de aquí en mi coche. No hagas ruido si no quieres que te descubran. ¿Lo has entendido?
Kala asintió con la cabeza. Una pizca de esperanza se fue abriendo hueco en su corazón. El milagro se había producido, no todo estaba perdido.
—No se te ocurra intentar escapar. No puedes salir sola de aquí. La valla está vigilada con cámaras con sensor de movimiento. Yo te sacaré. ¿Queda claro?
Kala volvió a asentir.
El hombre se marchó corriendo, buscó una piedra grande, del tamaño de un pequeño melón, anduvo con ella en la mano hasta llegar a la carretera que unía la mansión con la puerta de entrada y la dejó en el suelo. Aquella piedra le serviría de guía para encontrar a Kala después. Tenía las uñas llenas de tierra; se las limpió un poco de camino a la mansión.