4

 

 

Kala entreabrió confusa los ojos, intentando averiguar dónde se encontraba, pero un terrible dolor de cabeza le impedía pensar con claridad. Tenía mucho frío. Había tanta humedad en aquel lugar que la sentía hasta en los huesos. La celda medía cinco o seis metros cuadrados. Una peste insoportable a orina invadía sus fosas nasales. Por un segundo sintió arcadas. Llevó el brazo a la nariz intentando dejar de oler aquel hedor. Aquella no era una celda común. Las paredes, así como el suelo y el techo, eran de hormigón. Un cubo sin ventanas, totalmente vacío; ni siquiera había un jergón, solo un desagüe en el centro del suelo. Más que una celda, parecía un agujero. En una esquina había una puerta metálica, y sobre ella, casi pegado al techo, un aplique, que bañaba de una luz mortecina la minúscula estancia.

Recordó lo ocurrido antes de perder el conocimiento. La habían secuestrado. Pero ¿por qué ella? ¿Quiénes eran los secuestradores? ¿Eran traficantes de órganos? ¿Proxenetas? ¿Agentes secretos? ¿Qué querían de ella? Seguro que todo era un malentendido o alguna estúpida broma. Con lo mucho que le gustaban las películas de zombis, Alicia era capaz de organizarle un juego en el que ella tuviera que escapar de unos zombis sin ser mordida. En más de una ocasión habían oído hablar de ese tipo de actividades. ¿Podría ser algo de eso?

Se dirigió a la puerta y llamó con la palma de la mano. No hubo respuesta. La golpeó varias veces seguidas.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —gritó. No escuchaba nada del otro lado. Solo silencio—. ¡Que alguien abra la puerta!

Golpeó la puerta gritando, una y otra vez, pero nadie acudió. Los ecos de los golpes en la puerta metálica y sus gritos se repetían de forma vaga en la celda vacía. Recordó que en el momento del rapto Alicia la acompañaba. ¿Estaría en la misma situación? La llamó, pero no obtuvo respuesta. Siguió golpeando la puerta y gritando que la sacaran de allí hasta quedarse afónica. Después estuvo buscando cámaras ocultas en las paredes y el techo, pero no encontró ninguna.

Se dejó caer despacio, apoyando la espalda en la pared, junto a la puerta y lloró largo rato con la cabeza apoyada en las rodillas. Llevaba vaqueros y una camiseta blanca. Por suerte no le habían quitado la chaqueta. El suelo estaba tan frío que parecía de hielo. No se había dado cuenta hasta ahora, pero las manos le temblaban ligeramente y le castañeteaban los dientes. No sabía qué creer. ¿Qué querían de ella? ¿Dónde la tenían? ¿Por qué querrían detenerla, o secuestrarla, o lo que fuera aquello? No tenía nada que ocultar en su pasado. No le había hecho mal a nadie que pudiera buscar venganza. ¿Sería una broma de mal gusto? ¿Lo había planeado Alicia por algún estúpido motivo? Eso explicaría la actitud relajada de Alicia en el coche. ¿O estaba en un calabozo? No soportaba aquella incertidumbre y por enésima vez volvió a aporrear la puerta. El sonido metálico reverberando en la celda fue la única respuesta que obtuvo. Rindiéndose a las evidencias de que no la oían, o no querían oírla, se sentó de nuevo y esperó. Quizás así escucharía ruido al otro lado de la puerta; en ese caso, volvería a llamar y a pedir ayuda.

Durante interminables horas no escuchó ningún sonido. Todo estaba en el más absoluto silencio. ¿Se habrían olvidado de ella? Se había acostumbrado a la pestilencia, pero tenía mucho, muchísimo frío. Para entrar en calor, se levantó y caminó por la celda fijándose en las marcas de las paredes. Entre las palabras obscenas —las más destacadas escritas con excrementos—, había un montón de nombres —varios españoles y la mayoría extranjeros, algunos bien marcados y otros apenas visibles—, así como breves despedidas escritas con alguna piedrecita caída de las imperfectas paredes de hormigón. O tal vez con la uñas… Comenzó a temer lo peor. Volvió a sentarse junto a la puerta y abrazó sus rodillas intentando calentarse. Tenía hambre, sed, y el dolor de cabeza empeoraba bastante la situación. No sabía cuánto tiempo llevaba en la celda. Pensó en Fátima. Su abuela debía de estar muy preocupada.

Estuvo mucho tiempo intentando encontrar una explicación a aquello. En un momento dado le entró sueño y, aunque se resistió por algún tiempo, sus párpados acabaron cediendo. Durmió algunas horas, despertando con frecuencia debido al frío, a la mala postura o a multitud de pesadillas. En una de ellas la torturaban hasta el límite de sus fuerzas, una y otra vez, por haberle pedido a su madre que no tardaran en volver del pueblo cuando asistieron al funeral de un primo de su padre. Sus padres habían perdido la vida en un accidente de coche mientras volvían de ese funeral, y sus torturadores la culpaban de su muerte.

Antes de despertar, soñó que conseguía escapar. Había sido tan real que cuando despertó, volvió a sentir de nuevo toda la angustia de encontrarse presa, como si la hubieran secuestrado de nuevo.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido; ni siquiera sabía si era de día o de noche. Se puso de pie y volvió a golpear la puerta con más insistencia que antes. Tenía hambre y, sobre todo, sed. Volvió a sentarse. No podía hacer otra cosa más que esperar, llorar y pensar. Se pasó la mano por el cabello para arreglárselo. Su suave cabello castaño claro se había convertido en una maraña de pelo sucio, grasiento, que caía sin gracia sobre sus hombros delgados.

Las horas pasaron con lentitud y volvió a tener sueño. Tenía ya los labios resecos por la deshidratación. Estaba tan desesperada por la sed, que empezó a plantearse beberse su propia orina, pero sabía que aquello solo empeoraría la situación. Volvió a dormirse, con la esperanza de que durante el sueño le trajeran agua y comida, por escasa que fuera. Una persona no puede vivir mucho tiempo sin agua, y sus secuestradores sin duda la querrían viva.

Despertó cuando escuchó una puerta lejana abrirse. Llevaba muchas horas de sufrimiento esperando aquel momento, pero en vez de acercarse a golpear la puerta para llamar la atención de sus secuestradores, de pronto la invadió el pánico. Se apartó de la puerta hasta la esquina más alejada y esperó asustada. Unos pasos se acercaban, caminando con lentitud. Los pasos, firmes, fueron aumentando de intensidad hasta que se detuvieron de golpe delante de su celda.

—¡Sacadme de aquí! —gritó Kala reuniendo fuerzas.

La puerta se abrió con un chirrido chocando contra la pared. Un hombre alto y regordete apareció en el umbral. Había más luz en el pasillo que dentro de la celda, por lo que Kala entrecerró los párpados para poder mirarlo.

—Déjeme salir. —El hombre permaneció inmutable. Su silueta se recortaba en la entrada—. ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? —preguntó Kala con un hilo de voz.

—El jefe contestará tus preguntas. Ven aquí —ordenó el hombre. Kala se acercó temerosa—. Dame las manos —pidió enseñándole unos grilletes que brillaron bajo el aplique.

Tras ponerle los grilletes, la tomó del brazo derecho y la sacó al pasillo. Kala contó otras nueve puertas aparte de la de su celda. Caminaron hasta el final del corredor y el hombre utilizó una tarjeta electrónica para abrir una puerta que les condujo a una sala grande apenas iluminada. La sala estaba completamente vacía, a excepción de una soberbia bañera de estilo victoriano en el centro de la estancia, blanca como la nieve, y una ducha sin mampara en una esquina. Estaban en un sótano, pero lo coronaba una bóveda acristalada por la que podía verse el cielo despejado. Cruzaron la sala y llegaron a una escalera de piedra por la que ascendieron hasta dar con otra puerta.

El hombre abrió de nuevo con su tarjeta electrónica, y salieron a un vestíbulo. Frente a ellos, como a unos veinte pasos de distancia, había una sólida puerta de madera, y a ambos lados, media docena de escalones que se continuaban en sendos pasillos. Giraron a la izquierda, subieron los escalones y siguieron de frente. Dejaron atrás varias puertas a la derecha; en cierto momento, las puertas comenzaron a ser numeradas: 60, 59, 58… Llegaron al final del pasillo y giraron a la izquierda de nuevo, donde un pasillo, mucho más largo que el anterior, se abría ante ellos. Kala pensó que la mansión debía de tener forma cuadrada, y que aquel pasillo rodeaba completamente la casa.

Caminaron casi hasta el final y se detuvieron frente a la puerta número 44. El hombre abrió la puerta con una llave que llevaba junto con la tarjeta, dejó la puerta abierta y la empujó dentro.

—El jefe vendrá enseguida —anunció el hombre, que se quedó de pie junto a la puerta.

Kala observó la habitación. Más que eso, parecía una suite de un hotel de cinco estrellas. Era una enorme sala de estar. En una esquina había un minibar, una nevera alta, y una mesa redonda con dos sillas. Al otro, a través de una puerta corredera abierta, se veía el dormitorio, que disponía de cama redonda y jacuzzi. La zona central estaba ocupada por un chaise longue de tres plazas, una mesa de centro y dos sillones a los lados. Sobre la mesa de centro estaba su documento de identidad. Pensó en cogerlo, pero el hombre seguía allí de pie, con las manos a la espalda, mirándola. Olía un poco a pintura reciente.

Se oyeron pasos en el pasillo. Kala se juró mostrarse tan dura como fuera posible con aquel hombre, independientemente de lo que quisiese de ella. La puerta se abrió, y entró en la habitación un hombre muy alto —medía cerca de dos metros—, con perilla y la cabeza rapada.

—¡Querida Kala! —dijo el hombre al verla—. Mi nombre es Antón —le tendió la mano con amabilidad sonriendo.

Kala le estrechó la mano desconfiada echando un poco la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos, intentando penetrar en su interior. Su mirada era turbia y fría; no parecía un hombre del que pudieras fiarte.

—¿Puedo saber dónde estoy? —preguntó Kala procurando que no le temblara la voz.

—Todo a su tiempo, querida, todo a su tiempo. —Se sentó en el sofá y colocó sobre la mesita una carpeta que traía en la mano—. En primer lugar, te pido disculpas por todo lo que has sufrido hasta ahora, pero quiero que sepas que no es culpa mía, yo solo soy un mandado.

—Esto es un malentendido. Yo no soy la que buscan.

—Querida, si no sabes lo que buscamos… —dijo Antón sonriendo, acomodándose en el sofá. Su cabeza rapada brillaba bajo los focos del techo. Kala permaneció de pie, con la mesa de centro entre los dos.

—Mi familia es muy humilde. Si pretendían pedir un rescate, no tenemos dinero con que pagarlo.

—Tranquila, no queremos tu dinero —dijo el hombre sonriendo.

—¿Cuánto tiempo llevo encerrada aquí?

—Casi dos días.

—¡Dios! Mi abuela estará muy preocupada… Seguro que denunció mi desaparición poco después de la medianoche del día que me raptaron. Le prometí volver pronto a casa. La Policía ya debe de estar buscándome.

—No nos preocupa la Policía. Es imposible que puedan llegar hasta aquí —contestó Antón con voz tranquila.

—¿Dónde estamos?

—Muy lejos de cualquier sitio.

—¿Y qué demonios quieren de mí? —preguntó impaciente y furiosa.

—Es muy simple, querida, muy simple. Queremos que trabajes para nosotros durante un año. Doce meses justos. Después, serás libre de rehacer tu vida, y créeme, te compensaremos por ello —contestó Antón acariciando su perilla.

—¿Trabajar para ustedes? Tengo dieciocho años recién cumplidos, no puedo dejar el instituto, me falta poco para terminar el bachillerato. Además, ¿no cree que debería saber primero quiénes son? ¿Acaso son espías? ¿Quieren que vigile a alguien?

El hombre soltó una risotada al escuchar aquello.

—Oh, no, no es nada de eso —dijo al terminar de reír.

—¿Y qué ha sido de mi amiga? Cuando me secuestraron estaba con ella. ¿Dónde está? ¿También la han secuestrado?

—Oh, querida, yo no la llamaría amiga —replicó convencido—. No estoy seguro, pero creo que en este momento estará disfrutando el dinero que le hemos pagado por ti.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir con…? ¿Que Alicia me vendió? —preguntó Kala horrorizada. Sintió sudor frío en la espalda.

—No, ella no te vendió, sino su hermana. Aunque, al parecer, fue tu amiga quien sugirió tu nombre. ¿Qué le has hecho para que quiera librarse de ti?

—¡Eso es mentira! —espetó Kala—. ¡Alicia no me vendería por dinero! Alicia es…, es mi mejor amiga —añadió insegura, acordándose de que Alicia le confesó que su hermana le había dado mucho dinero.

—No tengo motivos para mentirte.

—Pero no entiendo por qué me haría algo así… No, no le creo. Esto tiene que ser una broma de mal gusto.

—Mira, Kala, cuanto antes aceptes que hemos pagado una enorme cantidad de dinero por ti y que debemos recuperar la inversión, antes acabaremos con todo. —Abrió la carpeta que había sobre la mesa y le entregó una hoja—. Este es el contrato. Si cumples las cláusulas, dentro de un año serás libre. Es el precio que debes pagar por recuperar tu libertad. Hasta entonces, nos perteneces.

Kala leyó el contrato con manos temblorosas. Un mechón de cabello le cayó sobre la frente; lo colocó detrás de la oreja.

—Está loco si cree que voy a aceptar esto —dijo abatida.

—Elige: es esto o la celda. Si lo firmas, te dejaremos beber y comer. Bruno, enséñale la nevera. —El guardia se dirigió a la nevera y la abrió. Estaba llena de comida. A Kala se le hizo la boca agua—. Si no lo firmas…, bueno…, conocemos muchos métodos para hacerte recapacitar. Y si aun así te sigues resistiendo, cosa que ocurre muy de vez en cuando, solo puedes esperar una cosa: la muerte —anunció Antón con voz gélida mirándola insensible.

Kala levantó la vista del papel. «No soy de las que lloriquean para sobrevivir», pensó.

—¿Esto es lo único que tengo que hacer para que me dejen libre? ¿Nada más? —preguntó Kala sarcástica señalando el contrato.

—Así es.

—¡Pues mire lo que hago con su puta propuesta! —aulló Kala rompiéndolo en dos—. ¡Nunca aceptaré esta mierda!

—¿Acaso no entiendes que no tienes alternativa? —dijo el hombre molesto, pero sin alterarse.

—¡Prefiero morir, antes que hacer lo que proponéis! ¡Hacedlo vosotros! —gritó Kala.

—Existen mil formas de morir, y unas son más dolorosas que otras —amenazó Antón—. Si llegamos a eso, te aseguro que alargaré el sufrimiento tanto tiempo, que te parecerá una eternidad. Me suplicarás a gritos que te mate y no lo haré, ¿entiendes?

Antón sacó un mechero de uno de los bolsillos y lo encendió; luego cogió el documento de identidad de Kala y lo acercó la llama. Kala frunció el ceño al ver cómo su documento de identidad comenzaba a arder, doblándose y derritiéndose en las esquinas, hasta que acabó siendo una pelota de plástico en un cenicero sobre la mesa. A continuación el hombre se puso de pie y fue acercándose lentamente a Kala, que le miraba incrédula y enfurecida.

—¿Comprendes que ya solo existes para nosotros? —preguntó Antón—. Si queremos hacerte un agujero en la cabeza de un balazo, lo hacemos. Si queremos torturarte, también lo hacemos. Y si queremos que trabajes para nosotros, lo harás, aunque no te guste.

Kala lo miró con ojos ciegos de furia. Estaba enojada, indignada. Le hubiera estrangulado allí mismo, pero se limitó a escupirle a la cara.

Antón dio dos pasos atrás con la frente arrugada, se limpió con la manga de su chaqueta y arrancó furioso hacia Kala propinándole un puñetazo en la cara tan fuerte que derribó a la muchacha. Bruno se acercó a ellos, la agarró del pelo y la arrastró por el suelo tras de sí fuera de la habitación obedeciendo la orden de Antón de devolverla a la celda.

Kala temía haber perdido alguna muela. El dolor era tan intenso, que no sentía nada aparte de aquella molestia.

—Tortura de nivel dos —gritó Antón desde la puerta.

—Oído —contestó Bruno.

Ladrones de vidas
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