57

 

 

Elizabeth Ponce de León recibió en su casa al inspector Segovia aquella tarde, el cual había acudido a entregarle en mano un pen drive en el que, aseguraba, había información delicada acerca de ella, el club Coliseum y muchos de sus miembros.

—Me he encargado de eliminar las copias —dijo el hombre.

—Has hecho un gran trabajo. ¿Sabemos quién está detrás de todo esto? —preguntó Elizabeth conduciendo al inspector a su despacho.

—Un hacker y su novia.

—¿Tienen alguna relación con nosotros?

—Mi compañero se quedó anoche vigilando la casa del periodista. Vio entrar a un hombre y una mujer. Gracias a los micrófonos que pusimos antes de que el periodista regresara, escuchó que estaban al corriente de la investigación de su amiguito y que tenían intención de llevar pruebas a la Policía. Esta mañana fueron a una comisaría, pero les dije que se trataba de una investigación secreta y que nadie más podía estar al tanto de ella, por lo que logramos obtener las pruebas sin que nadie más las viera.

—Buen trabajo. Nos has salvado a todos. Aun así, habría que encontrar alguna forma de que esos tres dejen de darnos problemas…

—Déjemelo a mí. Investigaré y en dos días lo sabré todo de ellos. Seguro que el hacker ha cometido algún delito. Le complicaré un poco la vida para que se olvide del club. Y haré lo mismo con su amigo el periodista. Si no encuentro nada de lo que pueda acusarles, les tendré preparada una trampa que les llevará a la cárcel por unos años —aseguró con una sonrisa.

—¿Podrías enviarme las fotografías del hacker y de su novia? Quiero que las vean mis hombres, por si les reconocen. Quizás no solo quieran ayudar a su amigo el periodista, sino que tienen un motivo distinto.

—No tengo ninguna. Tendré que conseguirlas de las grabaciones de las cámaras. Las tendrá mañana por la mañana.

—Lo antes posible.

El inspector comenzó a dirigirse hacia la salida.

—Una cosa más —dijo Elizabeth cogiendo un periódico del escritorio. Lo abrió por la marca y se lo enseñó al inspector.

—Vaya noticia… —dijo el inspector mirando una de las páginas.

—¿Has tenido algo que ver con su suicidio?

—Digamos que ayer por la tarde le hice una breve visita y le presioné un poco para que se olvidara de publicar artículos sobre el club, pero no hubo manera de convencerle. Se había vuelto loco. Estaba convencido de que si desvelaba los secretos de Coliseum, se libraría de ser descubierto como pedófilo, secuestrador y asesino. Se había vuelto muy peligroso para nosotros y tuve que darle un buen susto. Fingí que lo quería ahorcar. Le puse la soga en el cuello, pero en vez de estarse quieto, se tiró de la silla y se lo partió el muy imbécil.

—En fin, lo hecho, hecho está —gruñó la mujer—. Pero la próxima vez ten más cuidado, y consúltame las cosas importantes.

El hombre asintió, prometiendo hacerlo y se marchó, dejando a Elizabeth en su estudio, pensativa. Esta decidió llamar a Antón.

—¿Qué hay de Ignacio López? —Fue al grano Elizabeth cuando Antón contestó la llamada.

—No damos con él. No está en su casa, y tampoco ha ido a trabajar. He logrado averiguar por su secretaria que ha cancelado todas las reuniones de los próximos días. Ha desaparecido del mapa.

—Encuéntrale.

—Lo haré.

—¿Y qué hay de la tumba de la fugitiva? ¿No la habéis encontrado aún? —preguntó con voz hostil.

—Aún no, lo siento —respondió Antón.

—Te doy de plazo hasta mañana a mediodía. O la encuentras, o cavas una para ti.

—Descuide, señora, la encontraré —contestó Antón con voz firme.

Elizabeth colgó el teléfono y pidió que le prepararan un Dalmore con hielo, que le sirvieron pocos minutos después.

—Por fin esto está a punto de solucionarse —dijo para sí sorbiendo la mitad de la bebida y recostándose en el mullido sillón de piel. Luego llamó a Evelyn y le ordenó que le preparara la sauna y que avisara a su masajista. Necesitaba relajar la tensión de los últimos días.

A la mañana siguiente, lo primero que hizo Elizabeth al bajar al despacho fue llamar al inspector Segovia.

—Son las 9:45 y aún no me has enviado las fotos.

—Estaba a punto de hacerlo. Las recibirá en su teléfono en un instante.

—Gracias —dijo Elizabeth colgando. Esperó impaciente.

Las fotos comenzaron a llegar. Observó con detenimiento el rostro de un joven desconocido, y a continuación el de una chica que, para su enorme sorpresa, sí conocía. Acercó un poco el teléfono, como si no acabara de dar crédito a lo que veían sus ojos. ¡La joven era una de sus empleadas! ¡Qué estúpida que había sido!

Envió las fotografías a Antón y le llamó un instante después.

—¿Has visto las fotos que te acabo de enviar?

—Sí, señora —dijo con voz titubeante.

—¿Has visto las de la chica? ¿Es la fugitiva a la que enterrasteis viva? —preguntó Elizabeth expectante.

—He visto las fotos, y sí, la chica es una de las que intentaron huir… —contestó Antón, sabiendo lo que venía a continuación.

—¡Maldita sea, Antón! ¡Eres un incompetente! —gritó la mujer—. ¡No solo intentó huir, sino que lo consiguió! Y para colmo está trabajando en mi casa.

—¿Trabajando en su casa? —preguntó, incrédulo.

—Una de mis empleadas se despidió hace unos días y la recomendó.

—¡Tiene que salir ahora mismo de la casa! ¡Está en peligro! —advirtió Antón, presa del nerviosismo.

—No, yo no estoy en peligro, pero ella sí lo está. Aún no sabe que he descubierto su denuncia y su secreto.

—¿Denuncia? ¿Qué denuncia?

—La miserable ha ido a la Policía a denunciar la existencia del club y sus actividades ilegales.

—Dios santo…

—Por suerte, nuestros hombres de la Policía han archivado la denuncia y se van a encargar de pararles los pies a ella y a sus amiguitos.

—Dígame, ¿la chica está ahora en su casa? —preguntó Antón con determinación.

—Creo que sí. ¿Por qué?

—Voy para allá. Vaya a la cocina y busque un cuchillo, y después enciérrese en algún sitio hasta que yo llegue. Después me encargaré de la chica. Muerto el perro se acabó la rabia.

—Antón, ya te he dicho que la Policía va a hacerla callar…

—Pero tenemos que acabar con ella. ¿No lo ve? Los de la Policía simplemente la encarcelarán; no podemos arriesgar más. Podría tener amigos que intenten acabar su trabajo. Déjeme encargarme de esto. Yo le sacaré toda la información y después la mataré, que es lo que tenía que haber hecho hace tiempo. Señora, por favor, déjeme arreglar mi error.

Elizabeth lo pensó un momento antes de contestar:

—De acuerdo, pero no tardes.

—Iré en moto, así llego antes —anunció Antón a modo de despedida.

Elizabeth colgó el teléfono y se dirigió a la cocina para coger un cuchillo con el que protegerse de la intrusa en caso necesario…

 

 

 

Al mismo tiempo, en la finca Coliseum, Antón se ponía su chaqueta de cuero negra y bajaba al sótano, al nivel dos y último, al que solo él tenía acceso de todos los empleados y donde tenía guardada una moto de campo de gran cilindrada preparada frente a una puerta de garaje. Se colocó el casco blanco como la nieve que había sobre la moto y la arrancó, llenando el sótano de humo y del rugido del potente motor. Se acercó hasta la puerta de salida para colocar el índice en el dispositivo de lectura de huella dactilar y, sin esperar a que la puerta se abriera por completo, salió disparado agachándose para pasar por debajo. Una vez fuera, dio la vuelta a toda la mansión, cogió el camino que le llevaba a la salida de la finca y condujo pisando a fondo el acelerador para llegar lo antes posible a la casa de su jefa.

Ladrones de vidas
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