20

 

 

Transcurrieron dos días con sus noches en los que Kala pensó que se volvería loca encerrada en aquel lugar solitario, sin televisión, sin una revista o cualquier cosa para distraerse; sola y desprotegida ante sus fantasmas. No podía dormir, atormentada por las pesadillas; tampoco podía estar despierta porque no dejaba de pensar, y sus pensamientos la hacían padecer más que las pesadillas. No sabía qué era peor: las pesadillas o su voz interior, que no paraba de acusarla y hacerla responsable de todo.

El hombre regresó trayendo un perro enorme y agresivo que ató en el exterior junto a la puerta de entrada con una cadena de unos seis o siete metros de largo. El plan de huida se complicaba. El perro suponía un elemento añadido que dificultaba la viabilidad de su plan. El hombre trajo así mismo comida y más vino. El vino era lo que más le gustaba en el mundo.

Bruno se sentó en el sofá y comenzó a dar órdenes como un rey estúpido y arrogante. Kala destapó una botella de vino tinto, preparó unos aperitivos y los llevó a la sala de estar.

—Te he traído ropa —anunció.

—Gracias —contestó Kala fingiendo una sonrisa amable.

—Y también he traído pasta de dientes, toallas… lo necesario para vivir aquí un tiempo.

—¿Cuándo vas a liberarme? —preguntó Kala.

—No lo sé. Supongo que dentro de un año.

—Es demasiado, Bruno… Dos meses —propuso la chica—. Durante ese tiempo tendrás una mujer perfecta. Te cuidaré muy bien —aseguró Kala con una sonrisa.

—Seis —contraatacó el hombre.

—Tres meses.

—Oye, para, para. Escucha, esto no es una negociación. Acuérdate de que te he salvado la vida. Seis meses, y no se hable más.

—Me has salvado, aunque no para ayudarme, sino para utilizarme. Cuatro meses. Los otros dos meses hasta cumplir los seis no voy a ser tan perfecta como desearías.

—Ya hablaremos de eso.

—Bien —contestó Kala dando palmas.

—¿Por qué te alegras tanto? No he dicho que lo acepte.

—Tampoco te has negado de forma rotunda, lo que significa que puede que lo aceptes.

—Bueno, bueno. Ya hablaremos de eso más adelante.

Kala volvió a servirle vino. Su plan estaba en marcha.

—Seré una mujer perfecta para ti —dijo entregándole la copa.

Bruno sonrió complacido y besó a Kala tocándole las nalgas con la mano libre. Esta se levantó del sofá y encendió un cigarrillo entregándoselo tras una calada.

—Puedes fumar si quieres —indicó el hombre cogiendo satisfecho el cigarrillo encendido y acercándole la cajetilla de tabaco. Kala estuvo tentada por un segundo, pero acabó rechazándolo. Llevaba sin fumar desde el día del rapto, pues el ejercicio que hacía a diario era incompatible con el tabaco. Debía mantenerse en forma.

Durante más de una semana fingió ser la mujer perfecta para Bruno, con el fin de hacerle bajar la guardia.

En condiciones normales, Bruno aguantaba tomar casi tres botellas de vino; sin embargo, cuando estaba cansado, la mitad de esa cantidad era suficiente para llevarle al límite de borrachera, en el que al día siguiente no se acordaba de lo que había hecho la noche anterior. Nunca aguantaba más de dos o tres horas despierto antes de caer rendido con la barbilla en el pecho tumbado en el sofá, con la baba colgando del labio inferior, deslizándose lentamente hasta su hinchada barriga. Cuando más cansado estaba era al volver tras un turno de trabajo de cuarenta y ocho horas seguidas, en las que apenas si dormía ocho o diez. Esos días el cansancio se le notaba en los ojos, rojos como si hubiera estando cortado cebollas.

Desde el primer día que Bruno trajo el perro, Kala había estado ofreciéndole comida por la ventana con el fin de acercarse a él. No le fue difícil. El perro saltaba a la ventana cada vez que esta aparecía, esperando lograr un poco de comida. Siempre tenía apetito. A veces se la ofrecía, otras solo le acariciaba la cabeza el tiempo que el perrazo se sostenía sobre las piernas traseras apoyado en la pared. Era realmente enorme. Llegaba a la ventana sin problema y había más de un metro de altura desde el suelo a la parte inferior de la ventana.

Llevaba más de una semana encerrada en aquella casucha cuando Bruno regresó sediento de vino tras un turno de trabajo de cuarenta y ocho horas. Kala preparó varios aperitivos salados. Aquel sería el día del intento de fuga, si todo salía según lo planeado.

El hombre llegó sonriente y, como de costumbre, se dio una ducha relajante antes de comenzar a tomar vino.

—Hoy me apetece mucho beber contigo —anunció Kala cuando Bruno ya había vaciado casi una botella.

—Estupendo —se alegró.

Brindaron y tomaron cada uno el contenido de la copa. Kala abrió una segunda botella, y entre risas y anécdotas, la vaciaron enseguida, aunque ella no volvió a rellenarse su copa. En dos ocasiones Kala fue al servicio con la excusa de hacer sus necesidades o de beber agua y se provocó el vómito para que el vino no hiciera demasiado efecto en su cuerpo.

—Siempre he querido preguntarte quién dirige el club. ¿Lo dirige Antón? —preguntó Kala aclarando la garganta al volver del servicio.

—No, qué va —contestó Bruno divertido—. ¿En serio pensabas eso?

Kala se encogió de hombros.

—Antón solo es el encargado de la mansión de Madrid —continuó Bruno, arrastrando ya las palabras.

—¿Hay más de una? —preguntó Kala extrañada.

—Deberías olvidarte de ellos, borrarlo de tu cabeza por completo. ¿Por qué preguntas tanto? Olvídalo, ¿vale?

—No puedo. He estado trabajando gratis para Coliseum durante un año y no sé nada de ellos.

—Créeme cuando te digo que es mejor que sea así.

—¿Por qué trabajas para la organización? —preguntó Kala.

—Hay que ganarse la vida —contestó el hombre indiferente.

—¿No has sentido nunca pena por aquellas niñas?

—No, son cosas que es mejor no pensar. Trabajé varios años como militar. He estado combatiendo y he visto cosas que me han quitado la sensibilidad. En este mundo siempre hay ganadores y perdedores. Si no ganas, pierdes —aseguró Bruno convencido—, y yo he decidido ganar.

—Yo no podría…

—Solo sé que me pagan mucha pasta. Hay cosas que debes aceptar. Trabajes o no para ellos, seguirán haciendo lo mismo, así que ¿por qué no beneficiarse mientras se pueda? Sería estúpido no hacerlo. Hay cosas horribles en el mundo y seguirán existiendo, con tu participación o sin ella. Y si ofrecen una cantidad asombrosa de pasta por vigilar una casa en la que hay niñas secuestradas, la vigilas, te llevas la pasta y ya está. ¿Qué ganas con ser honrado?

—Tranquilidad.

—Yo vivo tranquilo. La gente honrada es pisoteada siempre por los demás y nunca llevan un duro en el bolsillo. Yo los tengo a rebosar. Puedo cambiar de coche las veces que me apetezca, veranear en los hoteles más lujosos del mundo, me estoy construyendo una mansión a mi gusto, con su jardín, su piscina, mi sótano con bar y sala de juegos… todos mis conocidos me envidian. ¿Podría hacerlo de ser totalmente honrado? —Preguntó de forma retórica—. No solo no podría hacerlo, sino que tendría dificultades para lograr pagar un pequeño piso en treinta años y llegar a fin de mes. Los honrados raras veces logran un puesto en el que ganan más de mil o dos mil euros. Con eso no vives. Malvives —sentenció Bruno—. Yo gano eso en un fin de semana.

—Pero no es justo que esos hombres abusen de niñas secuestradas y que después la organización las asesine —replicó Kala empeñada en hacerle ver la gravedad de los hechos.

—¿Acaso hay algo justo en el mundo? Como te dije, he sido soldado. ¿Crees que los soldados saben por lo que luchan? Nunca. Siempre hay intereses ocultos. Intereses económicos, o simples luchas de poder de gente que nunca ha estado en un puto campo de batalla. ¿Cuánta gente muere en una guerra por esos jueguecitos? ¿Cuánta gente muere para que las empresas de armamento vendan las armas que destruirán la región en guerra para que las constructoras occidentales puedan volver a construirla? ¿Es eso justo? —preguntó Bruno. El alcohol estaba haciendo su efecto y le hacía divagar.

El hombre vació su copa de un solo trago. Kala fue a por la tercera botella.

—Hay una cosa más que quería preguntarte —dijo Kala introduciendo una aceituna en la boca.

—Adelante, dispara.

—¿Por qué desangráis a las chicas?

—¿Y tú qué sabes de eso? —interrogó Bruno examinando a Kala como si quisiera leerle el pensamiento.

—Vi cómo desangraban a una compañera antes de escapar.

Bruno gruñó en desacuerdo, dio un sorbo a la copa que Kala le había vuelto a rellenar con el ceño fruncido y chascó la lengua, pero finalmente dijo:

—Las noches de luna llena la jefa acude a la mansión. Unos dicen que se baña en la sangre, y otros, que hace unos rituales raros, pero nadie sabe nada concreto, solo Antón. Es un tema del que no podemos hablar.

—¿Es un tema tabú en la mansión?

—Sí, pero no solo eso. Está prohibido hablar de todo lo que ocurre abajo.

—¿Y tú qué piensas que ocurre?

—No lo sé, y te digo una cosa: prefiero no saberlo. Puede ser peligroso. Pero dejemos de hablar de la mansión y pasemos a cosas más divertidas.

Kala se levantó y se dirigió a la cocina anunciando que quería traer otro aperitivo.

—Creo que estoy borracha —dijo riendo, simulando caminar como si estuviera borracha.

—Toma, y yo… —se desternilló el hombre.

Kala trajo otro aperitivo y Bruno volvió a vaciar su copa.

—Voy un segundo al servicio —anunció el hombre.

Kala lo observó alejarse tambaleándose, sujetándose con una mano a las paredes. Volvió dos minutos después al sofá y comió un poco. Kala le había llenado de nuevo la copa. Le entregó un cigarrillo tras encenderlo.

—Baila para mí —pidió Bruno.

—No sé si podré. He bebido mucho…

—Tienes que intentarlo. Eres la mejor bailarina. Te prometo que no hay otra mejor. Te digo una cosa: podrías ganarte la vida bailando. Te lo digo en serio…

Kala pensó que solo faltaba que le dijera que era su mejor amiga. Se levantó del sofá y comenzó a mover la cintura lentamente, de un lado a otro. Llevaba una camiseta ajustada sin sujetador, y unos pantalones cortos ajustados. Toda la ropa que Bruno le había traído estaba pensada para destacar su atractivo físico.

Cogió la copa de la mesa de centro y brindó con Bruno fingiendo beber. Kala volvió a bailar. El hombre la miraba satisfecho haciendo un gran esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Era el momento de hacer algo, no estaba lo bastante borracho para dejarle dormir sin más. Se acercó a él y le tumbó en el sofá.

—Hoy no tienes que hacer nada. Yo lo haré todo —indicó Kala.

El hombre gruñó algo, complacido. Ella le besó en el cuello. Le pasó después una pierna por encima y se sentó a horcajadas sobre él. Comenzó a tocarle los pectorales, volvió a besarle, luego cogió las manos del hombre, las llevó a sus senos y comenzó a hacer círculos con ellas. El hombre sonrió complacido. Ella le dejó continuar a él, que cerró los ojos y sostuvo los senos de la mujer con ambas manos moviéndolos como si intentara pesarlos. Ese era el momento que había estado esperando. Era el momento de actuar. Tenía que hacerlo. No podía demorarlo más. Necesitaba librarse de su carcelero.

Cogió la botella de vino a medio terminar de la mesa y aprovechó que él aún tenía los ojos cerrados para estampársela en la cabeza con toda su fuerza. De inmediato dio un salto para atrás y cogió la botella vacía de la mesa, por si era ineludible volver a golpear, pero no fue necesario. El hombre parecía inconsciente. Kala esperó un momento por prudencia antes de ponerse a buscar en los bolsillos de Bruno, temerosa como si le estuviera privando de los restos de la comida al león más fiero mientras dormía con las patas encima de su presa. Encontró un manojo con varias llaves, una cartera, el móvil y la llave del coche. Se acercó corriendo a la puerta y probó varias de ellas hasta que dio con la adecuada. Con mano temblorosa y torpe, abrió la puerta dejando las llaves puestas y salió dejándola entreabierta.

Acarició un segundo el perro y se acercó al vehículo de Bruno, un Hummer amarillo. Sacó el dinero que llevaba en la cartera, tirándola después. Luego estampó el móvil contra el suelo haciéndolo añicos y subió al vehículo con intención de marcharse inmediatamente. Solo había un problema que no había previsto: el coche tenía una caja de cambios rara y no tenía embrague. Además, no era capaz de arrancar el motor. Tras varios intentos pisó el freno y el motor arrancó, pero Kala seguía sin saber qué significaban aquellas letras de la caja de cambios automática.

Intentó en la primera posición «R» y se asustó al notar que el vehículo marchaba hacia atrás. Miró en dirección a la puerta de la casa. Temía que Bruno se recuperara y fuera a por ella. O aprendía a ponerlo en marcha, o tendría que alejarse huyendo por su propio pie lo antes posible. Bloqueó las puertas por dentro con dedos temblorosos. Probó en la siguiente posición de la caja de cambios y no pasó nada. En la posición «D» de la palanca, el coche arrancó hacia delante.

«¡Por fin libre!», pensó emocionada.

Abrió la guantera del vehículo, en cuyo interior encontró la pistola de Bruno. La cogió, sintiendo el metal frío entre sus dedos. Pesaba mucho más de lo que esperaba. Debía averiguar cuál era el seguro y debía practicar un poco con ella.

Su intención era dirigirse a hacer una visita rápida a su abuela y huir después a Barcelona, pero primero debía llegar a Madrid, y no tenía ni idea de dónde se encontraba. Tras conducir unos minutos vio un indicador en el que ponía «Brea de Tajo». Continuó hasta encontrar la autopista y fue en dirección a Madrid. El coche de Bruno acabó gustándole. No era tan difícil conducir con aquella caja de cambios después de todo. Eso sí, lamentó no haber dejado encerrado en la casa a ese cabrón para que se muriera de hambre allí dentro, pero ya era tarde para eso. Ya en Madrid, condujo hasta su barrio. De camino a casa, paró frente a la comisaría de Policía. Por unos segundos pensó que su deber era entrar y denunciar la existencia de la mansión Coliseum y a los monstruos que le habían robado la inocencia y sus ganas de vivir. Sin embargo, tras pensarlo un instante, se dio cuenta de que no conseguiría nada haciéndolo. Lo más probable era que la Policía la tomara por lunática. Al fin y al cabo, no conocía la ubicación de la mansión, no conocía el nombre de ningún miembro. Se maldijo por no haber mirado la documentación de Bruno al cogerle la cartera, habría sido una buena pista, pero estaba demasiado asustada para hacerlo. No, definitivamente, tenía que reunir mucha información antes de intentar nada.

Condujo hasta su casa y llamó al portero varias veces seguidas. Como no hubo respuesta, decidió entonces llamar al piso de al lado.

—¿Quién? —contestó Carmen, la vecina y amiga de su abuela.

—Hola, Carmen. Soy Kala, la nieta de Fátima. La estoy llamando pero no contesta. ¿Me puede usted abrir?

Hubo un silencio al otro lado del telefonillo.

—Carmen… ¿Está usted ahí?

—¿De verdad eres Kala? ¿Dónde has estado todo este tiempo? —contestó Carmen sorprendida.

—Sí, soy yo. Es una historia muy larga.

—Está bien, te abro —anunció Carmen.

Medio minuto después Kala llamaba al timbre y la mujer aparecía en el umbral de su puerta. Kala advirtió que, a pesar de llevar el pelo como en el pasado, castaño tenido y bien peinado, había envejecido bastante. Su cara surcada de arrugas reflejaba todo el asombro que le producía ver a Kala después de más de un año de misteriosa ausencia.

—Hija… —dijo nada más abrir la puerta y rompió a llorar estrechándola en brazos—. ¡Dios mío, qué alegría me da verte! ¿Qué ha sido de ti todo este tiempo?

—Es una historia muy larga, Carmen, de verdad. Y nada bonita.

—No imaginas cuánto hemos sufrido por no saber nada de ti. Pensábamos que habías muerto.

—Podría decirse que he muerto y he resucitado. ¿Sabe algo de mi abuela? —El rostro de la mujer se ensombreció de repente, por lo que Kala preguntó asustada—: ¿Le ha pasado algo?

—Ven, acompáñame—pidió Carmen llevándola del brazo al interior de hogar.

La casa de su vecina estaba exactamente igual a como ella la recordaba. Los muebles eran antiguos y ese olor tan característico, pero ordenada y limpia. Tomaron asiento en el pequeño sofá estampado con motivos florales y Carmen cogió una de las manos de Kala entre las suyas. En sus ojos había tristeza, quizás preocupación, pero también cariño. Mirando fijamente a Kala, dijo:

—Hija, tu abuela sufrió mucho tras tu desaparición. Intenté ayudarla…

Kala comprendió que Carmen no iba a decirle nada bueno y comenzó a llorar.

—No… —suplicó—, no me dé usted malas noticias…

—Intenté darle esperanzas, pero ella creía firmemente que estabas muerta. Ya no le quedaban motivos para vivir… —dijo Carmen con ojos vidriosos—. Enfermó. Perdió el apetito y apenas comía, por lo que se fue debilitando poco a poco. El sufrimiento por tu pérdida pudo con ella… —Kala aguantó la respiración. Sabía lo que venía a continuación, y las lágrimas comenzaron a aflorar también a sus ojos—. Lo siento, cariño. Tu abuela falleció hace tres meses.

Kala rompió a llorar. Las lágrimas brotaban de sus ojos como ríos embravecidos. Carmen se acercó más a ella y la abrazó, intentando tranquilizarla, pero no había consuelo posible. La rabia y la culpa eran tan insoportables, que sintió que le faltaba el aire. Tenía que salir de allí. Necesitaba respirar aire fresco.

Se despidió de Carmen con torpeza, dándole las gracias por estar junto a su abuela en el último momento, y salió a la calle. Aún llorando y con la respiración entrecortada por los sollozos, se dirigió a un parque cercano y se sentó en un banco a la sombra del viejo árbol. Era su lugar favorito. En aquel banco había tomado decisiones importantes, había besado por primera vez y había vivido aventuras increíbles de la mano de sus autores favoritos. Hundió la cabeza entre las manos y lloró desconsolada. El dolor y la culpabilidad la desgarraban por dentro. Si ella no hubiera desaparecido, seguramente su abuela aún estaría viva. Daría la mitad del tiempo que le quedaba de vida por volver al pasado, a un momento anterior a aquel fatídico concierto, y poder evitar así su desaparición y la posterior muerte de su abuela. Pero no había manera de hacerlo. Lo único que podía hacer era perdonar a los que le habían destrozado la vida y huir a un lugar donde no pudieran encontrarla jamás, o vengarse de ellos. A o B. Blanco o negro. En este caso, no había escala de grises. Y no tenía intención alguna de perdonar. Para eso existía Dios, y de paso, que la perdonara a ella también por lo que se disponía. El perdón ya no formaba parte de su vocabulario, de sus planes, y menos ahora que su abuela había fallecido.

Cogió un pequeño palo del suelo y dibujó en la arena el símbolo de Coliseum. Marcó el círculo una y otra vez, como en una repetición furiosa, frenética, casi delirante. Debajo comenzó a escribir el número de su suite en la mansión, la 44. Trazó primero una línea vertical de arriba abajo y otra horizontal de izquierda a derecha, formando una L, y añadió por último otra línea vertical para terminar de escribir el cuatro. Después repitió los dos trazos para formar el segundo cuatro. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que si consideraba los cuatro trazos separados, en lugar de números se obtenían letras: dos eles y dos íes. Probó a escribirlo en la arena. Trazó despacio una línea vertical y otra horizontal. Había escrito una L. Dibujó otra línea vertical, esta vez separada de las otras dos. Ya tenía la sílaba LI. Repitió el dibujo y leyó lo que había escrito: «LILI».

Tachó enfadada el símbolo de la organización Coliseum, rompió el palo y se marchó tirándolo lejos. Cruzó la calle y entró a una oficina de lotería cercana. Cogió un boleto, rompió la cuerda que ataba el bolígrafo para llevárselo y salió. Ya no le importaba nada. Regresó al banco de antes. En el reverso del boleto escribió cinco nombres con letra marcada. Alicia encabezaba la lista. A continuación le seguían la hermana de Alicia, Antón, Hugo y Bruno. El nombre formado a partir del número de su suite seguía dándole vueltas en la cabeza. «Lili, Lili…». Decidió que, a partir de ese momento, utilizaría aquel nombre para ocultar su identidad.

Sacó del bolsillo del pantalón el pin con el símbolo del club y lo estudió pensativa un rato.

—Juro dedicar mi vida a vengarme y a vengar la muerte de mi abuela —declaró Kala mirando los nombres que había escrito en el papel—. No descansaré hasta acabar con todos vosotros y liberar a las otras chicas secuestradas. Le prometí a Dios que lo haría si me liberaba, y Él me ha liberado. De modo que esa es la voluntad de Dios. Y la mía.

Ladrones de vidas
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