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El teléfono del periodista sonó: su jefe quería verle inmediatamente en su despacho.
Juan se levantó de su mesa y cruzó a paso rápido la planta de la redacción. El tono y la urgencia que había en la voz de su jefe le inquietaron un poco. Le observó al entrar: el semblante de su jefe era demasiado serio.
—Toma asiento, por favor.
—Jefe, ¿qué ocurre? —el periodista sabía que aquella cara solo precedía una gran bronca. Algo debía de ir mal. Muy mal.
—Lo siento mucho, Juan. Ya sabes que en los últimos meses ha habido recortes…, estamos pasando una época difícil —Su jefe hablaba con dificultad, como si abrir la boca fuera una tortura—. Esto estaba previsto desde hace tiempo y sé que tendría que haberte avisado con antelación, pero… ya no podemos pagar tus servicios. Lo siento mucho. De verdad. Me duele hacerle esto a un compañero.
El periodista se quedó mirándole estupefacto. En los ojos de su jefe vio que realmente le dolía lo que le estaba haciendo.
—A mí no me engaña, los recortes no son la razón de que me despida. ¿Cuál es? —preguntó el periodista.
—Juan, te aseguro que ese es el motivo, el económico.
—No, qué va. Esto es consecuencia de la publicación del artículo acerca de Coliseum —dijo Juan convencido, aunque todavía pasmado por lo que le estaba ocurriendo. Llevaba cinco años trabajando allí, y el mismo día que publicaba una breve reseña acerca de un club secreto y turbio en el que estaban implicados hombres poderosos, le despedían. Aquello no era una casualidad. No podía serlo.
—Está bien. Ese artículo ha levantado ampollas. Aquello es un club deportivo para personas adineradas, nada más. Es totalmente legal. Has publicado algo sin pruebas que lo demuestren. Me aseguraste que tenías pruebas…
—¡Y las tengo! —replicó Juan—. ¡Usted ha visto algunas! Le enseñé la carta anónima que me llegó. Le mostré todo lo que había en el sobre.
—Eso puede ser una broma, una falsificación… me aseguraste que tenías testigos.
—Los tengo. Hablé directamente con la fuente; me contó las cosas horribles que pasan allí dentro, y estoy seguro de que son verídicas.
—¿Por qué no citas tu fuente entonces?
—No puedo, la pondría en peligro.
—Se lo han inventado todo, si es cierto que tienes testigos. O te lo has inventado tú.
—Nadie se inventaría una historia como esa… Por favor, jefe, deme algo de tiempo; encontraré más pruebas que lo demuestren.
—Encuentres lo que encuentres, nadie te va a publicar nada.
—Si aquí no lo hacen, iré a la competencia.
—¿A dónde? A partir de mañana habrás perdido tu reputación y tu credibilidad como periodista. Has dado una noticia falsa, sin haber contrastado la información, solo para crear polémica. Ningún periódico que se precie te querrá en su plantilla.
—Aquí está pasando algo raro —dijo Juan molesto—. Ese artículo era un artículo de mierda sobre la existencia de un club en el que posiblemente se estén cometiendo delitos graves que, le recuerdo, usted mismo aprobó. Le he enseñado las pruebas, y he hablado directamente con una de las víctimas. Todo apunta a que tenemos una auténtica bomba informativa, ¿y en vez de intentar investigar, deciden despedirme acusándome de habérmelo inventado o mentido sobre mis fuentes? Perdone, pero creo que alguien no quiere que descubramos lo que se esconde detrás de ese club deportivo para ricachones.
Su jefe le miró en silencio, pesaroso. Juan se subió las gafas sobre el puente de la nariz.
—Dígame, como muestra de amistad por los años que hemos trabajado juntos, ¿quién me despide realmente?
El hombre dudó unos segundos antes de contestar:
—Me han llegado órdenes de arriba —admitió su jefe.
—Entiendo. Ha sido un placer trabajar con usted —dijo el periodista cortante.
—Lo siento mucho, Juan.
—No es culpa suya.
Juan firmó con desgana el documento que le entregó su jefe y salió del despacho. Recogió sus cosas de su mesa y, tras despedirse de los compañeros que se encontraban allí, se dirigió al ascensor, pero en vez de bajar, subió a la última planta del edificio. Cruzó con decisión toda la planta, sin que nadie pudiera impedirlo, irrumpió en el despacho del director general del periódico, Juan Miguel López-López.
—¿Pero qué demonios…? ¿Qué está haciendo aquí? —preguntó el director general al verle.
—Señor López, lo siento, no he podido pararle… —se disculpó la secretaria, que entró detrás de él con cara de susto.
—¡Llame a seguridad! ¡Deprisa! —chilló el director.
—¿Cuál es el verdadero motivo de mi despido? —quiso saber Juan mientras la secretaria salía corriendo.
—No tengo por qué darle ninguna explicación aparte de la que ya le haya dado su jefe. Y ahora váyase, tengo mucho trabajo.
—No me iré de aquí hasta que no me diga el verdadero motivo —insistió el periodista, plantado en medio del despacho.
—Ya lo conoce. Ha utilizado información falsa para crear polémica —contestó el hombre desde detrás de su mesa, molesto por verse en aquella situación.
—La información que he utilizado es tan falsa como el tatuaje que veo en la mano —indicó Juan. El hombre lo miró sorprendido y rápidamente escondió la mano derecha debajo del escritorio—. Sí, ya sé que es el símbolo de vuestro club. Pronto todo el mundo conocerá vuestros malditos secretos.
—¡Lárguese de aquí! —exclamó el hombre fuera de sí escupiendo saliva por la boca—. ¡Que se largue! —gritó levantándose del sillón de piel con la cara crispada y apuntando con el dedo hacia la puerta.
En aquel momento llegaron dos agentes de seguridad, que sacaron al periodista a empujones del despacho, mientras el director se desgañitaba diciendo que no le permitieran el acceso al edificio bajo ningún concepto, nunca más.