10

 

 

Un año después, el día antes del cumpleaños de Hugo y el último día de contrato de Kala, Hugo llegó temprano para disfrutar de su mujer perfecta. Durante las primeras semanas se portó como un caballero con la chica pero con el tiempo su verdadera personalidad salió a la luz y agredía a Kala, sobre todo verbalmente cuando estaba borracho. La insultaba sin parar. La chica le dejó muy claro que le molestaba mucho aquel comportamiento, pero él volvía a hacerlo una y otra vez. De hecho, la palabra que con más frecuencia salía de la boca de Hugo era «puta»; la repetía continuamente de forma despectiva, regocijándose al ver apenada a la joven. La había repetido tanto, que Kala llegó a odiar aquella palabra. Pero lo que más le molestaba a Kala era que el hombre estaba convencido de que ella era realmente una puta. Que había aceptado hacer aquello por dinero. Parecía no tener ni idea de lo que ocurría allí.

—¿Te ha gustado el último polvo de tu amo, puta?

—Por favor, no me llames así.

—Es lo que eres.

—No sabes nada.

—Sé que eres una puta que mañana tendrá mucho dinero para ir a la universidad. ¿Qué vas a estudiar? Quizás puedas venir a trabajar de becaria para mí. ¿Qué te parece? ¿Eh?

—Te lo advierto, no vuelvas a despreciarme.

—¿Te molesta la verdad? Eres una puta. Eso es lo que eres. Pu-ta —dijo el hombre, tambaleándose.

—¿No piensas callarte?

—No me has contestado, puta. ¿Vendrás a trabajar para mí de becaria? Prometo no meterte debajo de mi mesa más de una… no, más de dos veces al día. Depende de lo complacido que salga de este mismo cuarto con mi nueva putita, antes de ir a trabajar. Piénsatelo —declaró Hugo antes de salir por la puerta.

—Eres repugnante —declaró Kala furiosa. En más de una ocasión se le había pasado por la cabeza estrangularle.

Kala clavó la mirada en su espalda, furiosa, y le vio marcharse por la puerta del garaje. ¡Ya era libre! Por fin había terminado aquella pesadilla.

Durante los primeros días en la suite había buscado sin éxito la manera de salir de allí. Ni siquiera Hugo podía abrir la puerta que daba al pasillo, solo se abría desde el exterior. Y la puerta que conducía al garaje solo podía abrirse llamando a un interfono con cámara, y al otro lado había otra puerta que no podía abrirse hasta que la anterior quedaba cerrada.

Aquella debía ser la última noche en aquel lugar si Antón mantenía la promesa. No había decidido todavía si iría a denunciar la existencia de aquel club o no. Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Seguro que la sacaban de allí con los ojos vendado y la abandonaban en algún punto lejano para que no supiera cuál era la ubicación de la mansión. La Policía la tomaría por loca. Aun así, la principal razón para no delatarles era el miedo. Intentó pensar en qué sería lo primero que haría cuando estuviera en el exterior. Lo primero, iría a ver a su abuela. Después debía encontrar a su amiga para hacerle preguntas. No tenía claro si primero debía partirle el cuello, o si primero preguntar y después partirle el cuello… En ese momento el mundo se le vino abajo, al darse de cuenta de algo en lo que no había caído hasta entonces. Antón le habló el primer día abiertamente de su amiga Alicia. Había reconocido que Alicia y su hermana la habían traicionado y vendido. Antón era lo bastante listo como para no compartir sus contactos y la relación con ellos y, sobre todo, reconocer los hechos delante de la víctima. Eso solo podía significar una cosa: que no la soltarían.

Tras darse una ducha para eliminar cualquier rastro de Hugo, se puso ropa cómoda y comenzó a hacer flexiones de brazos en el suelo, contando en voz alta. Llegó a cien y no parecía excesivamente cansada, por lo que siguió haciendo hasta que contó ciento veinte flexiones. Había comenzado con diez un año antes, el día que la trasladaron a la suite, y había añadido dos todas las semanas. Así era como había logrado llegar a las cien flexiones consecutivas. Y lo hacía varias veces al día. Continuó los ejercicios con flexiones de piernas, después con abdominales, y otros ejercicios y práctica de boxeo y judo, hasta que sintió que su cuerpo no aguantaba más. Se dio otra ducha y se quedó dormida sobre la cama envuelta en la toalla con la que salió del baño.

A primera hora de la mañana, Antón entró en su habitación acompañado de dos guardias.

—¿Vienes a decirme que ya soy libre? —preguntó Kala, sarcástica.

—Sí, así es, aunque primero debemos asegurarnos que no nos causarás problemas, querida.

Kala vio un atisbo de esperanza en las palabras de Antón, aunque solo le duró un segundo.

—Ya sabes que no voy a decir nada de esto. ¿Crees que arriesgaría mi vida? —preguntó Kala.

—No lo sé. Es posible. No serías la primera suicida. Por eso hemos establecido unas normas; si las incumples, iremos a por ti. Haremos lo siguiente: te entregaremos documentación nueva y saldrás del país, a comenzar una nueva vida en otro sitio. No podrás contactar con tu familia ni con tus conocidos en los próximos cinco años; si lo hicieras, te harían demasiadas preguntas y no tendrías una coartada creíble. De esta forma, tendrás cinco años para crearla; deberás decirles que has escapado de casa loca de amor por algún chico, o algo parecido. Naturalmente, tampoco podrás contactar con la Policía, hablar con periodistas o denunciar en los juzgados. Nada. Nunca podrás hacer referencia a tu paso por Coliseum. Nadie puede saber que existimos. De lo contrario, estarás cavando tu propia tumba. Sabes que te encontraremos y te mataremos.

—Mi abuela es muy mayor. Si espero cinco años, no voy a encontrarla con vida cuando regrese. Solo la tengo a ella. Necesito despedirme. Prometo pensar muy bien lo que voy a decirle para no levantar sospechas.

—Las normas no son flexibles, querida. Si vas a visitarla, acabarás en la tumba al mismo tiempo que ella.

—Entonces esperaré —dijo Kala con desgana.

—La última norma es que no puedes pisar Madrid en cinco años; ni siquiera como visitante.

Antón le indicó por último que habían tenido un problema con la entrega de los documentos falsos y que debería esperar unos días, y le pidió que acompañara a sus hombres. Kala y los dos guardias abandonaron la habitación, caminaron por el pasillo, bajaron hasta el vestíbulo y después bajaron por la escalera que conducía al sótano. Una vez allí, cruzaron la sala de la bañera y se adentraron en una nueva sala donde dejaron a Kala en una especie de celda grande. Dos de las paredes, la pared frontal y una lateral, eran de barrotes. En la otra pared lateral había cinco literas dobles. Las camas superiores de dos de ellas estaban ocupadas por dos chicas.

Kala desconfiaba de que fueran a ponerla en libertad, pero no podía hacer nada. Debía esperar. Hablaría con las chicas. Quizás trabajando en equipo podrían fugarse.

Ladrones de vidas
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