14
Kala y Jessica se alejaron de la mansión tan rápido como pudieron, corriendo por un camino asfaltado. La luna llena las vigilaba desde lo alto e iluminaba sus pasos con su luz plateada. Suponían que aquel camino era el que unía la mansión con la salida, por lo que debían permanecer en él. Y suponían también que la mansión estaba ubicada dentro de una finca cerrada, a pesar de que aún no habían divisado ninguna valla o barrera física que impidiera el acceso a curiosos, y su huida. No tenían ni la más remota idea de dónde se encontraban. Estaban en pleno campo, en mitad de la nada. Solo sabían que debían alejarse de la casa y de sus secuestradores. Era cuestión de vida o muerte.
De pronto advirtieron un perro ladrar a lo lejos.
—Mierda, los hijos de puta nos están siguiendo —anunció Jessica respirando con dificultad.
—Salgamos del camino —propuso Kala.
Ambas temblaban de miedo, y estaban fatigadas ya de correr. Se escondieron detrás de unos arbustos, a varios metros del sendero, intentando no mover ni un dedo para que el perro no las detectara. En ese momento vieron un coche a lo lejos que circulaba en dirección a la casa.
—Vamos a ver quién es. Quizás pueda salvarnos —dijo Jessica.
—Ni se te ocurra moverte —advirtió Kala—. Podría ser un guardia.
—El puto chucho nos encontrará, joder, y si seguimos huyendo a pie, acabarán alcanzándonos. Debemos parar el coche y huir con él.
Kala le puso la mano en la garganta.
—Como des un solo paso, te mato —susurró clavando furiosa las pupilas en sus ojos.
Jessica le dio un puñetazo en la cara a Kala que pilló a esta desprevenida, por lo que se zafó de su agarré y corrió en dirección al coche. Kala maldijo entre dientes y se alejó aún más del camino, escondiéndose nuevamente.
Desde allí, vio a su compañera plantarse en medio de la carretera y hacerle señales al coche para que se detuviera. Una mujer alta, delgada, salió del vehículo y, tras unos segundos de indecisión, se acercó a la chica. Parecía que la iba a ayudar cuando de repente la golpeó en la cara con tanta fuerza que Kala creyó que le había arrancado varios dientes. Jessica se desequilibró y estuvo a punto de caer al suelo, pero se recuperó y atacó a la mujer, que no tuvo problemas en rechazar el ataque, terminando con Jessica en el suelo. Volvió a escucharse el ladrido de un perro; esta vez más, mucho más cerca. Kala miró en dirección a la mansión y pudo ver las siluetas de un perro y dos hombres acercándose corriendo. Vio a Jessica levantarse, esquivar a la mujer y correr en dirección contraria a ellos, pero no había dado más de diez pasos cuando paró en seco. Un vehículo se acercaba a ellos a toda velocidad. Por un segundo, la chica se quedó quieta, consciente de que estaba acorralada, pero entonces giró a su izquierda y se alejó corriendo a campo través.
Antón llegó corriendo con el perro, que tiraba con fuerza de la correa, y se detuvo junto al coche.
—¿Me puedes explicar qué está pasando aquí? —chilló la mujer.
—Tenemos dos fugitivas —contestó Antón jadeando. Su cabeza rapada brillaba bajo la luz de la luna por el sudor.
—Yo solo he visto una —objetó la mujer.
—Son dos—aseguró Antón inquieto, como si tuviera miedo.
—¿Cómo has permitido que ocurriera? —chilló la mujer.
—Lo siento. Revisaremos los sistemas de seguridad. No se preocupe, las cogeremos.
—Más te vale —amenazó—, ¡las quiero muertas ya! —gritó furiosa.
Antón ya se había marchado. Le indicó al guardia de la entrada que acababa de llegar en un todoterreno que buscara a la otra chica. Bruno se subió al vehículo, de copiloto, mientras que Antón perseguía ya a la fugitiva, que aún se veía a lo lejos, sujetando al perro con la mano izquierda y empuñando una pistola con la derecha.
Kala se quedó muy quieta tras los matorrales hasta ver a la mujer seguir su camino hacia la mansión. Solo entonces salió de su escondite y comenzó a correr de nuevo en dirección a la salida, siempre lejos del camino, entre árboles y arbustos. Unos minutos después escuchó dos disparos; después, la calma. Daba por hecho que habían cogido a Jessica.
Comenzó a correr más deprisa. Tenía que escapar. No podía morir tan joven, aún le quedaba mucho por vivir. Esos pensamientos la hicieron prestar menos atención al terreno, por lo que tropezó con una raíz y cayó al suelo, raspándose las palmas y las rodillas. Se levantó con dificultad y siguió corriendo. Un poco más adelante volvió a tropezar con un desnivel del terreno y cayó de bruces de nuevo. Se quedó tumbada en el suelo, lamentándose por el dolor causado en la caída. Se arrastró unos metros hasta un árbol y apoyó la espalda en el tronco. Estaba sofocada y sin aliento. Pensó en esconderse y esperar a que sus perseguidores se cansaran de buscar, pero desechó la idea enseguida. Si se quedaba quieta, probablemente la cogerían. El recuerdo de su abuela y el deseo de volver a verla le dio fuerzas para ponerse de nuevo de pie y seguir corriendo.
Minutos después llegó a la orilla de un río de bajo caudal. Comenzó a caminar siguiendo el curso del río. Pronto llegó a un puente. Se escondió debajo de él para recuperar fuerzas mientras intentaba decidir si seguía el curso del río o regresaba al camino en dirección a lo que suponía que era la salida. Estaba convencida de que allí habría guardias, por lo que lo más seguro en aquella situación parecía ser la primera opción. Estaba a punto de comenzar a continuar su huida por el río cuando volvió a escuchar el ladrido del perro. Se quedó debajo del puente paralizada de miedo, las manos temblorosas, las pupilas dilatadas.
Los ladridos cesaron de pronto. Kala escuchó atenta a cualquier otro rumor. Un minuto después, oyó el crujido de una rama no lejos de allí, posiblemente bajo el pie de uno de los guardias. No podía hacer nada. Debía permanecer inmóvil con la esperanza de no ser encontrada. Se metió en la corriente y se escondió detrás de una gran piedra que sobresalía unos cincuenta centímetros del cauce. Las probabilidades de escapar se reducían drásticamente a medida que dejaba pasar el tiempo escondida tras aquella piedra, sumergida hasta la cintura en las frías aguas del río. De pronto, advirtió una sombra que se acercaba despacio por uno de los lados del puente. Casi al mismo tiempo, otra sombra avanzó despacio por el lado opuesto. Un fugaz destello brilló en la mano de una de aquellas sombras, y supo que se trataba de un arma. El mundo se le vino abajo. Si aún no la habían visto, era cuestión de tiempo que la encontraran. Habían acabado con Jessica y ahora era su turno. Pensó en su abuela, y no pudo evitar que unas lágrimas asomaran a sus ojos. Aquel era su final, nunca la volvería a ver.
Una sombra levantó el brazo en su dirección: la estaba apuntando con un arma. Se trataba de Antón. Bruno estaba detrás, apuntándola también. Al otro lado del puente apareció un tercer hombre.
—Andando —le exigió Antón.
Kala se levantó chorreando agua. La desesperación y la tristeza le arañaban el alma. Estaba tan asustada como un cordero al que están a punto de sacrificar. Salieron de debajo del puente y se alejaron unos metros del río. Kala se dio cuenta ahora de que a los lados del río había cámaras de vigilancia, probablemente como medida de seguridad para evitar intrusos por el lugar.
—Arrodíllate —ordenó Antón.
Kala se quedó de pie sin moverse.
—Por favor, no me mates —pidió con toda la serenidad que pudo—. Prometo irme del país y no volver jamás. No abriré la boca, te doy mi palabra.
Alguien los llamaba con insistencia por los walkies.
—¡Arrodíllate de una vez! —gritó el calvo, impaciente.
Kala no hizo el menor movimiento. Si tenía que morir, no moriría de rodillas. Había hecho todo lo que había podido para salvarse, pero ahora debía aceptar que iba a morir. Quizás era lo mejor. Con su muerte acabarían las pesadillas, los remordimientos, los planes de venganza, la impotencia… acabaría todo.
—He dicho que te arrodilles. No me causes más problemas de los que ya me has causado —dijo Antón algo más tranquilo pero con autoridad en la voz. Bruno y el guardia de la puerta seguían detrás de él sin pronunciar palabra. Sus sombras parecían las de el Gordo y el Flaco: Bruno era grande, ancho, y el otro parecía un palo a su lado.
—No pienso morir de rodillas, maldito hijo de puta. Si vas a matarme, hazlo ya, y apunta bien —dijo Kala reuniendo el valor.
El walkie volvió a hacer ruido. Alguien llamaba a Antón.
—Adelante —contestó molesto.
—La jefa está muy enfadada, exige que la informemos. Cambio —se escuchó decir a alguien por el aparato.
—Comunícale que las hemos encontrado a las dos y que me dirijo hacia allí. Cambio —dijo Antón soltando el botón del walkie al terminar de hablar.
—Recibido. Cambio y corto —contestó el interlocutor.
Antón se acercó a ella.
—Ha sido un placer conocerte.
—Me prometiste soltarme. Varias veces. Eres un maldito embustero. Ojalá tu jefa exija tu cabeza por tu incompetencia —se le enfrentó Kala.
Antón le propinó un rápido golpe en la mejilla con la culata del arma. Kala tardó unos segundos en recuperarse. La sangre le inundaba la boca; notaba su sabor metálico, desagradable. Miró a Antón a los ojos y, juntando saliva en la boca, le escupió con todo el desprecio que fue capaz de mostrar. Antón dio un paso atrás espantado, como si de una tarántula se tratara, y se limpió asqueado la saliva mezclada con sangre de la cara. Sus hombres le miraban divertidos, algo de lo que Antón se dio cuenta.
—Eres una nenaza. Te da asco la saliva de una chica —dijo Kala para añadir más peso a la humillación. Era lo menos que podía hacer, la única manera de vengarse.
Antón volvió a golpearla, esta vez con más fuerza. Kala apretó los dientes y clavó la mirada en sus ojos oscuros y malévolos.
—Lo único que has conseguido con esto es una muerte lenta. ¡Desearás que te mate de un balazo, maldita estúpida! —le gritó furioso.
—¡Que te den, escoria! —Kala ya no pensaba en las consecuencias de sus palabras. De todas maneras, ya era un cadáver.
Antón la miró con desprecio, se volvió hacia Bruno y le dijo:
—Pedro me llevará a la mansión —indicó con la cabeza al guardia de la puerta de acceso—. Le daré unas palas. Tú quédate vigilándola hasta que vuelva. Después la enterráis viva y enterráis también a la otra. ¿Entendido?
Bruno asintió. Su expresión era seria.
Kala asumió su sentencia de muerte con bastante serenidad. No obstante, unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas tras escuchar lo que pretendían hacerle. Sería una muerte espantosa.
Antón y Pedro se marcharon en el todoterreno, llevándose al perro con ellos. Bruno le exigió sentarse junto a un árbol.
—Por favor, deja que me vaya —suplicó Kala.
—Lo haría, pero me juego el cuello.
—Te daré lo que quieras. Diles que eché a correr y que no lograste alcanzarme…
—¡Cállate!
—Te pagaré. Reuniré dinero y te daré lo que me pidas.
—Solo puedes pagarme acostándote conmigo. ¿Lo hacemos ahora? —se burló Bruno.
Kala se limitó a mirarle, tratando de averiguar si tenía alguna oportunidad de seducirle e intentar así quitarle la pistola en un descuido.
—¿Lo hacemos ahora? —repitió Bruno acercándose a Kala de lado. Comenzó a tocarle los senos con una mano, sonriendo complacido. En la otra sujetaba la pistola. Kala pensó golpearle e intentar quitarle el arma, pero debía esperar el momento oportuno. Sin embargo, el hombre se puso de pie enseguida y se alejó unos pasos, como si le hubiera leído el pensamiento.
—¿Qué quieres a cambio de dejarme vivir? —preguntó la chica.
—Te deseo a ti. Estás muy buena —contestó el hombre con lascivia—. Pero no puedo arriesgarme a perder la cabeza por un polvo, ¿entiendes?
—Apáñate para salvarme y podrás tenerme —mintió Kala.
—Será mejor que te calles. Me vas a meter en un lío —contestó el hombre.
—Tú puedes sacarme de aquí. Sé que puedes hacerlo.
—¡Te he dicho que cierres la puta boca! —Bruno se acercó a ella y dejó caer la mano con fuerza sobre una de sus mejillas.
—Si vuelves a hablar te quedas sin dientes, ¿entendido?
Tuvo que obedecerle. El guardia de la puerta regresó unos minutos después y preguntó dónde la enterrarían.
—No lo sé. En un sitio donde haya menos árboles. Al lado del río hay mucha vegetación y va a ser muy difícil cavar con tanta raíz.
Subieron a Kala a la parte de atrás del vehículo y buscaron durante unos cinco minutos un sitio apropiado. Pararon en medio de la nada, dejando las luces del vehículo encendidas para iluminar el lugar en el que debían cavar. Sacaron el cadáver de Jessica del maletero, a continuación hicieron bajarse a Kala del vehículo y sentarse en el suelo, y la ataron al cadáver para que no intentara escapar. Kala miró a su compañera: estaba boca arriba con la cabeza ladeada, la ropa empapada de sangre. El cuerpo aún estaba caliente. Kala se inclinó sobre ella para cerrarle los ojos, pero no lloró; ya no le quedaban lágrimas.
Los hombres bajaron las palas, un pico y una maleta grande y se fueron a cavar delante del todoterreno. Kala intentó liberarse tironeando de las cuerdas, pero lo único que logró fue hacerse daño en las muñecas.
Media hora después, los hombres cogieron en volandas el cadáver de Jessica y lo arrojaron al hoyo. Regresaron después a por ella y se la llevaron, no sin dificultad, pues resistió todo lo que pudo gritando, peleando, intentando morder. A pesar de todo, los hombres eran muy fuertes y consiguieron meterla en la maleta. Lo último que Kala vio fue la luna llena más grande que nunca, emitiendo un resplandor azulado. Después todo quedó a oscuras. Escuchó la cremallera cerrarse y sintió cómo los hombres levantaban la maleta con ella dentro gritando.
Aquello no podía ser real, tenía que ser una broma de mal gusto, pensó Kala; luego se acordó de Jessica. Por mucho que se negara a aceptarlo, sabía que aquel era su fin. Maldijo a Alicia, a Antón, a Hugo y a aquellos hombres que iban a enterrarla viva. Sintió cómo se precipitaba al vacío y se golpeó fuertemente en la cabeza y un costado que la dejó sin respiración por unos segundos. Después escuchó la tierra caer sobre la maleta, y el inconfundible sonido de las palas al coger una nueva palada. Primero una vez, luego otra… cada una de ellas más amortiguada que la anterior. Comenzó a orar. No solía hacerlo, pero rogó a Dios para no sufrir demasiado. Pidió perdón por todos los pecados y deseó con toda su alma que existiera vida después de la muerte. Las lágrimas le mojaban la cara y el cuello. Comenzó a tener calor. Mucho calor. Creyó que ya se estaba asfixiando y entró en shock.