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Salónica, octubre del 2005

La puerta del despacho se abrió y una chica joven, alta, de pelo castaño claro, casi rubio, pidió permiso para entrar. Vestía un pantalón vaquero y una ajustada camiseta blanca con el emblema de la ONG Médicos del Mundo. Era verdaderamente guapa, con un gran encanto natural, sin el menor artificio, una de esas mujeres cuyo atractivo no solo está en la belleza de sus rasgos, sino también en la armonía de sus formas. Había algo en ella que no dejaba insensible a nadie, tal vez fuese la calidez de su mirada, nacida de unos hermosos ojos de color verde, o la expresión de una cierta tristeza que se escondía tras ellos.

—Pasa, Danái —le dijo Sara con afecto—. ¿Qué tal?

—¡He aprobado, Sara, y con sobresaliente! ¡Era la asignatura que me quedaba para terminar la carrera y he aprobado! —repitió sin poder disimular la alegría.

—¡Esa es una estupenda noticia! Vaya, toda una licenciada en Historia Antigua. Me alegro mucho, Danái. Sé que no es fácil trabajar y estudiar a la vez y tú te has empleado a fondo. Puedes sentirte muy orgullosa…, como me siento yo.

—Tú me has ayudado mucho. Sabías que mi familia no podía costearme los estudios y te hiciste cargo de todo.

—Yo no he hecho nada, todo el mérito es tuyo. Lo que has conseguido te lo has ganado a pulso. ¿Tienes pensado qué es lo que quieres hacer?

—Me gustaría preparar el doctorado con un buen profesor y después quedarme en la universidad, pero eso es muy difícil.

—Si has llegado hasta aquí, no puedes flaquear ahora. Puedes conseguirlo. ¿Quieres que hable con Yorgos? Él podría dirigir tu tesis y con un poco de suerte incluso podrías quedarte con él como ayudante en la cátedra.

—Eso sería maravilloso, Sara. El profesor Poulianos es el mejor experto en lenguas semíticas de toda Grecia… Pero no creo que pueda. Está demasiado ocupado con las invitaciones para dar conferencias que le llegan de otras universidades y las investigaciones que está llevando a cabo en el departamento.

—Si yo se lo pido, no creo que ponga ninguna pega.

—¿De veras? ¿Crees que aceptaría?

—Y que no se le ocurra negármelo —bromeó—. Ese va a ser mi regalo por haber acabado tus estudios.

—¡Oh, Sara, no sé cómo agradecértelo! El doctor Poulianos nada menos… Cuando mis compañeros de curso se enteren se van a morir de envidia.

—¿Y eso por qué? —preguntó Sara con curiosidad.

—Porque a todos los de mi promoción, y a los que no lo son, les gustaría hacer la tesis con él. Es un excelente profesor, muy apreciado y respetado…, y muy guapo. Bueno, qué te voy a decir a ti que no sepas —comentó Danái con una sonrisa burlona.

Sara también sonrió. En el interior sintió una oleada de orgullo.

—Voy a echarte mucho de menos cuando te marches —le dijo—. Durante estos años has sido mi amiga más íntima…, casi una hermana pequeña. Y has sabido estar a mi lado en los momentos difíciles, como cuando murieron mis padres. Pero, bueno, así son las cosas.

—Yo nunca te voy a olvidar, Sara, ni me vas a perder de vista tan fácilmente. Sobre todo si voy a ser alumna de tu futuro esposo.

—Precisamente de eso quería hablarte. Sabes que me caso y que mi única familia es Spyros, que va a ser el padrino. Quería pedirte que fueses mi madrina de boda, porque tú también formas parte de mi pequeña familia.

Danái, que permanecía de pie, se sentó muy despacio en la silla que había delante de la mesa de trabajo de Sara. Sus ojos eran la expresión de la sorpresa que le había producido la petición.

—¿Yo? ¿Tu madrina de boda? —acertó a decir con un semblante que no dejaba resquicio para la duda acerca del tropel de sentimientos que la embargaron en esos instantes—. ¿Yo? —repitió—. ¡Oh, Sara…!

No pudo decir nada más. La respuesta la dieron las dos lágrimas que escaparon de sus bonitos ojos.

—¿Significa eso que aceptas? —preguntó Sara.

Danái, conmovida, movió afirmativamente la cabeza varias veces mientras se mordía el labio inferior para intentar controlar las ganas de llorar sin reservas.

Sara se levantó y fue junto a ella.

—Una madrina tan guapa necesitará un bonito vestido —le dijo mientras le acariciaba el cabello—. Esta tarde saldremos a ver si encontramos algo adecuado.

Danái alzó la vista y la miró con una sonrisa que publicaba lo feliz que se sentía. A la memoria de Sara acudió el día en que la encontraron. Fue un 21 de mayo. Iba con Spyros a Langadás, un pueblo cercano a Salónica, a la fiesta conocida como Anastenaria, en la que un grupo de lugareños, para celebrar la festividad de San Constantino y Santa Elena, baila con los pies descalzos sobre brasas sin llegar a quemarse. Junto a la carretera, encogida sobre sí misma, estaba Danái, con el vestido completamente rasgado y magulladuras por todo el cuerpo. Era una niña preciosa de solo doce años y algún malnacido la había violado. Detuvieron el coche y la trasladaron al hospital. Danái dejó de hablar durante un tiempo, tenía la mirada perdida y solo esbozaba una sonrisa amarga, cargada de tristeza, cuando veía entrar a Sara y a Spyros, que se hicieron cargo de ella hasta que, poco a poco y con la ayuda de un psicólogo amigo de Sara, consiguió recuperarse. Durante una de las sesiones en las que la policía le mostraba fotografías de delincuentes ya fichados por agresiones sexuales, Danái hizo un movimiento de ojos apenas perceptible al ver uno de los rostros que le enseñaban. Ese gesto pasó inadvertido para todos, menos para Spyros, que consiguió dar con el indeseable. Una llamada anónima le dijo a la policía dónde se encontraba el violador. Cuando las fuerzas del orden llegaron a la dirección indicada hallaron a un individuo maniatado y con la boca tapada con cinta adhesiva. Le habían dado una gran paliza. Las pruebas de ADN que le practicaron dejaron bien clara su culpabilidad. Dos meses más tarde moría en la cárcel de una cuchillada en el cuello propinada por un preso que nunca fue descubierto.

—Hoy sí que puedo decir que ha sido un día grande para mí —comentó Danái sonriente.

—Pues para celebrarlo nos vamos a ir a comer al restaurante de Spyros. Ya sabes que allí nos hacen descuento —bromeó Sara.

—¿Al restaurante de Spyros? Y… ¿va a estar él? —preguntó Danái, que intentó disimular su interés.

—Sí, sobre todo si le digo que vas a ir tú. —Sara no pudo evitar reírse al ver el sonrojo de Danái—. Te gusta Spyros, ¿verdad? —le dijo.

—Sí —fue la lacónica y firme respuesta de la chica.

—Quién sabe, a lo mejor el día te depara más cosas… agradables.

—No lo creo. Spyros es un hombre importante y rico y yo solo soy…

Sara puso las manos sobre los hombros de Danái y la interrumpió.

—Tú eres la muchacha más maravillosa y más bonita de Salónica —le dijo—. Y voy a contarte algo que no sabes: Spyros está loco por ti.

—Sara, dime que todo lo que me está pasando hoy es verdad.

—Tan verdad como que vamos a comer juntas.

—Vale, pero tienes que dejar que te invite yo.

—Ni lo sueñes. Esta comida la va a pagar Spyros, que para eso es el padrino.

Danái se levantó y abrazó a Sara. Así, abrazadas la una a la otra, estuvieron durante unos segundos, hasta que Danái se separó un poco, cogió las manos de Sara y las apretó entre las suyas. Luego la miró con una sonrisa cargada de afecto y le dijo:

—Sara, no sé si alguna vez te lo he dicho, pero si no ha sido así lo hago ahora: me gustaría encontrar las palabras precisas para expresarte cuánto te quiero, a ti y a Spyros. Nunca podré olvidar lo que ambos habéis hecho por mí. Lo que ocurrió he logrado borrarlo de mi memoria gracias a vuestro apoyo y al cariño que he recibido de los dos. Por eso, cada día que pasa, doy gracias por ser vuestra amiga. Nunca podré pagaros tanto bien… Sois…

Las últimas palabras se interrumpieron en la boca de Danái, que no pudo sobreponerse a la emoción. Sara la abrazó y la dejó llorar hasta que se tranquilizó.

—Danái —le dijo—, para Spyros y para mí eres mucho más que una amiga, eres… nuestra Danái, y te queremos muchísimo…, quizá Spyros te quiera un poquito más que yo porque está enamorado de ti —bromeó—, y eso me hace feliz porque nada me gustaría más que verte casada con él. Eso sí, tienes que prometerme que seré tu madrina de boda.

Danái esbozó una sonrisa. No había tristeza en ella, sino una rebosante alegría.

—Vaya —acertó a decir mientras se enjugaba las lágrimas que le bañaban el bello rostro—, con tantas emociones se me ha olvidado darte esto. —Le entregó un sobre blanco lacrado dirigido a Sara—. Lo ha traído un sacerdote.

—¿Un sacerdote?

Le dio la vuelta al sobre, pero no figuraba ningún remitente. Lo dejó encima de la mesa de trabajo y cuando Danái salió del despacho, tomó un abrecartas y lo rasgó. En el interior había otro sobre más pequeño, también lacrado y, como el otro, sin marca de sello en el lacre. Lo abrió y sacó varios recortes de periódicos y una nota en papel ahuesado manuscrita con tinta azul:

Mi querida amiga:

Ya le dije que una de mis aficiones es darles sorpresas a mis amigos. Confío en que la lectura de la prensa de hoy lo haya logrado. Le adjunto unos recortes de varios diarios de aquí. Espero que muy pronto podamos compartir mesa en el restaurante de nuestro apreciado S.

Suyo affmo.

A. M.

P. S.

El texto escrito al dorso es el que ha sido grabado sobre el cofre. Por seguridad para ustedes tres le sugiero que destruya esta nota cuando la lea. La persona que se la ha entregado es de mi más absoluta confianza y no conoce el contenido.

—A. M. —dijo Sara, sonriente—. El cardenal Angelo Mondriani.

Le dio la vuelta a la nota y leyó lo que allí había escrito. Estaba en latín: Poena excommunionis est reservata Sanctitati Suae ad illum qui sigilla abrumperet atque arcam aperiret sine cognitione atque expressa aprobatione Summi Pontificis, et ille qui id faceret anathema existimabitur quin poena posset abrogari nec revocari essere etsi taceret de illo quod in ea custoditur. Et sic Nos declaramus voluntatem nostram custodiae super eam arcam et commendamus illum qui eam videret prospicere effectione voluntatis nostrae, quam firmamus nostro sigillo. Datum Romae quinto decimo die mensis october Domini anno MMV.

Sara se quedó pensativa unos instantes. No sabía latín, pero dos de las palabras allí escritas parecían hablar por todas las demás: excommunionis y anathema. «Excomunión» y «anatema».

Dejó la nota a un lado y cogió uno de los recortes, pero antes de que empezara a leerlo sonó el teléfono móvil. Era Spyros.

—Sara, ¿has leído los periódicos?

—No, no he leído nada, iba a hacerlo cuando ha sonado el teléfono. He recibido una nota con varios recortes de periódicos italianos.

—¿Quién te la manda? ¿Qué dice?

—Será mejor que vengas aquí si quieres saberlo.

—Dentro de quince minutos estoy ahí —respondió Spyros. Y cortó la comunicación.

En ese instante se abrió la puerta del despacho y entró Yorgos. Traía varios periódicos bajo el brazo y cara de entusiasmo.

—Ahora sí que se ha acabado todo —dijo a modo de saludo al tiempo que dejaba los periódicos sobre la mesa de Sara—. ¿Has leído la noticia? Te la he recuadrado en rojo.

—Pero bueno, ¿qué es lo que tengo que leer? Parece que todos os habéis puesto de acuerdo, tú, Spyros, Mondriani…

—¿El cardenal?

—Sí, el cardenal. Me ha enviado esto —Sara le mostró los recortes de prensa y la nota—. ¿Puedes traducir lo que dice aquí?

—«Hay pena de excomunión —comenzó a traducir Yorgos— reservada a su santidad para quien rompiere los sellos y abriere este cofre sin el conocimiento y la aprobación expresa del sumo pontífice, y quien tal hiciere será considerado anatema…». ¡Joder! —exclamó Yorgos con estupor—, esto es una bula de excomunión.

—Me lo he imaginado.

—«… anatema, sin que la pena pueda ser levantada ni revocada aun cuando guardare silencio sobre lo que en él se custodia. Y así Nos manifestamos nuestro propósito de custodia sobre este cofre y encomendamos a quien lo viere que vele por el cumplimiento de nuestra voluntad, que ratificamos con nuestro sello. Dado en Roma el quince de octubre del año del Señor del 2005».

Yorgos dejó la nota sobre la mesa.

—Es mucho más de lo que habíamos pensado. Aunque la excomunión solo afecta a los cristianos y no a las otras confesiones, no deja de ser una medida disuasoria por si alguien del Vaticano tiene la tentación de hurgar en el cofre.

—Sí, y sospecho que detrás de esta bula está la mano de Mondriani —añadió Sara—. Y ahora me gustaría saber qué es lo que dice la prensa que tan importante parece ser a juzgar por el interés que mostráis, aunque después de esto pocas cosas me van a sorprender.

A medida que leía uno de los recortes que le había enviado el cardenal, la expresión de asombro de Sara iba en aumento. Cuando terminó, abrió uno de los periódicos que Yorgos había dejado sobre la mesa y fue pasando las páginas hasta encontrar un texto recuadrado con rotulador rojo. Lo leyó con la misma avidez que los anteriores y cuando acabó alzó la vista y miró a Yorgos. En la mirada de Sara se adivinaba la expresión de alivio de quien ha logrado resolver un gran problema.

—Nuestro amigo el cardenal ha hecho bien las cosas, ¿no crees? —comentó Yorgos.

—Eso parece.

—La poderosa mano de la Iglesia ha intervenido por medio del no menos poderoso Angelo Mondriani. Debemos estarle agradecidos.

El teléfono móvil de Sara sonó en ese instante. Era Spyros de nuevo.

—Hola, Spyros. Sí, ya la he leído. Es una buena noticia. Espero que por fin se acaben los quebraderos de cabeza.

—Puedes apostar a que sí —respondió Spyros—. He hecho algunas llamadas a varios amigos que se encargarán de que nadie os moleste. Querida hermanita, si voy a ser vuestro padrino de boda, es lo menos que puedo hacer por vosotros. Por cierto, no puedo acercarme a verte, así que ¿por qué no os venís a comer? Yo os invito. Conozco un magnífico restaurante en el viejo barrio turco que…

—Lo conozco, pero prepara un cubierto más y lúcete con el menú porque también va a ir mi madrina de boda.

—¿Tu madrina? ¿Quién es?

—Alguien que tú conoces muy bien y de la que estás enamorado como un colegial: Danái. A ver si te decides de una vez, que te vas a quedar solterón.

—¿Danái? ¿De veras? Hermanita, hoy voy a preparar un menú propio de reyes. ¿Tú crees que tengo alguna posibilidad de que Danái y yo…, vamos, que si ella…?

—¿Que si ella aceptaría ser algo más que amiga? ¿Es que no te has fijado en cómo te mira, pedazo de bobo? Deberías preguntárselo hoy mismo.

—¿Tú crees? ¿No va a ser muy precipitado?

Era la primera vez que Sara veía dudar a Spyros. Aquel gigantón capaz de jugarse la vida por sus amigos era en el fondo como un niño temeroso.

—Tú sí que te vas a precipitar en la soltería como no despiertes. Danái tiene un montón de pretendientes; si no te das prisa, vas a perder el tren. Así que o te animas y se lo dices hoy o lo hago yo. Elige.

—¡No, tú no le digas nada! —exclamó alarmado—. Te prometo que se lo digo, de verdad, hermanita. Voy a mandarle un gran ramo de flores y durante la comida se lo digo.

—Eso está muy bien. Hasta luego…, hermanito. Bueno, ya has oído, Spyros nos invita a comer —le dijo a Yorgos—. Por cierto, vas a tener una alumna a la que le vas a dirigir la tesis doctoral. Y no me valen negativas.

—A tus órdenes. ¿Puedo saber quién es?

—Sí, claro. Es Danái.

—Debí imaginarlo. Es una de mis mejores alumnas.

—Y madrina de nuestra boda, como has oído.

—Otra razón poderosa. Lo haré encantado. Y si todo va bien tal vez pueda conseguir que se quede en la facultad.

—Nada de «tal vez», tienes que llevártela a tu cátedra —lo corrigió Sara—. Se lo dices después.

—Lo que usted mande —replicó Yorgos llevándose la mano derecha a la frente para imitar el saludo militar—. Por cierto, vas a tener que ahorrar para poder cumplir con lo que dice la noticia.

—¿Qué quieres decir?

—¿Es que no has leído lo que dice al final? ¿De dónde vas a sacar los vasos para entregárselos a su auténtico dueño si no es haciendo una réplica de ellos de acuerdo con lo que explica el periódico? Si quieres que la «maniobra de distracción» de Mondriani surta efecto, no te queda más remedio que cumplir con el mensaje que el cardenal te manda en esa noticia.

—¿Significa eso que voy a tener que pagar los platos rotos?

—Más que los platos rotos lo que te va a tocar pagar son «los vasos perdidos». Tú eres la empresaria, no yo, y no te vas a arruinar por unos miles de euros de más o de menos —dijoYorgos con chanza—. Y ahora, si no ordenas nada más, debo irme. Tengo que dar una clase y no quiero llegar tarde. Nos vemos en el restaurante. —La besó, le guiñó un ojo y salió del despacho.

Los recortes enviados por el cardenal Mondriani y los periódicos que había traído Yorgos cubrían casi toda la mesa. Uno de ellos, abierto por las páginas centrales, mostraba la noticia recuadrada en rojo. Sara volvió a leerla.

DESARTICULADA UNA RED DE TRAFICANTES DE OBRAS DE ARTE CUANDO TRATABAN DE VENDER UNA DOCENA DE VASOS DE ORO QUE PERTENECIERON A MARÍA ANTONIETA

REDACCIÓN. Atenas

En una actuación conjunta de Scotland Yard con las policías italiana y griega, denominada «Operación Gorgona», ha sido desarticulada una importante red de traficantes de obras de arte que pretendía venderle a un millonario ruso una docena de vasos de oro del siglo XVIII que pertenecieron al ajuar de la reina María Antonieta.

Al parecer, según las investigaciones policiales, la banda trataba de hacer pasar estas joyas por doce vasos sagrados supuestamente salvados de la destrucción del Templo de Jerusalén por las legiones romanas de Tito Flavio, en el año 70 de nuestra era.

La «Operación Gorgona» se cerró el pasado día 25 de septiembre en el aeropuerto romano de Fiumicino, cuando los agentes de aduanas interceptaron los vasos, que viajaban ocultos en el interior de un cochecito de bebé, y detuvieron a seis de los integrantes de la banda, a los que se les seguía la pista desde hacía meses.

Los especialistas del Ministerio de Cultura griego, que han seguido la operación policial desde el primer momento, se mostraron sorprendidos de que la banda tratara de hacer pasar estos objetos por los vasos del Templo de Jerusalén, a pesar de que su valor en el mercado negro no hubiera descendido de haberse vendido como lo que son: un juego de exquisitos vasos de oro con los símbolos de los doce signos del Zodiaco, adornados con incrustaciones de piedras preciosas y que sirvieron para dar mayor brillo al refinado lujo de la corte versallesca y en los que, sin duda alguna, apagó su sed la reina de Francia antes de acabar en la guillotina en octubre de 1793.

Los vasos fueron fabricados por la Imperial Fábrica de Arte Orfebre de Tsarkoie Tseló para formar parte del regalo que Catalina la Grande, emperatriz de Rusia, les hizo en 1770 a Luis XVI y María Antonieta con motivo de su boda. Tras la Revolución francesa las joyas se perdieron y permanecieron en paradero desconocido hasta que el año pasado fueron subastadas por la conocida casa Partagás & Vallet, en Barcelona (España), y adquiridas por la empresaria salonicense Sara Misdriel.

Los expertos de la casa de subastas fueron quienes lograron identificar los que ya son conocidos como «cálices de María Antonieta». Estos objetos llegaron a la subastadora después de que un lord inglés, del que no se ha facilitado su nombre, decidiera venderlos para paliar los problemas financieros por los que atravesaba. Según la información proporcionada a Scotland Yard por este noble británico, los vasos formaban parte del patrimonio de su familia desde hacía más de cien años, cuando fueron comprados a los herederos de un hombre de negocios judío que vivió en Chelmsford, capital del condado inglés de Essex, al noreste de Londres.

La señora Misdriel, sin embargo, no tuvo mucho tiempo para disfrutar de los preciados vasos, ya que pocos meses después, concretamente en julio del presente año, fueron robados de su casa de Salónica.

Fuentes de la policía griega han declarado a este periódico que la primera pista de los cálices les llegó después de una intensa vigilancia de las actividades de Natán Zudit, un anticuario griego de origen judío. Sobre Zudit pesaba una orden de búsqueda por su presunta colaboración en varios asesinatos y por su vinculación con el tráfico de armas y de diamantes de sangre y con las mafias del contrabando de obras de arte en todo el mundo. Hace unos días fue encontrado muerto en su apartamento de Atenas a causa de dos disparos, posiblemente debido a un ajuste de cuentas. Los autores, dos peligrosos delincuentes albanokosovares, fueron detenidos. También estaba acusado de pertenecer a una violenta secta ultraortodoxa judía llamada Siervos del Tabernáculo, que pretende levantar el tercer Templo en la explanada de las mezquitas de Jerusalén.

Además de los seis miembros de la banda apresados en Roma, otros catorce más han sido detenidos en Londres y en varias ciudades griegas. También ha sido detenido el millonario ruso que pretendía adquirir las obras de arte. «Tratamos de aclarar el nivel de implicación que tenía este hombre respecto al origen de los vasos —explicó un portavoz del Ministerio del Interior italiano— y si realmente desconocía que se trataba de unos objetos robados, como afirma. No obstante, el hecho de que acudiera al mercado negro para comprar unos supuestos vasos sagrados del Templo de Jerusalén ya es de por sí ilegal».

Según ha podido confirmar este diario, una de las hipótesis que considera la policía griega es que el citado millonario ruso pertenezca a algún grupo mafioso, aunque se ignora si mantenía alguna relación con la peligrosa secta ultraortodoxa de los Siervos del Tabernáculo.

Pese a la recuperación de los vasos de la que fue reina de Francia y esposa de Luis XVI, los problemas de su hasta ahora legítima propietaria, Sara Misdriel, aún no han terminado, ya que tiene pendiente una reclamación del Estado francés, que alega ser el auténtico dueño de los «cálices de María Antonieta». Hasta tanto no se resuelva este contencioso sobre su propiedad, los vasos han quedado bajo la custodia de la policía italiana. Por su parte, la empresaria salonicense ha manifestado que no tiene intención de pleitear y que está dispuesta a devolver los vasos a Francia si se le reintegra la cantidad de dinero que pagó por ellos, lo que ha sido muy bien valorado por el Gobierno francés.