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El eco agrandaba el sonido precipitado de los pasos de alguien que corría por una de las muchas galerías subterráneas del Templo. Onías, oculto en uno de los recodos del pasadizo, apretaba contra el pecho un bulto envuelto en un trozo de tela mientras trataba de contener la agitada respiración para no delatar su presencia. Los pasos sonaban cada vez más cerca y a medida que se aproximaban, el miedo de Onías iba en aumento. Solo podían ser de uno de los soldados romanos que habían entrado en el Templo para saquearlo antes de que ardiese por completo. Tal vez lo había visto escapar y se había lanzado en su persecución. Si lo encontraba, era seguro que lo mataría. Los soldados habían exhibido una enorme crueldad durante el asalto y en la toma de la ciudad; él, Onías, sacerdote del Templo de Jerusalén, había tenido ocasión de comprobarlo. El blanco de sus vestiduras sacerdotales estaba cubierto de sangre, la de aquellos con los que había tenido que luchar para defender el símbolo más sagrado del judaísmo, pero al final tuvo que huir. La plataforma del Templo estaba cubierta de cadáveres, la sangre corría por las escalinatas y toda la ciudad gritaba de miedo ante la feroz y cruel represión de las tropas de Roma. Tito Flavio no había dado muestras de piedad y los muertos se contaban por miles. Pero él había conseguido escapar del filo de las espadas de los legionarios. Los ojos se le llenaron de lágrimas porque presentía que su huida había llegado al final. No temía morir, pero lo que guardaba bajo la tela acabaría en manos de aquel soldado y eso significaba que sería profanado. Si corría, acabaría por delatarse; si permanecía quieto, era seguro que su perseguidor daría con él. Tenía que hacer algo. Dejó el envoltorio en el suelo con cuidado procurando no hacer ruido. Después empuñó con fuerza la daga que llevaba en la cintura, cerró los ojos y musitó una plegaria para pedirle fuerzas a Yahveh, su dios, el dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el dios de Israel. Si tenía que morir, lo haría luchando.

Los pasos cesaron de improviso. El perseguidor se había detenido, tal vez porque intuyó que Onías podía estar oculto tras el recodo. Pasaron unos instantes en los que el silencio fue absoluto, un silencio opresivo que asfixiaba el ánimo. Y de pronto volvieron a sonar en la galería los ecos de las pisadas. Onías, con el puñal firmemente aferrado, se apretó contra la pared dispuesto a saltar sobre el soldado que lo seguía. Confiaba en que la sorpresa le diese ventaja y consiguiera matarlo. Cuando creyó llegado el momento salió al paso del romano, saltó sobre él y lo derribó. Con la daga en alto se preparó para clavársela, pero cuando se disponía a hacerlo reparó en que su enemigo no vestía el uniforme de los legionarios, sino que se cubría con una túnica blanca de lino ceñida con un largo cordón: era un sacerdote del Templo, como él. Detuvo el golpe y lo miró con asombro. La amarillenta luz de una antorcha, encajada a lo lejos en una anilla de hierro, alumbraba el pasadizo con una claridad mortecina pero suficiente para permitirle ver el rostro atemorizado del sacerdote.

—¡Shemuel! —exclamó Onías.

—¿Onías? ¿Eres tú, Onías?

—¡Alabado sea Yahveh! Creía que eras un romano y he estado a punto de matarte. ¿Por qué me perseguías?

—No te perseguía, estaba huyendo, ni siquiera sabía que tú estabas aquí.

Las vestiduras de Shemuel, un sacerdote más joven que Onías, también estaban manchadas de sangre y barro, como su cara, en la que se apreciaba un profundo corte.

—Estás herido.

—Sí, pero el romano que me hirió lo ha pagado con su vida —respondió Shemuel al tiempo que mostraba un puñal ensangrentado oculto bajo una manga de la túnica—. Lo han destruido todo, Onías, el Templo está ardiendo, han incendiado la ciudad alta y…

—Lo sé, Shemuel, lo sé, también yo he estado allá arriba y lo he visto.

—Fineas, el guardián del dinero del Templo, y Yoshua, el hijo de Tebuto, les han entregado a esos malditos romanos todo lo que quedaba del tesoro a cambio de sus vidas. Tenían que haberlo escondido; son sacerdotes como nosotros, pero se han comportado como traidores al Señor… Más les valdría haber muerto antes que poner en manos de los romanos los objetos sagrados del Templo.

—Pero los romanos no se lo han llevado todo. La mayor parte del tesoro fue ocultada hace tiempo para evitar que cayese en su poder; yo he podido sacar esto del Templo[5].

Onías abrió el morral y mostró lo que ocultaba en él. Los ojos de Shemuel se abrieron desmesuradamente.

—Alabado sea el Señor —exclamó al verlo.

—Sabía lo que Fineas y Yoshua iban a hacer y he podido esconderlo. Ahora tenemos que escapar de aquí para evitar que nos atrapen y lo profanen.

—¿Escapar? ¿Por dónde? No hay modo de hacerlo. Si salimos fuera, nos matarán los romanos.

—No tendremos que salir fuera, lo haremos por las galerías que atraviesan esta parte de la ciudad.

—Pero estas galerías dan al barranco.

—Es cierto, pero no nos queda otra salida. Allí podremos ocultarnos en alguna cueva.

—No creo que lo consigamos —objetó Shemuel.

—Somos sacerdotes del Templo y debemos intentarlo, pero si continuamos aquí, el humo acabará por asfixiarnos o arderemos entre las llamas y todo habrá sido inútil. Hay que salir —repuso Onías.

—¿Por dónde? Las galerías conducen a los desagües, a las inmundicias, y manchar esto con aguas impuras es un sacrilegio.

—Conozco un pasadizo por el que no corren las aguas impuras. Confía en mí.

—De acuerdo, te seguiré, pero si logramos salir vivos y escondernos en una cueva, acabaremos muriendo de hambre y de sed. En esos riscos solo hay piedras, ni una fuente de la que beber ni hierbas para alimentarnos.

—Debemos tener fe en el Señor, él nos proveerá de lo necesario y cuidará de nosotros.

—¿Cuidará de nosotros del mismo modo que ha cuidado del Templo?

—No blasfemes, Shemuel —lo reprendió Onías.

—Tienes razón, no he debido decir eso. —Puso la frente contra el suelo y recitó en voz baja una plegaria para implorar perdón.

—Levántate, tenemos que irnos de aquí antes de que sea tarde —le dijo Onías.

Shemuel alzó la cabeza.

—Sí, salgamos de aquí.

Se pusieron de pie y comenzaron a correr por la galería. A medida que lo hacían iba creciendo la oscuridad. No había más antorchas en los pasadizos y Onías tenía que guiarse por su sentido de la orientación. Había recorrido aquellos pasillos cientos de veces y conocía cada recodo. De pronto, al fondo de un interminable túnel, atisbaron una luz. Era el final, allí estaba la salida. Llegaron medio exhaustos y se sentaron al borde de la abertura que daba al despeñadero. A sus pies se extendía un profundo y escarpado barranco en el que apenas crecían algunos espinos.

—Tendremos que bajar por ahí y buscar dónde escondernos —comentó Onías—. Estaremos ocultos un par de días y luego bajaremos hasta el fondo.

—¿Y adónde iremos después?

—Cruzaremos las montañas en dirección a Isana y Antipatris y desde allí, a Cesarea.

—¿No será mejor ir a Jope? Cesarea está mucho más al norte.

—Sí, pero este camino es más montañoso y nos será más fácil ocultarnos de las patrullas romanas.

—Pero Cesarea es una ciudad gentil —objetó Shemuel.

—Ya todas las ciudades de la costa lo son, pero eso no debe preocuparnos. Lo importante es salvar esto —señaló el envoltorio—. Además, en Cesarea tengo algunos familiares que nos ayudarán a encontrar una nave que nos aleje de aquí. Antes deberíamos cambiar de aspecto. Si nos ven vestidos así, sabrán que somos sacerdotes y nuestras vidas peligrarán.

—Cortemos las túnicas, así no lo pareceremos. —Shemuel tomó su daga y cortó la tela de la vestidura sacerdotal a la altura de las rodillas. Onías lo imitó.

—Escúchame, Shemuel. Yo ya soy viejo, mis fuerzas empiezan a flaquear. Esta guerra está perdida, el Templo ha sido incendiado y de Jerusalén no va a quedar piedra sobre piedra[6]. Pero el Señor ha querido elegirnos a nosotros, a ti y a mí, para que protejamos esto que hemos podido salvar del saqueo. Tú eres joven todavía. Tienes que prometerme que si muero antes que tú, dedicarás tu vida a ponerlo fuera del alcance de los gentiles. Sé que lo harás porque eres un buen sacerdote y Adonai te premiará por ello.

—Te lo prometo, pero ¿hacia dónde iremos, Onías, hacia dónde? ¿Qué ha ocurrido para que tengamos que abandonar la tierra de nuestros padres? Nunca volveremos a celebrar la Pésaj en el Templo[7] —se lamentó Shemuel.

Onías lo miró. También en su rostro se reflejaba la pesadumbre.

—Iremos hacia donde el Señor quiera llevarnos. Acaso nuestro destino sea ir de una parte a otra sin una tierra en la que asentarnos. El Señor sabe por qué ocurren las cosas. Él guiará nuestros pasos, no temas. Mientras tanto, esto que hemos conseguido salvar debe ser ocultado hasta que el tercer Templo sea construido. Tal vez algún día volvamos, y si no lo hacemos nosotros, lo harán nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos. Ellos devolverán al nuevo Templo lo que dos humildes siervos del Señor lograron rescatar…, si es que el Señor quiere que así sea.

—Querrá, Onías, el Señor querrá, él no abandona a su pueblo. Y cuando ese día llegue, la tercera puerta se abrirá para que por ella entre lo que fue salvado de la profanación cuando Jerusalén fue destruida —añadió Shemuel. Y sus ojos se llenaron de lágrimas.