23

Spyros dejó escapar un silbido de admiración al contemplar el barco de sir Francis, un hermoso velero de casco fino, amarrado hacia la mitad del tercer pantalán de atraque del puerto de Sotogrande. Se trataba de una goleta de dos palos, mayor y trinquete, y proa rematada con un largo y sólido bauprés, bajo el cual, y sobre el tajamar, una escultura de madera policromada que representaba a una nereida con el torso desnudo hacía de mascarón.

—Bueno, ¿qué os parece? —preguntó el escocés.

—Esta vez te has superado, Francis —le dijo Spyros—. ¿De dónde has sacado esta preciosidad? Dios, si me dan ganas de casarme con ella.

—Se la compré a un constructor que tenía algunos problemillas con Hacienda y necesitaba venderla cuanto antes, supongo que para escamotear el dinero. Regateé al mejor estilo escocés y conseguí sacarle un buen precio. Cuando la adquirí dejaba mucho que desear. Estaba en un estado de completo abandono, con el casco y la cubierta sucios, los cabos deshilachados y alguna vela rasgada. Para colmo, los camarotes y el salón estaban decorados con muebles de un plástico absolutamente hortera, como su propietario, un tipo bastante vulgar, sin la menor clase, uno de esos individuos que se han hecho ricos de la noche a la mañana gracias a oscuros manejos y van por la vida pavoneándose porque conocen a este o aquel ministro o, incluso, a algún que otro presidente de Gobierno tan mediocre y ridículo como él. El barco estaba hecho un asco, pero le hice unos cuantos arreglos para dejarlo a mi gusto y quedó lo que vais a ver.

—¿El dueño era español?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Por el nombre del barco. No parece muy español que digamos, ni inglés.

—¡Ah, eso! Se lo cambié.

—¿Le cambiaste el nombre? ¿No sabes que trae mala suerte?

—Bah, tonterías. Mala suerte hubiese sido navegar con el nombre tan ridículo que tenía antes y que me niego a repetir para no despertar malos recuerdos que sonrojarían a mi barco. El de ahora es un nombre mucho más bonito y más marinero: Faoileiag. Significa «gaviota» en gaélico. Subamos.

En cubierta los esperaba Juan Villena.

—Buenos días, Juan. ¿Permiso para subir a bordo? —bromeó sir Francis.

—Permiso concedido —respondió Villena.

—Este es mi pequeño refugio. Cuando me canso de andar por tierra cojo mi gaita y mientras Juan patronea yo me dedico a tocar Flower of Scotland y Scotland the Brave, los himnos nacionales de Escocia.

—¿Vuestro himno nacional no es el Good Save the Queen? —le preguntó Spyros, que conocía el profundo sentimiento nacionalista de su amigo.

—Querido Spyros, ¿tú has oído alguna vez que en un encuentro de la selección escocesa de fútbol o en un partido de nuestra selección de rugby se interprete ese himno? Lo que miles de gargantas entonan es el Flower of Scotland y, en los actos oficiales, el Scotland the Brave. Esos son nuestros verdaderos himnos nacionales y no otros —replicó sir Francis con calma—. Ahora vayamos a lo importante. Amigos, os presento a Gaviota, la que vuela sobre las aguas: 18,45 metros de eslora; 6,40 de manga y 2,30 de calado. Tiene un motor de 320 caballos, generador de electricidad propio, equipos de pesca y de buceo en superficie, un salón con una amplia mesa para las comidas, una zódiac auxiliar con motor fueraborda de 30 caballos, equipo de alta fidelidad, reproductor de DVD, televisión, aire acondicionado, máquina para hacer hielo, sonda de eco, radio, GPS, radar, etc., etc. Y para el confort de los pasajeros, tres cabinas dobles con baños independientes cada una y agua caliente en cada baño. Veámosla por dentro.

Sir Francis McGhalvain les mostró cada una de las dependencias de la goleta, cuyo interior, todo de madera barnizada en tono caoba, transmitía una sensación acogedora y confortable sin caer en la ostentación. En el salón, amplio, cómodo y de una sobria elegancia, había una fotografía antigua de un velero de tres palos que navegaba con todo el trapo desplegado. Sara se quedó observándola.

—Es un clíper, el Cutty Sark —le aclaró sir Francis—, tal vez el más hermoso de los veleros que ha surcado los mares. La fotografía se la regaló a mi padre el capitán Wilfred Dowman, que lo compró en 1922 y lo mantuvo hasta que en 1954 fue llevado al dique seco de Greenwich. ¿Qué tal si seguimos el periplo? Mi Faoileiag no es el Cutty Sark, pero también es muy marinera. Salgamos a cubierta. En la proa está el solárium. Si os apetece tomar el sol, podéis tumbaros en las hamacas.

—Es un barco precioso, Francis. Si yo tuviese uno así, me pasaría la vida navegando. Si alguna vez decides venderlo, llámame antes de hacerlo.

—Querida Sara, este estará siempre a tu disposición.

—¿Y solo lo usas para salir a tocar la gaita? —preguntó Spyros—. Desde luego, Francis, yo sabía que no andabas muy bien de la cabeza, pero tener una maravilla como esta y no haber ido con ella a Salónica a visitarme es imperdonable.

—Yo soy el menos indicado para hablar de barcos porque sé muy poco de las cosas del mar —intervino Yorgos—, pero tu Faoileiag me ha impresionado, tanto que cuando volvamos a Salónica les voy a pedir a Yorgos y a Sara que me instruyan en el arte de marear. ¿Se dice así, no?

—Así es, mi querido doctor, arte de marear, una bonita expresión. Y para que recibas tu primera lección, dejemos de hablar y hagámonos a la mar.

Las vibraciones del potente motor se dejaron sentir en la cubierta cuando sir Francis giró la llave de contacto y lo puso en marcha. Villena soltó las amarras y el velero comenzó a moverse lentamente y con cuidado entre las dos embarcaciones que lo flanqueaban. El escocés, a cuyo lado se situó Yorgos, manejaba la rueda del timón con la pericia propia de quien ha hecho muchas veces esa misma maniobra de desatraque. Sujetaba las cabillas de la rueda con delicadeza y al poco la goleta se había alejado lo suficiente del muelle para maniobrar sin problemas y comenzaba a virar en dirección a la bocana del puerto en busca de mar abierto.

Sir Francis aceleró un poco y la quilla comenzó a hendir el agua, dejando a su paso un reguero de espuma blanca que poco a poco desaparecía tras la popa. El Faoileiag siguió navegando mar adentro hasta alejarse unas dos millas de la costa. Sir Francis le pidió a Yorgos que se hiciera cargo del timón.

—Tranquilo, es muy fácil —le dijo—. Solo tienes que mantener este rumbo, nada más.

Dejó a Yorgos sujetando la rueda del timón y se alejó con una sonrisa. Después, él, Sara, Spyros y Villena comenzaron a izar las velas. Primero, una bermuda triangular cazada a la verga del palo mayor; después envergaron una cangreja entre el palo trinquete y la botavara; por último aseguraron el foque en el bauprés. Cuando todo el aparejo estuvo listo, Villena paró el motor y se hizo cargo del timón. El empuje del viento contra las velas impulsó al velero y la proa se alzó sobre el agua como si se tratase de un corcel que quisiera saltar. A partir de entonces solo se oyó el sonido del casco al deslizarse sobre la superficie del mar y el de las velas al recoger el viento, que soplaba moderado de poniente. La goleta se dejó gobernar con suavidad.

El mar estaba tranquilo y el agua tenía un profundo color índigo. Pasaron ante el estuario del río Guadiaro, frente a cuya desembocadura, jalonada por un bosque de ribera, había una barra arenosa que se adentraba en el mar. Continuaron en dirección a Gibraltar siguiendo la línea de costa.

—Esa es la playa de Borondo, una de las pocas que, por ahora, se ha salvado de la codicia constructora que se ha apoderado de este país y, muy particularmente, de esta zona —comentó sir Francis en alusión a una extensa playa en cuyas arenas podían verse algunos bañistas, pocos, paseando por la orilla o tumbados al sol—. Ahí tenéis la prueba de lo que os digo.

Una abigarrada aglomeración de viviendas ocupaba a lo lejos todo el monte, en el que el bosque mediterráneo había desaparecido, devorado por un ejército de grúas que semejaba una terrible y siniestra hueste de gigantes metálicos dispuestos a acabar con cuanto se les pusiera por delante. La sinuosa negrura del asfalto de las carreteras y el ocre casi amarillo de la tierra removida en las laderas contrastaban con el verde incipiente de unos campos de golf sobre cuyo césped se movía algún que otro vehículo de techo de lona y sin puertas usado para transportar de un hoyo a otro a los jugadores, la mayoría de los cuales, con toda probabilidad, jamás había tenido entre sus manos un palo de golf. El aspecto del paisaje era verdaderamente doloroso.

—¡Por babor, a las once! —gritó de pronto Villena.

Todos miraron hacia la banda izquierda del barco.

—¡Delfines! —exclamó Sara—. ¡Y se están acercando!

Como a media milla, un grupo de estos cetáceos nadaba en dirección al velero dando saltos sobre el agua, sumergiéndose y volviendo a emerger una y otra vez.

—Si quieres verlos bien, ve al púlpito de proa porque enseguida los tendremos nadando delante de nosotros —le dijo sir Francis—. Sujétate con fuerza y disfruta del espectáculo.

Sara siguió el consejo y se colocó en el coronamiento de la roda, donde había un balconcillo protegido por una barandilla metálica semiovalada. Al poco, dos de los delfines se situaron junto a la proa, uno a babor y el otro a estribor, mientras el resto nadaba siguiendo la estela que el Faoileiag dejaba tras de sí. Así estuvieron un buen rato, cruzándose de vez en cuando entre sí, pasando por debajo del casco, saltando o desapareciendo bajo el agua para aparecer de pronto unos metros por delante del velero, brincando sin parar, hasta que se cansaron de jugar y se dirigieron mar adentro.

Sara los contempló maravillada y llena de entusiasmo. Aquellos simpáticos seres la habían transportado a tiempos de la niñez, cuando salía a navegar con su padre y al regreso le contaba a su madre todo cuanto había visto y hecho. No pudo evitar que la fuerza del recuerdo de sus padres la emocionara.

Volvió el rostro y comprobó que no solo era ella la que estaba ensimismada con las cabriolas de los delfines: todos los demás, apoyados en la borda, habían seguido sus juegos.

—Ha sido precioso, Francis —comentó entusiasmada.

—Son unos animales verdaderamente maravillosos. Hace poco invité a Concha, una amiga de San Roque, a dar un paseo. Como ha ocurrido hoy, los delfines se acercaron al barco y mi amiga, una excelente cocinera que haría las delicias de tus clientes y te lanzaría al estrellato —dijo mirando a Spyros—, se sujetó a un cabo y se lanzó al agua sin pensárselo dos veces. Cuál fue mi sorpresa cuando vi que un par de delfines se acercaban a ella. Concha, que es una persona muy decidida, extendió un brazo y consiguió acariciar primero a uno y después al otro. Subió al barco llorando de emoción… Es una mujer increíble… —dijo pensativo, y añadió—: En estas aguas te puedes encontrar no solo con delfines, sino también con orcas, tiburones, ballenas, tortugas… Hay para todos los gustos.

—¿Has dicho tiburones? ¿Hay tiburones por aquí? —preguntó Yorgos con aprensión.

—Por supuesto que los hay, de todos los tamaños y colores —respondió el escocés—. Ten en cuenta que este es el único paso entre el Mediterráneo y el Atlántico. Sin embargo, no tengo noticias de que jamás haya habido ningún percance, lo cual no deja de ser tranquilizador si se tiene en cuenta que por ahí —señaló en dirección al Estrecho— también pasan los grandes blancos, los tiburones tigre y los peces martillo.

—¡Como para darse un baño! —exclamó Yorgos.

—Tranquilo, profesor, estas aguas son muy seguras. Son bastante más peligrosos, y mucho más numerosos, los tiburones de dos piernas que andan por ahí vestidos con trajes caros que los que puedas encontrar por aquí.

—¿Como el que te vendió el barco? —apostilló Spyros.

—Por ejemplo.

—Quien, por su mal gusto, según nos cuentas, debe de pertenecer a la especie Chabacanus ladrillae —añadió Yorgos.

El Faoileiag seguía suavemente su derrota en dirección al peñón de Gibraltar con el velamen hinchado por el empuje del viento, que continuaba soplando de poniente, como indicaban la veleta y los catavientos.

—Ese extremo del Peñón es punta Europa —explicó sir Francis—. La doblaremos y entraremos en la bahía de Algeciras. El día está claro, así que tendremos buena vista y podréis contemplar un panorama que no se ve todos los días. Por cierto, querida Sara, ¿no te gustaría gobernar mi Gaviota?

—Me encantaría.

—Pues a partir de este momento es toda tuya. Cuando dobles el faro de punta Europa vira a estribor hasta el puerto de Gibraltar para que veáis el Peñón de cerca y luego de nuevo a babor para buscar el centro de la bahía.

Sara se puso al mando del timón.

—Este es el panorama del que os he hablado: el Peñón, el Estrecho y, al fondo, África. Impresionante, ¿verdad? —les dijo el escocés cuando llegaron a la altura del faro—. El cabo que se ve a la derecha es punta Tarifa, la parte más meridional de Europa, y el monte de enfrente es el Yebel Musa. Son las últimas estribaciones de la cordillera del Rif. Entre Tarifa y las costas de Marruecos solo hay catorce kilómetros de anchura y por ese angosto paso fluyen las aguas del Mediterráneo y las del Atlántico; imaginaos la fuerza de las corrientes que dominan el Estrecho.

El velero dobló punta Europa y enfiló hacia Gibraltar. Antes de llegar al puerto, Sara giró la rueda del timón y el Faoileiag obedeció con suavidad y puso proa hacia la bahía. En la cercanía, el Peñón parecía más impresionante aún.

—¿De qué son todas esas chimeneas? —preguntó Yorgos.

—De la refinería, uno de los vestigios del franquismo que no solo se resiste a desaparecer sino que cada vez extiende más sus tentáculos —respondió sir Francis.

—Es repugnante el humo que sueltan —comentó Sara.

—No es solo el humo. Mira a tu alrededor y cuenta los petroleros que ves. Todos van allí, a la refinería. Mi padre fue oficial de la Royal Navy y estuvo destinado en Gibraltar durante unos años. Yo viví en Gibraltar cuando era niño y conocí esta bahía cuando no había nada de esto, ni refinería ni ninguna de las contaminantes industrias que después han surgido alrededor. Las playas eran de arena blanca y en la de Guadarranque, que no vemos desde aquí, recuerdo que había dunas. Las aguas estaban limpias y abundaba la pesca. Ahora no hay ni dunas, ni playas, ni peces, ni algas ni nada, solo humo y contaminación. Cosas del progreso, dicen —concluyó el escocés con ironía—. Por cierto, ¿sabíais que en el Peñón hay monos?

—¿Monos? —se extrañó Spyros.

—Sí, monos, macacos, la única especie de monos que hay en Europa. Son algo así como las mascotas de la ciudad y forman parte de su patrimonio. La tradición dice que cuando se extinga el último mono, Gibraltar pasará de nuevo a España. Por eso los ingleses los cuidan tanto —comentó con una sonrisa burlona—. Y ahora, timonel, vira a babor y pon rumbo a aguas más tranquilas. Aquí hay demasiada gente —comentó en alusión a los barcos que esperaban para atracar en los muelles de la refinería—. Ha llegado el momento de dar la vuelta y buscar un buen lugar para fondear y reponer fuerzas.

Fondearon frente a la playa de Guadalquitón, cerca ya de Sotogrande. El escaso oleaje le imprimía al velero un suave movimiento de balanceo.

Después de dar cuenta de un abundante y variado almuerzo frío, sir Francis se disponía a descorchar una botella de cava cuando la alarma de su teléfono móvil sonó para indicarle que tenía un mensaje: «Abre tu correo electrónico», decía el texto.

—Disculpadme un momento.

El escocés abandonó el salón y fue al puente de mando. Tecleó en el ordenador de a bordo y entró en su dirección de correo electrónico. En su cara se dibujó una sonrisa.

—Vaya, vaya, vaya… Esto sí que es una sorpresa. ¡Spyros! —llamó.