17
Natán Zudit miró el número que aparecía en el móvil y dejó transcurrir unos segundos antes de atender la llamada.
—Diga —respondió.
—Dentro de quince minutos te recogerán en la puerta del hotel —respondió una voz que Natán identificó enseguida como la de Ben Munzel.
La llamada se cortó y Natán permaneció unos instantes con la mirada fija en el teléfono. Tenía quince minutos, solo quince minutos para vestirse adecuadamente, rasurarse la barba de dos días y bajar a la entrada del hotel. Una cita demasiado precipitada. ¿Por qué tanta prisa? Ben Munzel no le había dicho nada y eso, pensó Natán, podía significar multitud de cosas y no todas agradables.
Entró en el cuarto de baño y después de pasarse la afeitadora eléctrica se frotó la cara con una loción de fuerte olor. Se vistió con rapidez, pasó de nuevo al cuarto de baño y se roció el pelo con un poco de colonia. Se miró al espejo y decidió que estaba en condiciones de enfrentarse a lo que se tuviera que enfrentar.
Cuando salió, ya lo esperaban los mismos hombres que lo recogieron en el aeropuerto, con las mismas gafas oscuras y el mismo Audi negro que lo llevó hasta el hotel. Se sentó en la parte trasera y el coche se puso en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó, pero ninguno de los acompañantes le respondió, por lo que también él optó por guardar silencio.
Aquello empezaba a no gustarle.
Había supuesto que lo llevarían a la misma casa en la que se entrevistó con Ben Munzel, pero el coche siguió un itinerario distinto al de la vez anterior. Recorrieron la avenida Hayarkon en dirección sur hasta el cruce con Allenby, por donde continuaron hasta llegar a la Gran Sinagoga. El coche rodeó el edificio y se adentró por una de las calles cercanas al centro religioso; al poco se detuvo ante una puerta en la que había un hombre de aspecto delgado, ataviado con los vestidos propios de los judíos ortodoxos, flanqueado por otros dos individuos cuyas vestimentas parecían copias de las que lucían los ocupantes del Audi.
Natán salió del coche, que se marchó apenas puso el pie en el suelo. El hombre delgado se acercó a saludarlo y le pidió que lo siguiese. Natán creyó que entrarían en la casa en cuya puerta permanecían los guardaespaldas del hombre delgado, pero su presunción resultó de nuevo equivocada porque se alejaron de allí, seguidos a una distancia prudencial por los dos escoltas, y caminaron durante un buen rato por estrechas callejas que consiguieron hacerle perder el sentido de la orientación. ¿A qué venía tanto misterio?, se preguntó.
Hicieron el trayecto en completo silencio hasta que el hombre delgado se detuvo ante una puerta y la abrió.
El interior de la casa, como ocurrió con la anterior, no se correspondía con la fachada. Al igual que la otra, era bastante grande, muy espaciosa. Multitud de gruesas velas iluminaban cada rincón.
—Shalom, hermano Natán. Sé bienvenido.
Natán se volvió sorprendido y se encontró frente a frente con Yisroel ben Munzel. Debió de salir de una de las habitaciones de la planta baja. En su rostro se dibujaba una sonrisa motivada por la sorpresa que le había causado a su huésped.
—Sha… shalom, Yisroel —respondió Natán.
—Supongo que te habrás preguntado por qué te he hecho venir andando hasta aquí en lugar de hacerlo en el coche.
Natán lo miró sin decir nada.
—La respuesta es bien simple: dentro de poco empieza el sabbat y si el coche hubiese tenido que andar callejeando, es muy probable que no hubiese tenido tiempo después de ir a recoger a otro invitado antes de que anocheciera. Y ya sabes que el día del Señor es sagrado. Como puedes ver, ya están encendidas todas las velas. Por supuesto, esta noche dormirás aquí. Será una buena ocasión para hablar de cosas interesantes. ¿No crees?
«Una excusa para retenerme. ¿Qué será lo que pretende?», pensó Natán, confundido por la actitud de Yisroel ben Munzel. No se encontraba en su medio y sabía que sus correligionarios, los Siervos del Tabernáculo, no eran precisamente angelitos, aunque hasta el momento no hubiesen dado prueba alguna que lo llevase a creer que lo tenían allí para convertirlo en pieza propiciatoria destinada al altar de los sacrificios.
—Tranquilo, todo está bien —le dijo de pronto un sonriente Ben Munzel. Parecía haber adivinado su recelo, lo que hizo crecer el de Natán—. Creo que nos vendría bien una buena cena. Pasemos al comedor y comamos algo.
Entraron en una amplia sala en cuyo centro había una gran mesa dispuesta con una generosa variedad de platos, todo preparado para ser consumido según disponían las Escrituras.
Sobre gruesos y brillantes candelabros de plata ardían los cirios que, como en el resto de la casa, iluminarían la estancia hasta el atardecer del día siguiente.
Ben Munzel invitó a Natán a sentarse frente a él. Pese a que había numerosos cubiertos preparados, no parecía que nadie más fuese a ocupar los lugares restantes.
—Disfrutemos de estos manjares con los que el Señor nos honra y que espero que sean de tu agrado. Todo es comida kosher, así que no tienes que preocuparte por nada —comentó Ben Munzel con una sonrisa que a Natán le pareció llena de ironía. Decidió que no le gustaba aquel tipo, no sabía por qué, pero no le gustaba. Todo en él parecía esconder siempre una segunda intención que lo hacía ponerse a la defensiva—. Mañana asistiremos juntos a los oficios sagrados del sabbat en la Gran Sinagoga —manifestó Ben Munzel—. Allí tendrás ocasión de conocer a gente importante. Pero, bueno, dejemos eso ahora y disfrutemos de la cena.
Cuando terminaron de cenar, Ben Munzel se levantó y entonó una oración de gracias. Después se dirigieron a la segunda planta. Abrió una de las puertas y entraron en un despacho de paredes recubiertas de madera en el que había una gran maqueta colocada en el centro de la sala.
—Así será el verdadero tercer Templo de Jerusalén —dijo Ben Munzel con vehemencia al tiempo que señalaba la maqueta—. Ni el de Salomón ni el de Herodes podrán comparársele en magnificencia y riquezas. Hay algunos compatriotas nuestros que también pretenden reconstruirlo y andan reproduciendo los objetos que se citan en los libros sagrados, pero entre ellos hay muchos políticos y eso los convierte en demasiado tibios. Incluso han creado un Instituto del Templo. Un instituto… ¿Qué pretenden?, ¿dar clases de judaísmo? —dijo con evidente desprecio—. Que nadie nos confunda con ellos porque no somos iguales. Ellos no conseguirán nada porque no se atreverán a levantar el Templo del Señor en el lugar que le corresponde: el monte Moria. ¡Pero nosotros sí lo haremos, allí donde el padre Abraham ofreció en sacrificio a su querido hijo Isaac, allí donde la mano poderosa y magnánima de Jehová detuvo a Abraham cuando su brazo armado con un cuchillo descendía sobre el pecho de Isaac, allí levantaremos el Templo del Señor y no tardará mucho en hacerse realidad! Los muros del tercer Templo se elevarán por encima de la explanada del monte y nada lo impedirá. En él morará el espíritu de Jehová y la faz del Señor resplandecerá sobre los pueblos de la Tierra para doblegar bajo su poder a todos los gentiles, porque él es el Señor de Abraham y de Jacob, y su pueblo, el pueblo hebreo, nuestro pueblo, es el pueblo elegido. ¡Así lo ha sido desde que el Señor creó el mundo y así habrá de ser de nuevo! ¡Nada podrá oponerse, nada ni nadie! ¿Lo entiendes, Natán? Porque aquel que lo intente lo pagará con su vida. No hay más pueblo que el pueblo del Señor; el camino está señalado para cuando llegue el verdadero Mesías, que no ha de tardar en hacerlo según rezan las Sagradas Escrituras. ¡Y el Mesías del Señor aplastará a todos esos falsos dioses y mostrará la luz! Por eso hay que estar preparados, con el espíritu dispuesto al sacrificio y a la purificación.
Natán observó a Ben Munzel, que hablaba con vehemencia, transfigurado, y comprendió el peligro que significaba errar el camino cuando se andaba entre los Siervos del Tabernáculo.
—Y ahora, Natán Zudit —dijo Ben Munzel de pronto, con los ojos todavía vidriosos—, hablemos del famoso pergamino y de lo que ha decidido el Consejo, pero antes quiero poner todas las cartas sobre la mesa para que no nos llamemos a engaño. Voy a decirte lo que pienso de ti.
Natán se puso en guardia. Ahora iba a saber por qué Yisroel ben Munzel no le gustaba. El velo se iba a descorrer de una vez.
—Conozco tus idas y venidas por los lupanares de medio mundo —comenzó Ben Munzel—. Allá donde vas llevas contigo tu concupiscencia y no te importa hacerla pública. Tu mundo es el de las prostitutas. Sé que tu mayor deseo es violar a Sara Misdriel, esa mujer a la que llamas prima sin que ningún parentesco te una a ella; sé que bebes alcohol sin recato y que tomas alimentos impuros; sé que robas y matas; sé que eres un mal judío incapaz de guardar la fiesta del sabbat y que, sin embargo, vas por el mundo aireando que eres un hombre piadoso y cumplidor de los preceptos de la Torá; sé que te gustan las chicas jovencitas, muy jovencitas, casi niñas, y que te sirves de tu dinero para fornicar con ellas; sé que tus mejores amistades están siempre en los bajos fondos; sé que no tienes escrúpulos y que no te detienes ante nada… Sé todo eso y mucho más de lo que te imaginas. No me gustas nada, Natán Zudit, pero sé obedecer y por eso estoy aquí contigo, porque el Consejo me lo ha pedido.
Natán fue a responder.
—¡Calla! —cortó Ben Munzel—. Todavía no he terminado. No me gustas nada —repitió—, pero no soy yo quien toma las decisiones en el Consejo y debo acatarlas. La operación que has hecho con esos diamantes les ha parecido excelente y han decidido darte una oportunidad para que sigas los pasos de lo que se dice en el pergamino. Esto es lo que los expertos han averiguado. —Le entregó una carpeta con gesto de evidente desprecio—. Dentro tienes lo que necesitas saber de momento. No, no lo leas ahora. Es la fiesta del sabbat y lo menos que puedes hacer es respetarla, aunque solo sea porque estás en mi presencia. Espera a mañana por la noche. Después vuelve a Salónica y entérate de todo lo que puedas; sigue los pasos de Sara Misdriel, de su novio y de su hermano y tráenos lo que te decimos en esos documentos. El tercer Templo se engrandecerá con ello. ¡Tráelo, Natán, y nada te pasará! Pero si no lo traes, si te equivocas, si nos pones en peligro o el nombre de la Hermandad se ve en entredicho o mezclado con cualquier actividad… poco adecuada, yo personalmente me encargaré de echarte a los leones para que recibas el castigo adecuado y desaparezcas del mapa para siempre. ¿Lo has entendido?
—Sí, Yisroel, claro que lo he entendido, perfectamente —respondió Natán con calma y con el rostro encendido por la ira—, pero yo también tengo algo que decir: tú tampoco me gustas a mí y no admito que nadie me amenace, nadie, ni siquiera tú, y si tantas cosas sabes de mí, también sabrás que no me asusto fácilmente. Y, por supuesto, esta noche no pienso quedarme a dormir aquí. No me fío de ti.
—Pues tendrás que volver andando al hotel.
—¿Crees que eso me importa? Ya soy mayorcito y no me da miedo la oscuridad, así que volveré dando un paseo. Supongo que eso no será considerado un trabajo. Ya sabes que yo procuro respetar el día de descanso del Señor.
—Déjate de ironías, Natán, y no juegues con fuego.
—Ni tú tampoco, Yisroel, ni tú tampoco. En esta casa hay demasiadas velas encendidas y podrías quemarte con alguna.
—No te hagas el valiente conmigo, Natán, que todos en la Hermandad sabemos que te measte en los pantalones cuando un pobre diablo llamado Vasilios Stefanis te apuntó con tu propia pistola. Como ves, estoy al tanto de tus andanzas.
Natán Zudit acusó el golpe.
—¿Sabes también lo que le ocurrió a Vasilios? —replicó con rabia y un evidente tono de desafío en la voz—. Pues si no lo sabes, te convendría preguntarlo.
Cogió la carpeta y salió del comedor. Bajó con precipitación las escaleras, abrió la puerta de la calle y salió dando un portazo. Nadie lo acompañó para despedirlo.
Comenzó a andar pensando en las palabras de Ben Munzel. Era claro que se encontraba entre la espada y la pared y eso significaba que si quería salvar el pellejo, no debería andarse con sensiblerías. Siguió caminando, impaciente por llegar al hotel y poder ver lo que habían descubierto los expertos de la secta. Pasó delante de la Gran Sinagoga, se detuvo unos segundos ante la fachada y emprendió de nuevo el camino. De pronto, la luz de un taxi apareció ante él. Era evidente que no podía tratarse de un judío porque ninguno se habría atrevido a quebrantar el mandato de respetar la festividad del sabbat. Debía de ser cristiano, árabe o de cualquier otra confesión, pero eso a él lo traía sin cuidado. Lo que quería era llegar pronto al hotel, tomarse un buen trago en la habitación y leer el contenido de la carpeta.
El tercer Templo y todo lo que giraba a su alrededor no eran más que una excusa para él, porque lo que verdaderamente le interesaba era que a su sombra, a la sombra de la hermandad de los Siervos, había hecho sustanciosos negocios y pensaba seguir haciéndolos, aunque para eso tuviese que fingir a veces que era un judío practicante y ortodoxo. Todo lo demás le sobraba. Lo único que le importaba era la buena vida, el dinero y las mujeres jóvenes. Solo se le resistía Sara Misdriel, pero no estaba dispuesto a tirar la toalla, aunque para ello tuviese que mandar secuestrarla. «A esa puta la meteré en mi cama algún día», se dijo.
El taxi acudió a la llamada y al poco estaba delante de las puertas del hotel Carlton. Subió a la habitación sin perder tiempo, se preparó una copa y abrió la carpeta que le había dado Yisroel ben Munzel. Dentro, sujetos por la solapa de una carpetilla de cartulina, unos cuantos folios impresos. Los sacó. Uno de ellos reproducía el texto del códice. Lo dejó sobre la mesa y comenzó a leer los restantes. A medida que lo hacía la expresión de su cara iba cambiando.
—¡Hijos de puta! —exclamó cuando llegó al final—. Así que es esto lo que hay que buscar. Con un botín como este seguro que los muy bastardos ya han puesto tras la pista a un montón de gente y ahora me lanzan a mí para que me rompa los cuernos… o para quitarme de en medio. Si me han dado esta información, es porque ellos deben de tener mucha más y más precisa; esto no es más que un señuelo, las migajas de lo que habrán descubierto. He sido un perfecto idiota por traerles el pergamino y pensar que iban a jugar limpio, pero se equivocan si creen que soy imbécil y me voy a dejar engañar. Sé quiénes van a encontrar esto por mí, y cuando lo tenga, que no esperen esos cabrones de mierda del Templo que se lo entregue así como así. Si lo quieren, van a tener que pagar lo que yo les pida…, además de mandar a ese malnacido de Ben Munzel a algún lugar del que no pueda volver. Y en el botín tendrá que entrar mi querida primita, si antes no le pongo yo la mano encima.
* * *
—Bueno, Spyros —dijo Yorgos—, habrás comprobado que no me equivocaba cuando te dije que Celia y Pavlos son personas de fiar.
—Nunca dije que no lo fueran —contestó Spyros, sentado al volante del coche—, entre otras cosas porque no los conocía; solo te pregunté que si te parecía prudente implicarlos en el asunto del pergamino.
—Yo creo que sí. En cualquier caso, nos han prestado una gran ayuda.
—Eso es cierto. El libro que nos ha traído Celia y las aclaraciones que ha hecho tal vez sean la llave que nos hace falta para abrir otra puerta —apuntó Sara—. Será cuestión de ponerse manos a la obra. Ya sabemos lo que buscamos, así que, no perdamos tiempo y vayamos a por ello.
—Lo sabemos nosotros y probablemente ya lo sabe también ese cerdo culón de Natán —comentó Spyros—. Y no me extrañaría nada que también lo hayan averiguado los locos de la secta. Pensad que tienen gente que se pasa toda su vida haciendo juegos malabares con las palabras y los números y que un enigma como el del pergamino debe de ser para sus criptógrafos como un juego de niños. Y no me malinterpretes, Yorgos, lo que has conseguido es muy importante. Tú solito has desentrañado el misterio porque eres un tío inteligente, pero esos chiflados juegan con ventaja porque llevan siglos dedicándose a hacer lo mismo. Así que debemos estar preparados para cualquier cosa. Y no es el rastrero de Natán el que más me preocupa, sino la gente con la que se codea.
—Pero nosotros también tenemos lo que nos ha dado Celia y eso nos va a llevar hasta el lugar en que se encuentra el tesoro; en eso la ventaja es nuestra —argumentó Yorgos.
—Puede que sí, pero tal vez por eso, como dice Spyros, debemos estar preparados —intervino Sara—. ¿Quién nos asegura que ellos no han llegado a la misma conclusión?
—No sé si habrán conseguido localizarlo, pero de lo que sí estoy seguro es de que ya saben que hemos cenado con Celia y Pavlos, y si llegan a sospechar que saben algo, los dos estarán en peligro, así que sería conveniente que se lo advirtieras.
Yorgos y Sara miraron a Spyros.
—¿De verdad crees que corren peligro? —preguntó Sara.
—No me extrañaría, esos tipejos no se andan con chiquitas cuando se trata de conseguir algo que les interesa. Recordad lo que les ha pasado a Vasilios Stefanis y al Camaleón. Cuando los despacharon, ni Natán ni los Siervos tenían la menor idea de lo que trataba el manuscrito, así que imaginaos lo que serán capaces de hacer si consiguen desvelar su secreto.
—Entonces, Celia y Pavlos…
—A Celia y a Pavlos, querida hermanita, puede que no les pase nada y puede que les pase todo, como a cualquiera de nosotros tres. Por lo pronto tú, Yorgos, mañana coges a Pavlos y lo pones al corriente; si es necesario, lo mandas a desenterrar momias a Australia. Me encargaré de que alguien cuide de ellos sin que se den cuenta.
—¿Tú crees que es necesario todo esto?
—Yorgos —respondió con seriedad—, ya hay dos muertos en el camino, no lo olvides, y si esa gentuza ha llegado a la misma conclusión que nosotros, vendrán a buscarnos para que no nos adelantemos. La prueba es que ya tenemos sombra.
—¿Cómo que tenemos sombra? ¿Qué significa eso? —preguntó Sara.
—Volved la cara con disimulo y mirad el coche que tenemos detrás, el Ford azul. Viene siguiéndonos desde que salimos del restaurante.
Sara y Yorgos volvieron la cara y comprobaron que, en efecto, tras ellos, bastante cerca, venía un Ford azul oscuro.
—Seguro que siguen vuestros pasos desde hace días; si tenían algún contacto en el restaurante, ya deben de saber que Celia te ha dado un libro y vienen a por él. Eso os pasa por llevarme a comer a restaurantes de la competencia, pero por fortuna son unos aficionados. Los muy imbéciles creen que no me he dado cuenta. Les voy a dar una lección que no van a olvidar. Así aprenderán cómo se hacen estas cosas.
Marcó un número con el teléfono manos libres.
—Soy Spyros —dijo cuando una voz respondió—. Unos chalados aprendices se creen mis ángeles de la guarda y me siguen para que no me pierda. Un Ford azul. Voy para Lefkós Pirgos. Aparcaré por allí y seguro que pican. Os los dejo para que les arranquéis las plumas de las alas.
Cortó la comunicación sin esperar respuesta. Giró el volante del Volvo y cambió de dirección. Lo hizo despacio para no levantar sospechas y comprobó que el Ford repetía la maniobra. Después comenzó a callejear hasta desembocar en las inmediaciones de Lefkós Pirgos, la Torre Blanca. Aparcó el coche y observó que el Ford hacía lo mismo.
—No salgáis. Esperaremos un poco.
Al cabo de unos minutos, Spyros sonrió al observar por el retrovisor que se acercaba un coche oscuro que reconoció de inmediato.
—Ahora empieza la primera lección —comentó Spyros.
El coche oscuro se detuvo y tres hombres se bajaron de él; caminaron despacio, charlando entre sí, hasta donde estaba el Ford azul. Cuando estuvieron a su altura, el vehículo en que habían llegado se adelantó y se situó junto al Ford de manera que le impedía salir. Los tres hombres abrieron las puertas con rapidez justo en el momento en que Spyros arrancaba el Volvo y se alejaba de allí.
—Bueno, ya habéis visto más de lo que debíais; procurad olvidarlo y no hagáis preguntas —prohibió Spyros—. Ahora vamos a tu casa, hermanita, para que nos invites a una copa y este tío sabio nos aclare qué significa el galimatías ese que le ha dado Celia.