5
Antes de asistir a los oficios de la sinagoga, el rabino Salomón ben Paquda ha Leví cumplió con el precepto de consagrar el sabbat mediante la ceremonia del kidush. Recitó un pasaje de la Torá para santificar el día e impartió su bendición sobre una copa de vino y un trozo de pan, como hizo la noche anterior. Lo acompañaban Jacob y Miriam, cuyas profundas ojeras revelaban que la noche había sido larga y penosa.
Después de los rezos salieron de la casa camino de la sinagoga. Los tres vestían prendas blancas de lino.
La comunidad judía de Toledo se sentía orgullosa de la sinagoga, mandada construir por Samuel ha Leví Abulafia, el que fue oidor de las Audiencias y tesorero real de Pedro I de Castilla. En la ciudad había cinco sinagogas, pero esta era sin duda la preferida de muchos fieles. Sus muros de mampostería y ladrillo, decorados con motivos geométricos y vegetales e inscripciones en hebreo, estaban coronados con arcos ojivales que permitían la entrada de la luz exterior. La gran sala de oración estaba cubierta por una hermosa armadura policromada de madera de alerce con incrustaciones de marfil. En el primer piso, en el flanco meridional, se encontraba la azará, la galería de mujeres, con cinco grandes ventanales que daban a la sala de oración. En el muro este, orientado hacia Jerusalén y detrás de tres arquillos polilobulados, se hallaba el hejal, el arca donde se guardaban los sefarim, los rollos manuscritos de la Torá, cubiertos con el mapá, un paño de seda bordado con hilos de oro en cuyo frontal brillaba el pectoral de plata que recordaba las tablas de la Ley. En el centro de la sala de oración se situaba la tebá, un pupitre revestido con un paño semejante al mapá sobre el que se depositaban los textos sagrados para su lectura por el oficiante. A su alrededor, los asientos para los fieles. Cerca del hejal, el arca santa, ardía el tamid, la lámpara que permanecía siempre encendida en recuerdo de la menorá, el candelabro de siete brazos del Templo de Jerusalén.
Las luces parpadeantes de las lamparillas de aceite de oliva dibujaban sombras en los rostros de los fieles, en los que se percibía la tensión que reinaba en el seno de la comunidad hebrea de Toledo, sin duda la misma tensión que flotaba sobre todas las juderías de Sefarad.
Jacob, cubierto con el talit, el manto ritual, oraba en silencio. También su cara denotaba una honda preocupación. En poco tiempo se vería obligado a abandonar la casa en que nació y a alejarse para siempre de la tierra en la que se criaron sus padres y los padres de sus padres y en la que no nacería el hijo que crecía en el vientre de Miriam, su mujer. Ese era el futuro que les aguardaba; eso o abjurar de su fe y convertirse en cristianos.
Salomón ben Paquda ha Leví y otro rabino fueron los encargados de los oficios. El espectro de la expulsión motivó que la lectura de esa mañana versara sobre el Libro del Éxodo. Mientras Salomón ben Paquda leía, el rabino que lo ayudaba iba señalando cada línea del manuscrito con una mano de plata para evitar el contacto con el texto sagrado. Las palabras sonaban dentro del recinto de la sinagoga con más fuerza que otras veces, pero en esa fuerza no dejaba de percibirse una marcada tristeza. Ninguno de los presentes ignoraba que cuando fueran expulsados, la sinagoga de Samuel ha Leví Abulafia, como todas las de Sefarad, sería transformada en un recinto cristiano.
* * *
Después del precepto de lavarse las manos como símbolo de purificación, el rabino, Jacob, Miriam y Yehudá Abenamias se situaron de pie ante la mesa sobre la que habían extendido un gran mantel blanco que representaba el color del maná con el que se alimentaron los israelitas durante la travesía del desierto. En el centro del mantel, dos hogazas de pan simbolizaban la doble ración de maná que los judíos recibían cada viernes para que no tuviesen que recoger la comida en sabbat y poder así dedicarlo a honrar a Yahveh. Al lado del pan había una gran bandeja con aceitunas encurtidas; apio en salsa de limón y azúcar; berenjenas en salsa elaborada con aceite de oliva, ajos y queso rallado; miel, almendras e higos secos.
Sobre un anafe, entre las brasas de carbón y el rescoldo de la leña, había una olla de barro. Dentro se calentaba la adafina, un guiso de garbanzos, carne de cordero, cebolla, aceite de oliva, nabos y otras verduras condimentado con canela, pimienta encarnada, azafrán y clavo. Miriam la había preparado la tarde anterior y después la había dejado cerca del fuego para que se cocinara lentamente durante la noche.
El rabino entonó uno de los tradicionales zemirá para festejar el día de descanso y llenar la casa del espíritu del sabbat. Los demás lo siguieron, pero, a diferencia de otras veces, en esta ocasión lo que cantaron fue una melodía triste, llena de melancolía. Después bendijo la mesa. Al terminar, llenó una copa de vino y se la ofreció a Yehudá.
La comida transcurrió casi en silencio.
Después de comer se sentaron en el patio, bajo el emparrado.
—¿Qué va a ser de nosotros, Yehudá? —se lamentó el rabino—. La salida de Egipto supuso la liberación para nuestro pueblo, que pudo escapar de la esclavitud. Nuestra gente salió de una tierra extraña para ir en busca de la propia; en Sefarad nos separan de la tierra que nos pertenece para mandarnos al destierro en tierra de otros. De Egipto salieron cantando; de Sefarad lo haremos con lágrimas. En Egipto dejaron todo lo que los hizo sufrir; en Sefarad dejaremos todo lo que nos hizo felices. Cuando los nuestros salieron de Egipto limpiaron el polvo de sus sandalias; cuando nosotros salgamos de Sefarad llevaremos un poco de esta tierra. De Egipto salieron para buscar la Tierra Prometida; en Sefarad la dejaremos atrás. De Egipto salieron con sus ovejas y sus cabras y llevaban vasos de oro y plata y vestidos que les fueron demandados al faraón porque así lo ordenó el Señor; en Sefarad se quedará todo lo que tuvimos…
Hizo una breve pausa y miró a su alrededor. Los ojos nublados por las lágrimas y el semblante pesaroso lo hacían parecer mayor de lo que era. Yehudá Abenamias lo miraba sin decir nada, pero compartía los mismos sentimientos que su amigo y consuegro.
—Nunca más volveremos a celebrar la Pascua en Sefarad —añadió Ben Paquda con voz casi inaudible—. El pan ácimo ya no será igual, ni las canciones que nos enseñaron nuestros padres sonarán del mismo modo porque habrán perdido la alegría.
—El Señor no nos abandonará, Salomón, él siempre ha estado a nuestro lado. Cuando nuestro pueblo salió de Egipto, Yahveh le puso al frente a Moisés para que lo condujera a la Tierra Prometida.
—Es cierto, querido Yehudá; Moisés guio a nuestro pueblo por el desierto hasta las puertas de Canaán y allí murió sin llegar a pisarla. Fue Josué quien acabó lo que Moisés había empezado cuarenta años atrás. Ambos guiaron al pueblo de Israel, pero… ¿quién nos guiará a nosotros?
—Tienes razón, quién nos guiará a nosotros —admitió Yehudá Abenamias—. Moisés y Josué rompieron las cadenas de la esclavitud y le abrieron al pueblo hebreo las puertas de una tierra en la que manaba leche y miel… Nosotros no tendremos a ningún Moisés que nos muestre el camino a una nueva vida ni a ningún Josué que nos lleve a los valles de la tierra de promisión. El destino que nos aguarda será vagar por el mundo cuando nos cierren las puertas de Sefarad.
Ambos vislumbraban la magnitud del desastre. El mundo que hasta entonces había sido el suyo tocaba a su fin y era necesario convencerse de esa terrible verdad.
El patio se llenó de un silencio sombrío.