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Los faros del coche iluminaban las líneas blancas de la carretera comarcal. Sentado al volante, un individuo conducía en silencio mientras su compañero, con un brazo fuera de la ventanilla, golpeaba la puerta del vehículo con la palma de la mano siguiendo el compás de la música que sonaba en la radio. Eran los sicarios albanokosovares al servicio de Natán Zudit.

A lo lejos, tras ellos, una potente moto seguía la misma ruta.

El coche aminoró la marcha para girar y adentrarse a la derecha por un estrecho camino de grava. Unos cientos de metros después se detuvo delante de un local solitario en cuya fachada parpadeaba un letrero de neón con el nombre del local y la silueta de una mujer en actitud provocativa. Era un edificio de dos plantas y todo en él tenía la inconfundible apariencia de un club dedicado a la prostitución. Delante, en una explanada de tierra que hacía las veces de aparcamiento, había varios coches. Los dos albanokosovares bajaron del vehículo y entraron en el local.

La moto que circulaba detrás pasó de largo y se detuvo unos quinientos metros más adelante. Sus ocupantes, Moshé bar Hezekiah y Shamir Abramstein, esbirros de los Siervos del Tabernáculo, se situaron en el arcén, apagaron la luz de la moto y pararon el motor. Así permanecieron un rato, hasta cerciorarse de que los tipos del coche no se habían percatado de que eran seguidos. Luego dieron la vuelta y giraron al llegar a la altura del camino de grava. Ocultaron la moto entre los arbustos y se pusieron a cubierto decididos a esperar.

La presencia de los matones de Natán Zudit se había convertido en un estorbo que podría hacer peligrar la misión por la que Yisroel ben Munzel los había enviado a España. Cualquier intento de deshacerse de ellos antes de tiempo podría haber levantado una polvareda que no les convenía, pero llegados a la situación en que estaban, a un paso de hacerse con el tesoro, no podían demorar más el momento de dejarlos fuera de juego. Era preciso hacerlos desaparecer. Los griegos tenían la llave y probablemente habrían descifrado cualquier pista que los condujese hasta el lugar exacto en que se hallaba el objeto de su búsqueda. Por eso era tan importante quitar de en medio cualquier obstáculo. Los Siervos del Tabernáculo no perdonaban los errores y ellos no estaban dispuestos a cometerlos por un par de sicarios borrachos.

La visita al burdel les había brindado la ocasión propicia para acabar con los albanokosovares. Al día siguiente todo quedaría arreglado: los griegos harían el trabajo de encontrar el tesoro y después ellos se lo arrebatarían. Lo que vendría a continuación sería ya pura rutina: desaparecerían de Jaca y entregarían el botín a un contacto que los esperaba en Madrid. Luego volarían a Israel. Un trabajo fácil para quienes se habían curtido en operaciones llevadas a cabo cuando pertenecían al Mossad antes de ser captados por los Siervos del Tabernáculo.

Pasaron casi tres horas antes de que oyeran el ruido del motor del coche de sus futuras presas. El camino de grava hacía que el vehículo circulara a poca velocidad, lo que favorecía los planes de Moshé y Shamir. Al llegar a su altura, unas decenas de metros antes del enlace con la carretera comarcal, el coche se encontró con una moto cruzada en el centro del camino. El conductor frenó y soltó una exclamación, pero no le dio tiempo a hacer nada más porque las puertas delanteras se abrieron de improviso y las manos enguantadas de Moshé y Shamir apretaron los gatillos de sus pistolas con silenciador y dispararon varias veces cada uno. Todo fue muy rápido. Los dos albanokosovares no llegaron a enterarse de lo que ocurría antes de que las balas impactaran en ellos.

Giraron la llave de contacto del coche para apagar el motor y lo empujaron hasta un lateral del camino. Después echaron hacia delante los cuerpos sin vida de los albanokosovares. El conductor quedó con la cabeza y los brazos reposados sobre el volante; el acompañante cayó sobre el salpicadero. Ambos aparentaban estar dormidos y eso, pensaron sus asesinos, es lo que creerían los clientes del local cuando pasasen junto a ellos y los viesen en esa actitud.

Debían largarse de allí antes de que alguien los descubriese. La moto salvó los pocos metros del camino de grava que restaban hasta la carretera y partieron rumbo a la ciudad. Quedaban pocas horas para que amaneciera y todavía les aguardaba un tiempo de vigilia por si los griegos emprendían esa misma mañana la búsqueda del tesoro. Sería una noche larga.

Cuando llegaron a la puerta del hotel, Moshé bar Hezekiah marcó un número en el teléfono móvil.

—Sin competencia —dijo.

Y colgó.