21

El avión comenzó a descender para la maniobra de aproximación al aeropuerto de Gibraltar, cuya única pista, de poco más de mil ochocientos metros y con el mar en ambos extremos, atraviesa el istmo que une la colonia británica con tierra española.

El ambiente era diáfano y permitía contemplar una extensa panorámica del Campo de Gibraltar y del Estrecho. En una orilla, el Peñón; en la otra, la masa montañosa del norte de Marruecos. A un lado, Europa; enfrente, África, con el macizo rifeño y la gran mole granítica del Yebel Musa desplomándose directamente sobre el mar. Según la mitología, el irascible Hércules, enfurecido por la infidelidad de una de sus amantes, se apoyó en los montes Abyla y Calpe y los separó hasta que el mar corrió entre ellos. No contento con la hazaña, convirtió en piedra a la amada infiel, que permanece sumida en un sueño eterno. Es el Yebel Musa; para unos, el monte de Moisés; para otros, la montaña de la Mujer Muerta.

Poco a poco, el avión fue descendiendo y aproximándose a la pista de aterrizaje hasta posarse sobre ella sin problemas.

Ya en la terminal, Spyros buscó con la vista a sir Francis, pero no lo vio. En cambio, reparó en un hombre corpulento, de cabello entrecano recogido en una coleta, que sostenía un pequeño cartel en el que había escrito «MR. APOSTOLIDIS». Spyros se acercó.

—Perdone, soy Spyros Apostolidis —se identificó—. Creo que es a mí a quien espera —le dijo en inglés.

—Bienvenido, señor Apostolidis —respondió el hombre—. Soy Juan Villena y trabajo para sir Francis McGhalvain, que se disculpa por no haber podido venir. Le ha surgido un imprevisto de última hora y ha tenido que ir a Málaga. Estoy a su disposición. Si me acompañan, los llevaré hasta el hotel. Por favor, señorita —le dijo a Sara—, permítame que la ayude con la maleta.

Fuera de la terminal había aparcado un impecable Daimler Jaguar MK2 del 63, de color gris plata metalizado. Villena se dirigió al vehículo y abrió el maletero para guardar los equipajes. Sara y Yorgos ocuparon los asientos traseros y Spyros se sentó junto al conductor.

—Sir Francis les ha reservado habitaciones en el hotel Almenara y me ha pedido que les diga que estará de vuelta sobre las siete de la tarde y que tendrá mucho gusto en invitarlos a cenar en el restaurante del hotel, pero que antes le gustaría recibirlos en su apartamento, si ustedes no tienen inconveniente, claro. Si les parece bien, los recogeré a las siete y media; así tendrán tiempo de descansar un poco.

Después de pasar el control de pasaportes en la aduana española, el coche giró a la derecha y se dirigió a la Atunara, un antiguo barrio de pescadores de La Línea de la Concepción. Circuló paralelo al mar hasta que llegó al polígono industrial del Zabal, lo atravesó y salió a la carretera que discurre por la ladera de levante de sierra Carbonera. Durante todo el trayecto Villena los fue informando del recorrido.

—Cuando pasemos el Higuerón tomaremos la autovía. Es un puerto muy suave que ni siquiera merece llamarse así.

Unos pocos kilómetros después de haberse incorporado a la autovía A-7, el coche giró por la salida 130. Siguió por la carretera durante unos dos kilómetros hasta que llegaron al hotel, un conjunto de lujosas casas bajas pintadas de albero que rodeaban un edificio de planta poligonal en el que se encontraban la recepción, uno de los restaurantes y otros servicios. Villena detuvo el coche frente al edificio central. Dos empleados se hicieron cargo de los equipajes mientras Sara, Yorgos y Spyros se registraban.

Cuando se inscribían, Spyros observó que también lo hacían dos hombres a los que creía haber visto en el aeropuerto gibraltareño y, con anterioridad, en el de Londres-Gatwick. Su intuición lo puso sobre aviso. «Demasiada casualidad», pensó.

—Tengan, este es mi número de teléfono móvil —les dijo Juan Villena—. Si me necesitan para algo, lo que sea, llámenme. Vendré a recogerlos a las siete y media. Bienvenidos y que descansen.

* * *

Spyros y sir Francis conversaban animadamente en la terraza; Sara y Yorgos observaban las fotografías del salón. Se detuvieron frente a la que sir Francis, que en ese momento entró seguido de Spyros, aparecía vestido con el traje nacional escocés.

—Seguro que os estáis preguntando que si llevamos ropa interior debajo del kilt —bromeó sir Francis.

—Pues no —contestó Yorgos—, me preguntaba si esa bolsa que cuelga del cinturón es un simple adorno o sirve para guardar la petaca de whisky.

Sir Francis soltó una carcajada.

—Querido profesor, debes de ser la única persona del mundo que se pregunta eso, porque el resto de la humanidad solo aspira a descubrir lo otro, pero, claro, ese es un secreto nacional que ningún escocés está dispuesto a revelar. No cabe la menor duda de que un buen whisky es mucho más importante que unos vulgares calzoncillos, aunque sean de seda y lleven bordadas las iniciales del propietario, lo cual, por otro lado, no dejaría de ser una vulgar manifestación de mal gusto. No todo el mundo entiende que los escoceses usemos el kilt. Los ignorantes lo consideran… poco masculino, pero hay una vieja sentencia de mi tierra que dice: «Si frente a ti tienes un adversario vestido con una falda, ríete; si va vestido con un kilt, échate a temblar». Y nuestro lema lo ratifica: Nemo me impune lacessit.

—«Nadie me ofende impunemente» —tradujo Yorgos.

—Exacto. Alude al valor de mi pueblo.

—Yo sé muy bien hasta dónde llega tu valor —le dijo Spyros con seriedad.

Sir Francis le sonrió con afabilidad.

—El kilt y la gaita significan mucho para los escoceses —prosiguió sir Francis—, tanto es así que en 1745 el Parlamento inglés prohibió su uso por entender que eran ¡subversivos! Se necesita ser imbécil para dictar una norma así. La resistencia a tal disparate consiguió el efecto contrario, porque los hombres de Escocia no se dejaron amedrentar: se pusieron el kilt y el sonido de nuestras gaitas llegó hasta el mismísimo Londres. Lo único que lograron los ingleses fue que la identidad nacional escocesa arraigara y se acrecentara aún más. Eso sí, el whisky se salvó de la persecución. Por cierto, esa bolsa se llama sporran y, como ha intuido nuestro querido profesor, muchos la empleamos para una de las más sagradas tradiciones de nuestro pueblo, es decir, para guardar la petaca de whisky, pero, eso sí, en mi caso ha de ser whiskey irlandés.

—Pero tú eres escocés, ¿cómo es que bebes whisky irlandés? —preguntó Sara.

—Whiskey, querida, whiskey, no whisky. El whisky es escocés y el whiskey, irlandés, y lo bebo por dos razones. La primera, porque mi madre era irlandesa. Nació en el condado de Laois, en Portarlington, o Cúil an tSúdaire, como se llama en gaélico, una ciudad del interior de Irlanda asentada sobre una colina, a orillas del río Barrow, el An Bhearú gaélico. La segunda razón es un poco más larga y voy a permitirme referirla. ¿Crees en el Pequeño Pueblo?

—¿El Pequeño Pueblo? Lo siento, no sé a qué te refieres —contestó Sara.

—A los elfos, los gnomos, los enanos, las hadas y otros seres del mundo feérico.

—La verdad es que yo no…

—Lo entiendo, pero deberías creer, y vosotros también, porque están muy cerca de nosotros, más de lo que nos imaginamos. Unos de esos seres son los cluricaunes, unos enanos con aspecto de ancianos de gesto huraño que viven en las entrañas de los montes batiendo metales y fabricando monedas de oro y plata. Quienes los han visto, yo no he tenido esa suerte, aseguran que llevan largas medias de color azul con muchas hebillas, gorro rojo de dormir y delantal de cuero y que calzan zapatos de tacones altos. En los pueblos de Irlanda se cuenta que si se acerca la oreja a la grieta de una roca, puede oírse el martilleo y el ruido de los fuelles de los cluricaunes. Les gusta mucho el whiskey, por lo que no es raro toparse con alguno en las bodegas y las tabernas irlandesas. Pues bien, se dice que hace mucho tiempo los cluricaunes acudieron a los humanos para contarles que sus escondrijos eran fríos y húmedos y proponerles que les permitieran vivir en los sótanos de las bodegas y los pubs, en las posadas y en las casas particulares. A cambio, ellos les darían su tesoro más preciado.

—¿Las monedas de oro y plata? —preguntó Yorgos.

—No, algo mucho más importante: el secreto de la fabricación del whiskey irlandés; no del whisky, sino del whiskey —subrayó sir Francis—, el que se hace a base de avena y se destila tres veces, a diferencia del escocés, que se elabora con cebada o malta y solo se destila dos veces. Por este motivo, por haberles revelado ese secreto, es costumbre en los pueblos de Irlanda echar un poco de whiskey al suelo antes de beber por si acaso anda por allí algún cluricaun. ¿Comprendéis ahora por qué bebo whiskey irlandés?

—Por supuesto, son razones muy convincentes —admitió Sara con una sonrisa—, pero tengo una pregunta.

—¿Acerca de mi indumentaria?

—No, después de lo que nos has contado se han aclarado mis dudas. Es sobre la flor que llevas grabada en la hebilla del cinturón. ¿Qué es?

—Es un cardo, nuestro emblema nacional.

—¿Un cardo? Vaya.

—Sí, extraño, ¿verdad? Lo normal hubiese sido ennoblecer una hermosa rosa o incluso una de las muchas y bonitas plantas silvestres que abundan en las Tierras Altas escocesas, pero un humilde cardo…

—Supongo que habrá una explicación.

—La hay, la hay, y se encuentra a caballo entre la historia y la leyenda, con más de lo segundo que de lo primero. Los hechos se remontan al siglo XIII, a los tiempos en que una buena parte de lo que actualmente es Escocia estaba gobernada por el rey Alejandro III. Se cuenta que Haakon, rey de lo que hoy es Noruega, quiso invadir el territorio escocés. Sus tropas desembarcaron con la intención de tomar las fortificaciones mediante un ataque por sorpresa durante la noche, pero uno de los guerreros de Haakon pisó un gran cardo y lanzó un grito de dolor que puso en alerta a los defensores escoceses, que pudieron rechazar el ataque y mandar de nuevo a los noruegos a sus frías tierras. Dicho esto, se acaba la clase de historia. Creo que va siendo hora de que nos vayamos a cenar. En España se cena más tarde que en el resto de Europa; es una de las muchas cosas buenas que tiene este país, además de la siesta y el jamón ibérico de bellota.

Sir Francis miró a Sara. Temía haber cometido una incorrección porque sabía que ella era judía sefardí, según le había contado Spyros. Sara lo advirtió y le dedicó una sonrisa franca.

—No tengas preokupasión —respondió Sara en su español sefardí. Sir Francis la miró sorprendido—. Soy de orijen djudío, pero ansí mizmo tengo una mitad, por mi madre, ke no lo es. I daínda no he savido ke las personas tengan perfeksión o sean pekadoras por kerer comer una cosa o kerer comer otra. Gozar de la vida no es pekado. La entinsion kon ke se faga es lo importante. Las religiones —prosiguió en inglés— están hechas para sojuzgar a los pueblos y una manera de conseguirlo es con estúpidas prohibiciones cuyo fin es crear conciencia de pecado. Mi padre me dijo en más de una ocasión que quien quiera buscar a Dios que lo haga de otra manera, no siguiendo preceptos absurdos, y él era un hombre justo. Por consekuensa, acepto tu propozisión i tendré plazer de probar lo ke sea menester —concluyó en judeoespañol.

Todos la miraron con asombro. Escuchar las resonancias de su arcaico español fue una sorpresa. Sara les dedicó una sonrisa.

—¿Qué os pasa? —preguntó—. ¿Habéis olvidado que soy de origen sefardí y que hablo el castellano de mis antepasados?

—Nunca una lengua sonó a mis oídos tan hermosa como ahora —dijo sir Francis—. Doctor Poulianos, eres un hombre muy afortunado.

* * *

—Una cena verdaderamente deliciosa, digna de uno de los mejores restaurantes de Salónica —comentó Spyros.

—¿Te refieres por casualidad a uno que está en la ciudad alta, en el viejo barrio turco y que es de tu propiedad? —bromeó Yorgos.

—Vaya, ¿cómo lo has adivinado?

—Simple intuición.

—Sí, una comida estupenda —confirmó Sara—. Spyros, si quieres prosperar, deberías incluir algunos de estos platos en la carta de tu restaurante.

—Vaya, hermanita, ¿tú también te has pasado al enemigo? Mi restaurante ya es lo suficientemente conocido como para no tener que andar copiando.

—Craso error, Spyros —terció Yorgos—, si quieres hacerte rico, hay que elegir un camino más internacional. Es la mejor manera de dar poca cantidad y cobrar diez veces más. Además, el cliente se queda tan confundido que no se atreve a decir que le han tomado el pelo por temor a que lo consideren un ignorante y un paleto. Ese es el secreto de esos cocineros que están tan de moda. Pero eso sí, gracias a tanto moderno de pacotilla están forrados.

—¿Y quieres que yo haga lo mismo? ¿Que engañe a mis clientes? Lo siento, hermanito, pero uno tiene sus principios —replicó Spyros con fingida dignidad—. Aunque eso de forrarse no es ninguna tontería…

—¿Juegas al polo? —preguntó Sara de improviso a sir Francis.

—¿Yo, al polo? ¡Oh, no, en absoluto! ¿Por qué lo preguntas?

—Es que he visto que hay un campo de polo en la urbanización y he supuesto que tú…

—Sí, hay un campo, y muy bueno según dicen los expertos, pero el polo no es para mí —respondió sir Francis—. Antes era un deporte de caballeros, hasta que empezaron a practicarlo esnobistas, famosillos de medio pelo, hacendados sudamericanos poco escrupulosos y personajillos tan impresentables como el hijo menor del príncipe Carlos de Inglaterra; a partir de entonces dejó de ser lo que era para convertirse en un vulgar escaparate para las revistas del corazón.

Spyros soltó una carcajada.

—Nunca cambiarás, Francis. ¿Sabéis que es un consumado maestro de esgrima?

—No exageres, Spyros. Me defiendo bien con la espada, pero nada más.

—¿Cómo que nada más si llegaste a formar parte del equipo olímpico inglés en los Juegos de Los Ángeles?

—¿Participaste en una olimpiada? —se interesó Sara.

—No pude, y bien que lo sentí. Una inoportuna lesión me lo impidió. Sigo practicando de vez en cuando, aunque ya no soy el que era. Pero hablemos de cosas serias, por ejemplo, de lo que vamos a hacer mañana. Propongo un paseo en mi velero y una cena en San Roque. Es un bonito pueblo, os va a gustar.

Spyros advirtió que unas mesas más allá cenaban los mismos individuos que había visto en Londres y después en Gibraltar. La actitud de aparente indiferencia de los dos sujetos no logró engañarlo; su intuición le decía que su presencia en el hotel no era mera casualidad. En ese momento uno de ellos se levantó. Spyros supuso que iba a los servicios y vio la ocasión para tratar de averiguar algo más.

—Disculpadme, voy al baño —dijo.

Entró tras él en los aseos y mientras se lavaba las manos lo observó con disimulo. El bulto que advirtió bajo la parte derecha de la chaqueta, a la altura de la axila, le dijo dos cosas: que el sujeto llevaba una pistola y que era zurdo.

Esperó a que se marchara, se demoró un rato y luego se incorporó a la reunión. Cuando estuvo sentado, sacó el móvil con gran discreción para evitar ser visto y preparó la cámara de fotos del teléfono.

—Bueno, hermanita, hay que inmortalizar este momento —dijo en voz alta.

Se levantó de pronto y se colocó entre Sara y sir Francis, de espaldas a los dos individuos. Levantó el teléfono e hizo dos rápidas fotos del grupo, de modo que los supuestos seguidores quedaran dentro del encuadre. Después propuso un brindis.

—Por las viejas amistades, que siempre están ahí para quitar del camino los estorbos.

Sir Francis supo enseguida que esas palabras de Spyros encerraban un mensaje.