1
A sus treinta y tres años Sara Misdriel era una mujer muy bella con unos bonitos ojos de color miel.
Tras la muerte de sus padres se convirtió en propietaria de una importante empresa consignataria de buques ubicada en el puerto de Salónica, de un astillero para embarcaciones de recreo y buques de poco tonelaje, de un buen paquete de acciones de dos líneas marítimas que cubrían los trayectos entre las muchas islas griegas y de una participación en una empresa de remolcadores. Su debilidad, sin embargo, era una pequeña editorial, comprada hacía pocos años, que había logrado convertir en una de las más importantes de la región macedónica. Continuaba así una tradición propia de los sefardíes salonicenses que se remontaba a los tiempos en que los judíos expulsados de España llegaron a Estambul y llevaron la imprenta con ellos.
Fue su abuelo Jacob Misdriel el que comenzó el negocio, que estuvo funcionando hasta que él y su esposa fueron llevados a Auschwitz-Birkenau, el campo nazi de exterminio, donde murieron en las cámaras de gas. Su hijo David tenía siete años cuando los alemanes vinieron a buscarlos; el pequeño habría corrido la misma suerte de no ser por Tasos y Eileen, un matrimonio de Salónica amigo de sus padres. Lo ocultaron y lo criaron como hijo suyo.
La barbarie de los nazis despertó las conciencias de muchos ciudadanos griegos, que se hicieron partisanos para combatir el terror del Tercer Reich. Tasos y Eileen se unieron a uno de esos grupos. Con ellos fue también el niño David Misdriel, el padre de Sara.
La Segunda Guerra Mundial no solo segó miles de vidas; también sumió en la ruina la economía de la zona. Salónica, una ciudad que siempre había sido próspera, no se libró de la penuria que trajo la posguerra. Tuvo que pasar bastante tiempo antes de que la ciudad empezara a recuperar el pulso.
Con el tiempo, David se casó con Chloe, hija de Tasos y Eileen. Varios años después nació Sara. Fue entonces cuando su padre, con la ayuda de Tasos, decidió continuar el negocio que fundó Jacob Misdriel. Fueron tiempos duros, pero consiguió levantar la empresa y hacerla prosperar. Cuando sus padres murieron, Sara se convirtió en la única heredera.
Vivía en un amplio piso situado en la avenida Tsimiskís, una destacada vía paralela a Leoforos Nikis, el paseo marítimo, muy próxima a la gran plaza Aristotelous, la zona peatonal que es el centro neurálgico de Salónica.
Esa mañana vestía una camiseta blanca y unos ajustados pantalones vaqueros que destacaban las formas de un cuerpo bien proporcionado. Observaba con expresión abstraída un pergamino extendido sobre la mesa del escritorio. Muchas de las palabras allí reflejadas no le eran ajenas, estaban escritas en judeoespañol, el habla que sus antepasados llevaron consigo cuando fueron expulsados de España, de Sefarad, de la tierra que fue su patria y a la que no habían renunciado, pese a tantas calamidades sufridas y al trato que recibieron en el pasado. Conocía la lengua de sus ascendientes porque la había aprendido de su padre, quien, a su vez, la había recibido de los suyos. De generación en generación, el recuerdo de Sefarad y su modo de expresarse habían permanecido vivos en la memoria de los descendientes de aquellos que, por la intransigencia religiosa, se vieron obligados a buscar abrigo en los más remotos rincones del mundo. Ese pueblo, en su diáspora, llevó consigo el viejo hablar castellano de la España medieval, el mismo lenguaje que aparecía en el pergamino que Sara tenía ante sí. Podía percibir el sabor de las voces, podía leer todo lo allí escrito, pero no comprendía el sentido de aquel juego de palabras antiguas ni el significado de muchas de ellas, palabras que, trazadas con una cuidada caligrafía, parecían escritas para poner a prueba la inteligencia de quien las leyese. Aunque su conocimiento del sefardí no alcanzaba para entenderlo porque el texto estaba escrito en un español arcaico, la intuición le decía que algo importante se encerraba en aquel laberinto de frases ininteligibles y aparentemente inconexas. No sabía cómo encajar las piezas del rompecabezas para sacarle su sentido oculto y obligarlo a manifestarse. Sobre todo, la intrigaban las primeras líneas del texto. ¿Qué significaban? ¿Qué querían decir? ¿Eran un augurio? ¿Una profecía?
Alzó la vista y la dirigió hacia un punto indeterminado de la habitación. Permaneció pensativa durante unos instantes y luego volvió a posar la mirada en el pergamino, como si una fuerza misteriosa la obligase a mantener los ojos fijos en los signos trazados sobre el trozo de piel. Había algo misterioso, algo enigmático disimulado entre los caracteres que poblaban la amarillenta superficie del documento, algo que se le figuró desorientador, más allá del control de la inteligencia, un caos de palabras que escapaba a la lógica del lenguaje comprensible.
El timbre sonó un par de veces. Sara se levantó y fue a abrir. Apoyado en el marco de la puerta estaba Yorgos Poulianos, un profesor de la Universidad Aristotélica considerado como uno de los más brillantes expertos en lenguas semíticas. Sara le había pedido que fuese a su casa porque quería mostrarle el pergamino. Entre ellos existía una buena amistad que ambos se esforzaban por mantener como tal, aunque lo cierto era que los dos callaban lo que cada uno experimentaba por el otro. Para quienes los conocían era palpable que su relación estaba más allá de la amistad; aun así ni él ni ella se atrevían a dar el paso que les permitiese atravesar la línea que separaba el aprecio del amor.
—Hola —saludó Yorgos. Acercó su cara a la de ella y la besó en la mejilla. Sara le devolvió el beso—. Toma, para ti. —Sara se quedó mirando el bonito ramo de rosas rojas que Yorgos le ofrecía—. Son tus preferidas.
—Son preciosas, Yorgos, no deberías haberte molestado.
—No ha sido ninguna molestia, al contrario…
—Pero no te quedes ahí parado, entra. Acompáñame, voy a ponerlas en agua.
—¿Qué es eso tan misterioso que quieres enseñarme? —le preguntó mientras iban por el pasillo hacia la cocina.
—Enseguida lo verás. ¿Quieres beber algo?
—No, gracias, lo dejo para después. Porque supongo que iremos a cenar, ¿no?
—Sí, claro, ya te lo dije. Y te invito yo.
—Tú eres la rica, así que acepto encantado.
—Eres incorregible —le dijo Sara con una sonrisa que dejó ver unos dientes blancos y cuidados.
Colocó las rosas en un florero que puso sobre una cómoda situada en un extremo del salón. Después pasaron al escritorio. Yorgos reparó de inmediato en el pergamino que había sobre la mesa del escritorio.
—Esto es lo que quería que vieses. Siéntate y dime qué te parece —le dijo Sara.
La expresión de Yorgos cambió al instante. Ya no era el joven risueño que unos momentos antes había llamado a la puerta con un ramo de rosas, sino el profesor experto en descifrar viejos códices. Durante un buen rato se entregó por completo a analizar el pergamino que tenía ante sí. Sus ojos se movían sobre la superficie de la piel como si buscaran algo.
—¿Tienes una lupa? —preguntó.
—En el primer cajón hay una.
Yorgos volvió a examinar el pergamino ayudado por la lupa. Pasó los dedos sobre la superficie escrita y oprimió un extremo de la piel entre el pulgar y el índice de la mano derecha, como si quisiera hacerse una idea de la textura y el grosor. Sara lo veía hacer en silencio, sentada frente a él.
—Esto está escrito en judeoespañol —comentó Yorgos.
—Sí. Mi familia paterna era de origen sefardí, como sabes, y mis abuelos me enseñaron desde pequeña a hablar la lengua de nuestros antepasados españoles.
—¿Podrías traducirlo?
—Lo he intentado, pero es demasiado para mí. Entiendo muchas palabras, pero no es el judeoespañol que yo hablo, este es mucho más antiguo.
—¿Y esto otro? ¿Puedes traducirlo? Parecen versos de algún poema o de una canción.
—No creo que se trate de ninguna canción ni de ningún poema. Es más sencillo que lo anterior, pero no le encuentro ningún sentido.
Sara leyó despacio las líneas escritas en judeoespañol y después las tradujo para que Yorgos pudiese entenderlo:
Y ellos son el sardio que es como el agua de nisanu abib.
Y el topacio son las espadas en ayaru ziv.
Y la esmeralda es el león de simanu.
Y el rubí es la serpiente de du’uzu.
Y es el zafiro como el ciervo de abu.
Y el diamante son las tiendas de ululu.
Y el ópalo está en el olivo de tashritu.
Y es el ágata como el asno de arajamna.
Y la amatista es el barco de kislimu.
Y el crisolito es como un toro en tebetu.
Y está el ónice en la palmera de shabatu.
Y el jaspe es lobo en adaru.
—¡Esto no hay dios que lo entienda! —exclamó Yorgos—. Mucho me temo que vamos a necesitar ayuda si queremos enterarnos de lo que dice aquí. Tengo un par de colegas españoles medievalistas expertos en la cultura sefardí que tal vez puedan echarnos una mano… Además, fíjate en estas palabras.
Yorgos fue señalando una serie de marcas apenas perceptibles que aparecían en algunas de las palabras del texto
—Parecen signos diacríticos que hubiesen sido borrados. Si no fuese por la lupa, no se verían. Mira.
Le dio la lupa a Sara y fue señalando con el dedo las palabras a las que se refería.
—Aģua, tŏpacio, serpienţe, tasĥritu, kisļimu, shabătu, jaşpe —leyó Sara—. Tienes razón, parece que hubiesen tratado de borrar las marcas sin conseguirlo del todo.
—Por lo que sé, puedo asegurar que estos signos no son propios del español.
—Tal vez tengan un significado especial.
—Podría ser. Separemos las letras marcadas: ģ, ŏ, ţ, ĥ, ļ, ă, ş. GOTHLAS. ¿Te dice algo?
—A mí, no. ¿Y a ti?
—A mí tampoco. Esto tiene todas las trazas de ser un mensaje. Pero, ¿qué diablos significa?
—Por eso te he llamado, tú eres el experto.
—Bueno, sí, soy experto, pero en traducir textos del arameo, del hebreo antiguo y del copto, pero esto está escrito en una lengua que yo no hablo. Y por lo que parece, el asunto no se reduce solamente a traducir, que eso ya lo has hecho tú en parte, sino a entender qué quiere decir. Necesitaríamos un criptógrafo especializado en descifrar enigmas. Lo que parece fuera de duda es que fue escrito hace algunos siglos, aunque habría que determinar cuándo. Y está muy bien conservado. En fin, haré lo que pueda.
—Creo que la razón de que se haya conservado tan bien está ahí, en el segundo cajón de la izquierda. Ábrelo.
Yorgos abrió el cajón y sacó un pesado cilindro de color gris cubierto con una tapa del mismo material.
—Plomo. Esto lo explica todo.
—El pergamino estaba dentro —aclaró Sara.
—El plomo ha evitado que penetre la humedad y eso ha permitido que se conserve tan bien. No sé qué se esconde detrás de todo esto, pero de una cosa sí estoy seguro: el autor, o los autores, tomaron muchas precauciones para que no se estropeara y para despistar a quien lo encontrase. Y debían de ser personas cultas. ¿Dónde lo hallaste?
—¿Recuerdas el terremoto de 1978?
—Ya lo creo, esas cosas no se olvidan. Tenía ocho años y todavía me acuerdo del miedo que pasé.
—Yo vivía con mis padres en la casa de Kastra, el antiguo barrio turco. El terremoto afectó a muchos viejos edificios y nuestra casa fue uno de ellos. Aparecieron grietas en las paredes y uno de los muros del patio se derrumbó, aunque la estructura no sufrió ningún daño, por lo que mis padres decidieron arreglar los desperfectos y continuamos viviendo allí. Después de morir ellos no quise seguir en una casa llena de recuerdos tan tristes… Compré esta y me mudé. La casona se fue deteriorando poco a poco y pensé en venderla, pero nadie iba a querer comprar una casa en las condiciones en que estaba la mía y hubiese tenido que darla por una miseria, así que pensé arreglarla para poder venderla por un precio adecuado. La casa es muy bonita, como tú sabes. Me puse en contacto con un arquitecto amigo mío y le expliqué lo que quería hacer. Cuando vi el proyecto que había preparado decidí que no la vendía y que me la quedaba para mí. Todo iba bien hasta que hace tres días sonó el teléfono de mi despacho. Era el jefe de la obra para decirme que al picar una pared para enlucirla se había formado una grieta enorme y quería que yo la viese porque seguramente habría que derribar el muro y hacerlo nuevo. No había peligro, porque no se trataba de un muro de carga. La pared agrietada era la que separa el patio de la habitación que comunica con el jardín. La grieta tenía casi diez centímetros de ancho y cruzaba la pared en diagonal de izquierda a derecha, hasta el suelo. Les di permiso para demoler y al poco uno de los obreros gritó algo que no entendí. El jefe se aproximó y me llamó para que me acercara. Esas paredes antiguas son muy gruesas y a poco más de un metro de altura del suelo había quedado al descubierto un hueco en cuyo centro había un cofre de madera. Estuve un rato sin saber qué hacer, desconcertada por el descubrimiento. Ya sabes la cantidad de leyendas de tesoros escondidos que circulan por ahí. —Sara sonrió—. La verdad es que eso fue lo que pensé, que se trataba de un tesoro, y eso mismo debieron de suponer todos los que estaban allí.
—Vamos, que creíste que se trataba de un cofre lleno de monedas de oro. ¿No eres ya bastante rica? —bromeó Yorgos—. ¿Tienes el cofre?
—Solo unos trozos. La madera estaba podrida y se me deshizo entre las manos, pero al deshacerse quedó al descubierto el cilindro. Le quité la tapa… y dentro estaba el pergamino.
—Me gustaría poder analizarlo, pero para eso tendré que llevármelo a la universidad. Y también un trozo de madera del cofre. Veremos qué sorpresa nos deparan.
—Por mí no hay inconveniente.
—Entonces paso por aquí el lunes a primera hora. ¿Te parece bien? Y con un poco de suerte puede que hasta te traiga el texto traducido.
—Me parece perfecto. Y de paso me invitas a desayunar.
—Eso es muy propio de ti. ¿No te han dicho que hay que conservar la línea para mantenerse en forma?
—¿Tú crees que necesito conservar la línea? —repuso Sara.
Yorgos la miró con descaro durante un rato.
—Pues no, la verdad es que no necesitas nada. Lo tienes todo en su justa medida… y proporción —dijo en voz baja.
Sara se percató del repentino cambio de tono de Yorgos y lo miró a los ojos. Él le devolvió la mirada y ambos permanecieron así durante unos instantes.
—¿Sabes cuándo fue hecha la casa? —preguntó Yorgos para romper el silencio que de pronto se había hecho entre ellos.
—Mi padre decía que era de principios del siglo XVI y que debió de pertenecer a un turco rico, porque en el sótano se encontraron baldosas con frases escritas con caracteres árabes pero en lengua turca. Por las características del sótano no es disparatado suponer que allí pudo haber un hamman[19]. Ya sabes que estas casas han sufrido muchas restauraciones…
—Si es de esas fechas, es probable que la comprase algún judío sefardí de los muchos que llegaron aquí cuando fueron expulsados de España. Eso explicaría que el pergamino esté escrito en judeoespañol. Cuando lo analice sabremos algo más.
Sara guardó el pergamino y el cilindro de plomo en una caja fuerte oculta tras un gran cuadro.
—Y después de la lección magistral, vayamos a asuntos más vulgares. ¿Dónde vas a llevarme a cenar? —le preguntó Yorgos.
—He reservado una mesa en el restaurante de Spyros, en la ciudad alta.
—Te gusta la ciudad alta, ¿verdad?
—Sí, me trae muchos recuerdos de la niñez. Allí vivían mis abuelos maternos y he pasado muchas horas jugando por sus callejuelas. Recuerdo particularmente el olor a dama de noche y las ventanas y los balcones adornados con muchas flores.
—Eso apenas ha cambiado.
—No, no ha cambiado, pero nosotros sí lo hemos hecho. Han ocurrido muchas cosas desde que dejé de jugar por allí. Mis abuelos y mis padres han muerto, y yo, ya ves la vida que llevo. Dedicada al trabajo a todas horas y sin tiempo para divertirme.
—Porque tú quieres… Creo que… que deberías buscarte una pareja. Eres joven, guapa y rica, un cóctel perfecto para atraer a cientos de novios.
—Un cóctel perfecto para atraer a los cazafortunas, diría yo. Me gustaría encontrar a alguien inteligente, cariñoso y a quien el dinero le importase un comino. Y si además es guapo, culto y divertido, mucho mejor… Alguien como…
Iba a decir «como tú», pero se contuvo. No quería mostrar sus sentimientos de modo tan abierto. Yorgos la miró porque algo en su interior le dijo que ese alguien se refería a él. Notó que las manos comenzaban a ponerse sudorosas y que una oleada de calor le subía por el rostro. Sara lo percibió.
—¿Te pasa algo? —le preguntó con una sonrisa.
—No…, nada, no me pasa nada. Es que aquí hace un poco de calor. ¿Por qué no nos vamos ya?
—¿Tanta hambre tienes?