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El suave viento de poniente había dejado un día limpio y claro. Desde la terraza del apartamento se veía la inconfundible mole del peñón de Gibraltar.
Sir Francis McGhalvain, sentado en una confortable butaca de mimbre con el asiento y el respaldo cubiertos por cómodos cojines, dejó sobre las piernas el libro que estaba leyendo, una edición de 1889 de A Strange Story, de Edward Bulvert-Lytton, y dirigió la mirada hacia el Peñón. Pese a estar acostumbrado a verlo a diario no podía sustraerse al impacto que le producía esa inmensa roca.
Pensó que aquella tierra, como su Escocia natal y la Irlanda heredada de su madre, era una tierra mágica, mitológica, en la que un forzudo semidiós, Hércules, se entretuvo en separar los montes de Calpe y Abyla, las famosas columnas que llevan su nombre, para abrir el Fretum Herculeum, el Estrecho, un angosto paso por el que el Mediterráneo y el Atlántico intercambian sus aguas.
Cerró el libro y observó durante unos instantes las dos embarcaciones de recreo amarradas a los norays de un canal de atraque que conectaba con el puerto deportivo de Sotogrande.
Una amplia cristalera separaba la terraza del salón, en cuyo fondo, junto a una ventana que daba a una plazuela en la que crecía una altísima palmera, había una amplia mesa de grueso cristal por encima de la cual colgaba una lámpara de diseño de longitud regulable. Sobre la mesa, un ordenador portátil, una pluma y unos cuantos folios con anotaciones manuscritas.
De una de las paredes del salón sobresalían una serie de anaqueles de mampostería llenos de libros, delante de los cuales podían verse fotografías de sir Francis McGhalvain con conocidos personajes de la política internacional, el cine, la ciencia, el deporte y la literatura. Una de ellas lo mostraba tocando la gaita y ataviado con el traje nacional escocés: el kilt o falda, de cuadros verdes, negros y rojos; un cinturón de piel con hebilla de plata y un cardo, la planta nacional de Escocia, grabado sobre el metal. De la cintura colgaba una escarcela de piel adornada con grabados de guardas celtas. Atado a una de las piernas, cubiertas con unas gruesas medias blancas de lana, una funda de la que asomaba la empuñadura de un cuchillo, el sgian dubh o cuchillo negro. Se tocaba la cabeza con un gorro azul del que colgaban dos cintas. Vestía una chaqueta corta con chaleco, corbata, una espada-alfiler que fijaba el kilt a un costado y unos resistentes zapatos de piel acordonados, los ghillie brogues. Sobre el hombro izquierdo, prendida con un gran broche que reproducía el distintivo del clan, una especie de capa del mismo dibujo que la falda.
De las paredes colgaban varios cuadros de firma, entre ellos uno de Vasili Kandinski y otro de Paul Klee. Un tresillo de mullidos butacones y una chimenea frontal, con cerco de piedra y dintel de mármol formando repisa, daban a la estancia un aire acogedor.
Sir Francis McGhalvain se levantó y pasó al salón. Entró en la cocina y puso en un vaso ancho un par de cubitos de hielo. Después volvió al salón y sacó una botella de whiskey irlandés de un discreto mueble bar. Se sirvió un poco. Era un hombre alto y bien parecido, complexión fuerte, mirada inteligente, de pelo canoso y abundante peinado hacia atrás, de unos cincuenta años. Hijo de padre escocés y madre irlandesa, nacido en las High Land, las Tierras Altas de Escocia, era coronel retirado del ejército inglés y antiguo miembro del MI6, el servicio secreto británico.
Durante una de las operaciones especiales, que él calificaba como «viajes de negocios», había recalado en Sotogrande, una lujosa urbanización enclavada en la gaditana localidad de San Roque. Había llegado hasta allá tras la pista de un conocido traficante de armas del que el servicio secreto británico sospechaba que complementaba su lucrativo negocio trabajando como espía para Irán. Sir Francis McGhalvain lo hizo caer en una trampa; del resto se encargó la mafia rusa: una mañana amaneció ahorcado en una de las habitaciones del suntuoso chalé que poseía en terrenos de Sotogrande. Ninguno de los sicarios que debían protegerlo supo dar una explicación de lo ocurrido cuando la Guardia Civil los interrogó. El caso se consideró un suicidio y se cerró, pero sir Francis McGhalvain conocía lo que había detrás de aquel asunto.
El lugar le gustó; después de su segundo divorcio y de su retiro del ejército británico decidió fijar su residencia en la urbanización, en cuyo puerto tenía amarrada una goleta de dos palos.
Sir Francis McGhalvain se decía descendiente de una rama bastarda de sir Gadwain, la única descendencia de este paladín del rey Arturo que, según él, se había mantenido con el tiempo. En San Roque, donde poseía una casa antigua rehabilitada a la que se retiraba los fines de semana, tenía un gran cuadro con el dibujo de un enorme árbol genealógico, profusamente ilustrado y con un complejo entramado de líneas que, en su opinión, demostraban su remoto parentesco con el caballero de la saga artúrica.
Volvió a la terraza y dio un sorbo del whiskey que acababa de servirse. Dejó el vaso sobre la mesa y abrió de nuevo el libro. En ese momento sonó el teléfono móvil. Miró el número reflejado en la pantalla y no le resultó conocido, por lo que estuvo tentado de no contestar. No obstante, atendió la llamada.
—¿Sir Francis McGhalvain? —dijo una voz que le resultó vagamente conocida.
—Sí, ¿quién llama? —preguntó a su vez.
—Spyros Apostolidis.
—¡Spyros! Grandísimo bribón, ¿por dónde andas?
—Entre fogones, como siempre.
—Deduzco entonces que sigues en tu querida Salónica.
—Así es, y precisamente por eso te llamo. ¿Podemos hablar?
—Con absoluta seguridad.
—Voy a hacer un viaje por esos pagos y me gustaría verte. Necesito tu ayuda y tu consejo para un asuntillo.
—Sabes que ya no estoy en el gran juego —contestó sir Francis.
—Lo sé —dijo Spyros—, pero cuando se ha sido tan buen jugador como tú siempre quedan algunos amigos que siguen jugando.
Sir Francis sonrió por el comentario.
—Algunos me quedan, sí —respondió—. ¿En qué puedo ayudarte? Me salvaste la vida y eso no lo he olvidado.
—No te llamo para recordártelo. Lo que ocurrió en el Líbano es historia pasada y no soy de esos que van por el mundo reclamando favores. Te llamo porque eres mi amigo y necesito tu ayuda, bueno, en realidad es mi hermana Sara la que la necesita.
—No sabía que tuvieses una hermana.
—Es una bonita historia que te contaré cuando nos veamos. Por cierto, como te conozco muy bien y sé cuál es tu reputación —comentó Spyros en tono jocoso—, me veo obligado a decirte que mi hermana es una mujer bellísima…
—Pero está casada —añadió sir Francis, que siguió el juego de Spyros.
—Digamos que tiene compañero, el profesor Yorgos Poulianos, de la Universidad de Salónica.
—¿Un profesor universitario en tu familia? Estás muy cambiado. ¿Qué se ha hecho del Spyros de los buenos tiempos?
—Es un gran tipo, Francis, y uno de los tíos más sabios que he visto en mi vida; ya lo conocerás, porque vendrá con nosotros.
—¿Cuándo llegáis?
—El próximo miércoles.
—Dentro de cinco días.
—Así es. Vamos a Londres, y de Londres a Gibraltar.
—Te estaré esperando.
—Francis.
—Dime.
—Gracias. Sabía que podía contar contigo. Nos vemos dentro de unos días.