10

Los acordes del cuarto movimiento de la Sinfonía número 5 de Gustav Mahler llenaban el salón. Un hombre de mediana edad, con los ojos entrecerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, seguía los compases de la música con pausados movimientos de la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía un vaso ancho en cuyo interior había una rodaja de limón y varios cubitos de hielo que flotaban en medio de un líquido transparente con burbujas. Sobre un cenicero humeaba un cigarrillo a medio consumir del que escapaban hilos azulados que ascendían indolentes hasta desvanecerse en el aire. Cerca del cenicero, un paquete de Marlboro, un encendedor Dupont de oro y una botella de tónica india Fever Tree a medio consumir.

El hombre se incorporó, tomó un trago y dio una calada al cigarrillo. Después aplastó la colilla contra el fondo del cenicero y volvió a recostarse. Cuando terminó la pieza musical dejó el vaso sobre la mesa que tenía ante sí, se levantó y fue a cambiar el CD. Vestía un pantalón vaquero y una camiseta blanca ajustada bajo la que se adivinaba un tórax fuerte y unos brazos musculosos.

En ese momento sonó el timbre. Apagó el equipo de música y fue hacia la puerta. Observó por la mirilla, abrió y saludó al recién llegado con afabilidad.

—Hola, Spyros, pasa.

—Siento llegar tarde, Andreas.

—No te preocupes. Ponte cómodo mientras te preparo una copa. ¿Qué te apetece beber?

—¿Qué estás tomando tú?

—Un gin-tonic de Bombay Saphire.

—Eso estará bien. Ponme mucha tónica y poca ginebra.

—¿Qué ocurre? ¿Te has vuelto abstemio o todavía te dura la resaca?

—Ni lo uno ni lo otro —repuso Spyros con una sonrisa—, pero es demasiado pronto para empezar. Por cierto, veo que sigues fumando.

—Sí, he intentado dejarlo, pero no lo consigo.

—Lo que te sucede es que te falta voluntad. Si quieres quitarte, debes convencerte de que deseas hacerlo; cuando estés convencido te levantas una mañana, te miras al espejo antes de afeitarte y te dices: «Andreas, eres un perfecto gilipollas por seguir fumando con lo caro que está el tabaco».

—Esos esfuerzos intelectuales no están hechos para mí —bromeó Andreas, que se acercó con dos vasos de burbujeantes gin-tonics.

—Eres incorregible.

—Eso mismo me dicen las mujeres, pero forma parte de mi encanto.

—Bueno, vayamos al asunto. ¿Habéis averiguado algo?

—Sí. Hemos sabido que en la ciudad hay diez tipos que trabajan a sueldo y cualquiera de ellos pudo haber sido el que le robó a tu hermana y la golpeó. Tres están en prisión y de los siete restantes solo uno, casualmente, es de Creta —explicó Andreas—. Es conocido como Savas, el Camaleón, un tipo escurridizo y peligroso al que la policía anda buscándole las cosquillas desde hace tiempo, sin que hasta ahora haya conseguido probarle nada. Lo hemos vigilado durante varios días y sabemos dónde vive, pero el muy cabrón es listo y no ha dado ningún paso en falso que pudiera llevarnos hasta el que compró sus servicios. Tal vez deberíamos invitarlo a que nos cuente para quién trabaja —dijo Andreas con sorna.

—Sé que el tipo que lo contrató es Natán Zudit —afirmó Spyros—, pero no tenemos nada sólido contra él. ¿Habéis vigilado al tal Vasilios? Si lo que me han contado es cierto, irán a por él tarde o temprano.

—¿Qué ha hecho?

—Enfrentarse a Natán.

Andreas lanzó un silbido.

—Pues lo tiene muy mal —comentó.

—Eso creo yo. Se negó a seguir trabajando para él y lo amenazó con destapar todos sus trapos sucios. Natán intentó sacar una pistola, no sé si para asustarlo o para pegarle un tiro, pero Vasilios consiguió arrebatársela y le apuntó con ella. Natán se meó en los pantalones.

—¿Se meó, ese cerdo seboso se meó? —Andreas soltó una gran carcajada—. ¡Me habría encantado ver a ese jodido cabrón con los pantalones mojados! Desde luego, el tal Vasilios tiene un grave problema. No me habías dicho nada de todo esto. De haberlo sabido antes, habríamos tomado otras medidas. Natán Zudit es un individuo muy vinculado a la extrema derecha más violenta y relacionado con ciertos ambientes no precisamente muy respetables. Se dicen de él cosas que ponen los pelos de punta; de él y de su padre, un bastardo que hizo una gran fortuna como chivato durante la dictadura de los coroneles. Más de una familia de Salónica viste de luto por su culpa. Y su querido retoño parece ser que anda financiando a algunos grupos ultraortodoxos judíos con los beneficios que obtiene del tráfico de diamantes sucios.

—Ha tenido un buen maestro —apostilló Spyros.

—Lo de la tienda de antigüedades no es más que una tapadera para sus otros negocios.

—Puedes estar seguro de que sí. Apostaría cualquier cosa a que tiene a ese pobre diablo de Vasilios en el punto de mira. Y seguro que será el Camaleón el que se encargue de hacerlo. Convendría no perder de vista a ninguno de los dos. Sobre todo hay que extremar las precauciones. La policía no debe saber nada de todo esto. ¿Te imaginas la que se montaría si saliese a la luz que unos agentes del EYP[22] se dedican a buscar delincuentes en sus ratos libres?

—Nos crucificarían a todos.

—Nos colgarían por los huevos —enfatizó Spyros—. Por eso debemos ser muy cautos y andar con pies de plomo. No me gustaría que tuvieseis problemas por mi culpa… Nos estamos saltando todos los protocolos y eso podría tener consecuencias desastrosas si metemos la pata. Si no fuese por lo que le han hecho a Sara, no os lo habría pedido.

—Tú hubieses hecho lo mismo, Spyros. Y puedes estar tranquilo. Loukas, Nikos y Tassos saben lo que hacen, ya los conoces.

—Os la estáis jugando por mí y no lo olvidaré… Espero poder devolveros el favor alguna vez.

—¿Qué tal si nos invitas a una buena comida en tu restaurante acompañada de los mejores vinos de tu bodega, esos que guardas para la gente importante que de vez en cuando se deja caer por allí? —bromeó Andreas con una sonrisa cómplice.

* * *

Ya atardecía cuando Savas, el Camaleón, se detuvo junto al portal. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Se recostó contra la pared y comenzó a observar los alrededores mientras aparentaba fumar con actitud despreocupada. Dio un par de caladas, tiró el cigarrillo al suelo y con la rapidez de alguien acostumbrado a hacer lo mismo con frecuencia introdujo una ganzúa en la cerradura del portal. Cuando notó que cedía se demoró unos instantes para dar un último vistazo y asegurarse de que no había nadie por las inmediaciones que pudiese haberlo visto. Después empujó la puerta y entró en el edificio.

—Ha entrado —comentó uno de los dos ocupantes de un coche oscuro aparcado a suficiente distancia para vigilar sin ser vistos.

—Esperemos a que salga. Después lo seguiremos para ver adónde nos lleva el bichejo ese.

Al cabo de unos minutos el Camaleón salió precipitadamente del portal y corrió hacia su coche, aparcado unas decenas de metros más abajo. Puso en marcha el vehículo y se alejó a toda velocidad.

—¡Algo va mal! —comentó uno de los hombres—. Ese gusano tiene demasiada prisa y eso no me gusta. Subamos a ver qué ha hecho.

Antes de entrar, uno de ellos se fijó en el cigarrillo que poco antes había tirado el Camaleón. Todavía humeaba. Lo apagó con la puntera del zapato y lo guardó en una bolsita de plástico transparente.

—Loukas, ¿qué haces? —le preguntó su compañero.

—Tengo un presentimiento, Nikos, y esta colilla nos va a ayudar si se cumple lo que estoy imaginando.

Subieron al segundo piso y se detuvieron delante de una de las viviendas. La puerta estaba cerrada. Llamaron al timbre con insistencia pero nadie les abrió.

—Vigila para que nadie se acerque —dijo Nikos.

Introdujo una lengüeta metálica en la cerradura y la movió a un lado y otro hasta que sintió que el seguro saltaba. Empujó la puerta con decisión y un exabrupto brotó de su boca cuando contempló la escena que se encontró dentro de la casa.

—¡Será hijo de puta!

En el suelo, con un profundo tajo en el cuello, yacía el cuerpo de Vasilios Stefanis en medio de un charco de sangre.

—¡Ese bastardo lo ha matado! ¡Loukas, lo ha matado delante de nuestras narices!

—Tranquilo, Nikos, esto ya no tiene remedio. Hagamos unos cuantos arreglos para que ese cabrón no se vaya de rositas y pague por esto. Ponte unos guantes, coge esa fotografía y mánchala con un poco de sangre. Y coge también el komboloi que Vasilios tiene en la mano. Mi presentimiento se ha hecho realidad —comentó Loukas mientras dejaba cerca del cadáver el cigarrillo de Savas que había recogido en la calle—. Aquí está el ADN de ese cabronazo del Camaleón.

Nikos cogió una foto que había sobre una balda de uno de los muebles del salón. En ella se veía a Vasilios sentado bajo un parral con una mujer a su lado y dos niñas. «Una foto de familia», pensó Nikos. Le quitó el marco de alpaca y se lo guardó en un bolsillo; después se agachó y pasó un extremo de la foto por la sangre con cuidado para manchar solamente una pequeña parte. Introdujo la fotografía en una bolsa de plástico.

—Bien, esperemos que los de la policía científica hagan bien su trabajo. ¿Tienes la foto? —preguntó Loukas.

—Sí —contestó Nikos.

—Pues larguémonos cuanto antes. Aquí ya no podemos hacer nada.

Camino del coche, Loukas llamó a Andreas.

—Tenías razón —le dijo—, el bicho ha hecho de las suyas. Vasilios ha emprendido un largo viaje sin billete de vuelta.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —respondió Andreas.