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Jerusalén, septiembre del 70 d. C.

La desolación del paisaje hacía que la mirada errase desorientada sobre una tierra en la que no se veía un solo árbol. El hacha de Roma los había talado para fortificar los campamentos y construir y reparar su poderosa maquinaria bélica. Arietes, torres de asalto, escorpiones, grandes ballestas, onagros, catapultas, parapetos, empalizadas, todo, incluidas las cruces empleadas para la crucifixión, llevaba el sello de los árboles que crecieron en los campos circundantes, árboles que poblaron el valle del Cedrón, el monte de los Olivos, el de Eleón, el de Escopo, árboles que desde siempre dieron sombra a los caminantes que recorrían las veredas que llevaban a Jerusalén; únicamente quedaba un cementerio de troncos cortados a ras de suelo.

Jerusalén, la Urusalim que fundaron los misteriosos jebuseos en honor a Salem —la vieja divinidad local que personificaba el crepúsculo—, donde reinó el bíblico Melquisedec que bendijo a Abraham, la ciudad cuyo nombre aparecía citado en las cartas de Tell-el-Amarna[1] y a la que los asirios llamaron Urusilimmu, la Ciudad de la Paz, despertaba a la espera de su hora final. El tejado recubierto de oro del Templo que levantó Herodes el Grande para que superase en esplendor al de Salomón no brillaba en aquella mañana brumosa llena de oscuros presagios. La eterna Jerusalén agonizaba herida de muerte por las armas de las legiones de Tito Flavio, hijo del emperador Vespasiano.

Desde el interior se elevaban sombrías columnas de humo que anunciaban el oscuro destino que le estaba reservado. Los cadáveres se amontonaban entre charcos de sangre en las calles, en las puertas de las casas, en las derruidas murallas, en las escalinatas del Templo… Cualquier lugar era apropiado para morir. El hedor de los cuerpos muertos se esparcía por cada rincón de la ciudad. Los defensores se afanaban en tomar posiciones para resistir el que iba a ser el asalto final, aunque ninguno ignoraba que la resistencia resultaría inútil. El largo asedio, los continuados combates, la enfermedad y el hambre habían minado cualquier posibilidad de éxito. Algunos, desesperados, lograban salir en busca de algo que comer; otros conseguían traspasar las derruidas murallas aferrados a la débil esperanza de que la clemencia de los romanos les permitiera escapar de aquel infierno. Pero en lugar de encontrar alimentos y perdón, fueron apresados y crucificados en lugares visibles para que sirviesen de escarmiento y advertencia a los que quedaban dentro. Esa era la piedad de Roma.

Los zelotes, acaudillados por Juan de Giscala, y los idumeos, seguidores del gigantesco Simón bar Giora, estaban dispuestos a seguir enfrentándose a las legiones de Tito porque, mientras quedase un defensor con vida, Jerusalén seguiría peleando. Había llegado el momento de dejar a un lado las luchas internas porque tanto unos como otros sabían que el enemigo común estaba fuera, un enemigo poderoso que había sabido aprovecharse de las diferencias existentes entre las facciones lideradas por Juan y Simón, extraviados en encarnizadas disputas que solo consiguieron mermar la capacidad defensiva de los sitiados.

Tras conseguir sobrepasar los dos muros defensivos que protegían la ciudad, la presión de las legiones de Tito había sido constante, aunque sus esfuerzos por tomar Jerusalén se habían visto truncados una y otra vez. Construyeron una rampa para hacer llegar a la fortaleza los gigantescos arietes de punta de hierro que, protegidos bajo las inmensas galerías recubiertas de pieles y hierba mojada, deberían encargarse de derribar las murallas, pero los zelotes lograron cavar un túnel, prendieron fuego a los troncos que soportaban el techo y la rampa se hundió. También lo intentaron por la ciudadela, incluso lograron que los arietes comenzaran a golpear la muralla; también fracasaron porque los idumeos de Simón bar Giora lanzaron un ataque suicida y consiguieron incendiar las defensas bajo las que se protegía el ariete. Pero la tercera tentativa había dado frutos. Las tropas romanas atacaron por la colina de Betsaida, donde se levantaba la fortaleza Antonia, dado que los demás accesos estaban en pendiente y protegidos por la muralla que bordeaba la plataforma del Templo. Llenaron con rocas y arena el espacio existente entre la colina y la fortaleza y pudieron construir una rampa sobre la cisterna de Estrution. El ariete comenzó a golpear el muro para abrir una brecha que permitiera el paso de los legionarios; aunque consiguió mover unas cuantas piedras, el sólido muro no cedió, si bien las piedras desplazadas fueron suficientes para que esa misma noche se hundiese el nuevo túnel que los sitiados habían cavado bajo la rampa. Con el hundimiento del túnel se vino abajo toda la muralla: la brecha estaba abierta, pero los sitiados habían previsto esta posibilidad y levantaron una segunda defensa desde la que recibieron a los soldados de Tito con una lluvia de flechas, piedras y bolas de paja impregnadas en aceite para que ardiesen. Los romanos formaron un parapeto con los escudos para protegerse y avanzaron sobre los escombros del muro. Si lograban alcanzar esa cota, estarían a unos cincuenta y seis codos[2] por encima de los defensores, lo que les daría una importante ventaja, pero los asediados habían reforzado las defensas y redoblaron sus ataques. Una vez más, los soldados de Roma se vieron obligados a retroceder. Jerusalén no se rendía, aunque el camino para el asalto final estaba abierto.

* * *

Hacía rato que había rayado el alba. Tito Flavio, general de las legiones romanas, paseaba por el interior de la tienda. Su padre, Vespasiano, había comenzado la campaña de Judea en el invierno del 68. Sometió Perea y Galilea, bajó por la llanura de la costa y cortó las rutas que conducían a Jerusalén. Un año después tomó Gofna y Hebrón y al poco embarcó hacia Roma para ser proclamado emperador con el apoyo de todas las provincias. Antes de partir le había encomendado a su hijo la pacificación de Judea y la culminación de la guerra. Ahora, en las postrimerías del verano, el bloqueo de Jerusalén era total; las tropas al mando de Tito habían conseguido romper las líneas defensivas y penetrar a través de los dos anillos amurallados para establecer campamentos en el interior de la ciudad. Cuatro legiones, pertenecientes a las guarniciones de Siria y Egipto, habían formado un cerco del que era imposible escapar.

Judea entera estaba bajo el poder de Roma y tras la caída de Jerusalén solo quedarían Masada, Herodium y Maqueronte, tres remotas fortificaciones que no tardarían en doblegarse ante las legiones romanas. Una vez rendidas, la guerra de Judea habría terminado, pero antes, él, Tito Flavio, sería recibido en la capital del Imperio como un general victorioso, aunque no olvidaba que tras seis meses de asedio, con continuados y cruentos combates, la ciudad había rechazado una y otra vez el avance de sus soldados y las bajas en las filas de las legiones eran grandes. ¿Qué tenían aquellos locos, qué fuerza los impulsaba a oponer tanta resistencia a la poderosa maquinaria militar del Imperio?, pensó. Los superaban en número, en preparación, en experiencia y en armamento, y aun así habían sido capaces de desafiar las tácticas de guerra de sus legionarios y el poderío de sus ingenios bélicos. Tito, que los despreciaba y los consideraba fanáticos, no tenía en cuenta que estaban defendiendo su tierra, luchando por lo que era suyo contra el poder invasor, la crueldad de los prefectos romanos, la brutalidad de los soldados de las guarniciones y la tiranía de los gobernantes títeres impuestos por Roma. Sus costumbres habían sido mutiladas; su libertad, pisoteada; su religión, escarnecida; el Templo, profanado. Tantos años de corrupción, ultrajes, ejecuciones y atropellos habían hecho germinar un odio hacia los romanos que era lo que impulsaba a los defensores de Jerusalén a ofrecer una resistencia tan tenaz, un odio tan profundo que los llevaba a luchar hasta el último aliento. Aquellos hombres que peleaban con desprecio de sus propias vidas no tenían miedo a morir si lo hacían matando a algún romano. De este modo, proclamaban, morían libres y no como esclavos de Roma. Pero el Imperio no estaba dispuesto a permitir una afrenta más y él, Tito Flavio Vespasiano, sería el encargado de conducir la batalla final.

—Ave, Tito Flavio, los generales y los tribunos te esperan —anunció el centurión que mandaba la guardia encargada de custodiar la tienda del general.

—Hazlos pasar.

Sobre un triclinio reposaba una capa escarlata, el paludamentum, la capa militar de los legados de Roma. Junto a ella, el casco, con un gran penacho del mismo color. Eran los símbolos de su condición de jefe supremo de las legiones destacadas en Judea. Tito los observó durante un instante y pasó los dedos por el lazo ritual, también escarlata, anudado en la coraza.

La puerta de la tienda se abrió y entraron Sexto Cercalo, general de la Legión V, también llamada Macedónica; Largio Lépido, de la X o Fretensis; Eternio Fronto, de la XII o Fulminata, y Tito Frigio, de la XV o Deiotariana. Las tres primeras legiones procedían de Siria; la cuarta, de Egipto. Tras ellos, los cuatro tribunos jefes de las primeras cohortes de cada legión. Precediéndolos, Tiberio Alejandro, el prefecto de campaña, un veterano cuya misión era asistir al legado y hacerse cargo del mando en caso de ausencia. El prefecto y los generales se cubrían con capas rojas; las de los tribunos eran blancas con una franja púrpura en el borde.

—Mi padre rindió Jotapata en cuarenta y siete días. Nosotros llegamos aquí en los idus de abril y han pasado casi seis meses desde entonces sin que hayamos conseguido vencer a los rebeldes —profirió Tito a modo de saludo.

—Jotapata no es Jerusalén —objetó el prefecto.

—Aun así no estoy dispuesto a admitir un descalabro más. Jerusalén tiene que rendirse, no me importa cómo lo consigáis ni qué métodos utilicéis. Somos soldados de Roma y un hatajo de muertos de hambre nos está poniendo en ridículo… Roma no puede permitir una humillación como esta.

La voz de Tito sonaba tranquila, pero en sus palabras subyacía la tormenta que sus modales comedidos no podían ocultar. En el rostro se le dibujaba una expresión furiosa que velaba su juventud, haciéndolo parecer mayor de lo que era. Los jefes militares percibieron el descontento en su mirada y guardaron silencio.

—Juan de Giscala y Simón bar Giora… Dos locos al frente de un puñado de… andrajosos a los que no somos capaces de reducir —murmuró Tito en tono de reproche.

—Puede que estén hambrientos, pero no son un puñado ni están locos. Dentro hay varios miles de hombres dispuestos a todo y no es prudente subestimarlos. Nos guste o no están demostrando valentía, y eso lo saben muy bien nuestros legionarios, muchos de los cuales lo han pagado con la vida. —La voz del prefecto sonó firme y no parecía dispuesto a permitir que el legado de Roma pusiese en entredicho su capacidad militar ni la de sus hombres.

Tito lo observó. Aquel veterano oficial había servido a las órdenes de su padre y siempre se había revelado como un gran estratega. Lo apreciaba y lo respetaba, pero no quería que los generales que lo acompañaban pudiesen apreciar el menor asomo de flaqueza. Él, Tito Flavio, era comandante en jefe de cuatro legiones e hijo de un emperador. Pero, sobre todo, era un soldado sobre el que había recaído la responsabilidad de poner fin a una rebelión que se había extendido por toda Judea. El odio de los judíos hacia los romanos no era nuevo, venía de antiguo, pero se acrecentó cuando Nerón nombró procurador a Gesio Floro, un gobernante que solo creía en la ley del látigo, la horca y la crucifixión. Cuando trató de hacerse con el dinero del Templo estallaron algunas revueltas y Floro no dudó en enviar las tropas contra la ciudad. La sangre llenó las calles de Jerusalén. La llama estaba prendida. Los zelotes aprovecharon el descontento de la población y asaltaron la fortaleza de Masada, a orillas del mar Muerto. En el asalto murió toda la guarnición. Roma lo consideró un desafío, los zelotes aceptaron el reto y lo que comenzó como una revuelta acabó convirtiéndose en una guerra abierta. Muy pronto toda Judea fue un campo de batalla en el que los romanos parecían llevar las de perder, pero el poder de Roma era grande, mucho más del que los rebeldes podían imaginar. En la primavera del 67, Vespasiano, un experimentado general que estuvo al mando de la legión Augusta durante la conquista de Britania, recibió el encargo de Nerón de dirigir la guerra contra los judíos. Vespasiano envió a su hijo Tito a Alejandría para ponerlo al mando de la legión Deiotariana mientras él partía hacia Siria para volver con la Macedónica y la Fretensis. Cuando Tito se le unió, las fuerzas romanas sumaban cincuenta mil hombres. Vespasiano tenía entonces sesenta años; Tito, veintisiete.

—Mañana tomaremos Jerusalén —dijo Tito con determinación—. ¡Disponedlo todo, destruid la maldita fortaleza hasta los cimientos y entrad en la ciudad! ¡Quiero ver a mis legiones dentro, en cada calle, en cada casa, en cada rincón! Y esta vez no estoy dispuesto a admitir errores ni sorpresas.

—¿Y el Templo? —preguntó el tribuno de la Macedónica.

—Mientras siga en pie no habrá paz. Incendiad las puertas de acceso a los patios interiores y los pórticos contiguos, pero respetad el santuario…, salvo que las circunstancias aconsejen destruirlo también.

—¿Qué hacemos con los que quieran entregarse? —inquirió el prefecto de campaña.

—El tiempo para el perdón ha pasado ya —respondió Tito.

La reunión había terminado. Los jefes militares se disponían a salir cuando la voz de Tito los hizo detenerse:

—A Juan de Giscala y a Simón bar Giora los quiero vivos. Los llevaré a Roma con los tesoros del Templo como un trofeo de guerra más.

* * *

La mañana amaneció brumosa. Durante todo el día anterior las tropas romanas habían ido tomando posiciones para el asalto. Tito Flavio, montado sobre un caballo negro y flanqueado por el prefecto y los generales, observaba con atención el despliegue de los legionarios frente a la rampa que comunicaba con la plataforma del Templo. Las órdenes eran tajantes: aquella mañana del 8 de septiembre todo tenía que quedar zanjado y Jerusalén debía caer a costa de lo que fuese.

La brecha abierta en la fortaleza era amplia, lo suficiente como para permitir el paso de las cohortes y la caballería, pero antes de hacerlo era preciso eliminar los parapetos que los defensores habían fabricado con los escombros de la muralla. Tras ellos se habían atrincherado los zelotes y los idumeos, dispuestos a enfrentarse a lo que ya se revelaba como el asalto definitivo, dada la evidente desproporción entre atacantes y defensores y la enorme capacidad ofensiva de la maquinaria bélica romana, preparada para entrar en acción en el momento en que recibiera el mandato.

Tito Flavio levantó el brazo derecho y lo bajó con energía: era la señal para que comenzara el ataque. Al instante, el prolongado sonido de las tubas y las trompas transmitió la orden y todo el ejército se puso en movimiento. Las catapultas comenzaron a lanzar grandes piedras contra los sitiados, que tuvieron que retroceder, dejando el paso franco a las cohortes que, distribuidas en centurias, comenzaron a subir la rampa construida sobre la cisterna de Estrution. Los soldados de la primera fila alzaron los grandes escudos para proteger el frente de la formación al tiempo que el resto se cubría con los suyos, solapándolos hasta constituir una especie de caparazón. Era la conocida táctica en testudo de las legiones romanas[3]. Las flechas y demás proyectiles lanzados desde la barrera defensiva de la ciudad se deslizaban sobre esta coraza protectora sin conseguir herir a los soldados.

Los legionarios subieron por la rampa para entrar en la plataforma de la fortaleza, pero los zelotes se lanzaron contra ellos en un ataque desesperado para impedirles el paso. La caballería de Tito cargó contra los atacantes y estos tuvieron que huir ante el destructor empuje de los jinetes, que avanzaban dejando tras de sí un reguero de muertos. Arrollados, los zelotes se replegaron atropelladamente hasta alcanzar el santuario, donde esperaban poder seguir resistiendo; ya todo esfuerzo era un empeño baldío. Se entabló una dura lucha cuerpo a cuerpo entre asaltantes y sitiados; la superioridad numérica de los legionarios provocó una verdadera carnicería. Los cadáveres yacían amontonados sobre la tierra, atravesados por las espadas de los romanos. Uno de los legionarios consiguió subir por encima de los muros y lanzó una antorcha contra el Templo. Al poco, las salas exteriores ardían por completo.

Jerusalén estaba de nuevo en poder de Roma, pero Tito quiso borrar toda posibilidad de rebelión y para ello era necesario acabar con lo que era el más sagrado de los símbolos hebreos, el Templo, que, aunque entre llamas, continuaba en pie. Por ello ordenó incendiar todo el edificio. Antes de hacerlo entró con sus generales, los abanderados que portaban los estandartes distintivos de sus legiones y los aquilíferos encargados de llevar las insignias de las águilas, símbolos del Imperio romano. Y allí, en el centro mismo del judaísmo, Tito Flavio ofrendó a los dioses de Roma un buey, un cerdo y un cordero: el Templo fue profanado antes de ser destruido.

Toda Jerusalén quedó en poder de Tito. Los soldados saquearon e incendiaron la parte alta. El archivo, la sede del consejo real, el palacio de Helena, todo sucumbió bajo las llamas. Después fue la ciudad baja. Los soldados se adentraron en las calles, que se tiñeron con el rojo de la sangre de sus habitantes. No había que dejar nada a los enemigos, para los que no hubo el menor asomo de piedad. Los rebeldes capturados fueron ejecutados, como también lo fueron los ancianos y los enfermos que cayeron prisioneros. Solo los más fuertes pudieron librarse de la muerte aquel día porque su destino no era seguir vivos, sino acompañar a Tito en su entrada triunfal en Roma y ser arrojados después a las arenas del circo para morir quemados o devorados por las fieras. Juan de Giscala y Simón bar Giora formaron parte de ese desfile[4].

La vieja Jerusalén fue destruida por completo; todo fue demolido, salvo las torres de Fasael, Miriam e Hípica, que Tito quiso conservar para que sirvieran de fuerte a las tropas que se quedarían de guarnición en Judea. De nada le valió su historia, ni sus riquezas, ni la gloria del Templo. Así pereció Jerusalén; fue en el segundo año del imperio de Vespasiano.