7

Por aquella parte de la judería de Toledo, en el llamado Degolladero, no era frecuente ver cristianos, incluso eran pocos los judíos que solían pasar por allí; aun así no convenía llamar la atención, por lo que los convocados fueron llegando poco a poco y de uno en uno a la casa del rabino Salomón ben Paquda ha Leví. En otras circunstancias se habrían reunido en el patio, a la vista de todos, pero no entonces, porque los tiempos eran adversos y la prudencia exigía actuar con cautela para evitar cualquier desacierto que pudiera dar al traste con el motivo de la convocatoria. Por eso se congregaron en el interior.

Además de Jacob, Miriam y el rabino, estaban Yehudá Abenamias, el padre de Miriam; Josué Arragel, comerciante de algodón y seda; los hermanos Abraham y Samuel ben Llana, recaudadores de la renta de la corambre; Isaac Ferruziel, rico comerciante en paños, especias y perfumes; su mujer, Judith Benmerquí, y su hijo Nehemías; Samuel Betanave y su hijo Aarón, agricultores; el arrendador Saúl Abengalel; el prestamista Simón Benatar y su mujer, Noemí Ferruziel, hija de Isaac Ferruziel; el platero Elías Bendayán y Esther Benchimol, su esposa; Ezequiel Cohen, médico; Moisés ben Albalía, alfarero, y el panadero Samuel Hadida. Todos ellos formaban parte de un círculo reducido y muy especial que estaba al tanto de cuestiones ignoradas por el resto de la comunidad hebrea de Toledo, casi una sociedad secreta unida por un juramento que obligaba a sus miembros a guardar una absoluta reserva sobre los asuntos que trataban.

El último en llegar fue Isaac Abravanel. Lo acompañaban dos hombres de mediana edad y fuerte complexión a los que presentó como Hasday Siriano y Jonás Gavisón, los dos agricultores de quienes le había hablado al rabino el día anterior.

Miriam, ayudada por las mujeres, distribuyó jarras de vino y bandejas con comida. Todos comieron y bebieron mientras aguardaban a que el rabino les aclarara el motivo de la reunión. Transcurrió un buen rato antes de que Salomón ben Paquda tomara la palabra. Cuando lo hizo se produjo un absoluto silencio.

—Nos esperan malos tiempos —comenzó a decir el rabino Salomón, que se levantó de la silla para hablar—. Vamos a necesitar mucha fe en el Señor y toda la ayuda que pueda llegarnos de su mano. No puedo ocultaros la gravedad de lo que ocurre porque todos la conocéis… Nuestra vida en Sefarad toca a su fin y aquí se quedarán nuestros recuerdos y el recuerdo de nuestros antepasados; nada podemos hacer para remediarlo. Los reyes han decidido nuestro destino y nos expulsan de nuestra casa después de haberlos servido bien durante tanto tiempo. Aquellos de entre nosotros, de nuestra gente, que abracen el cristianismo no serán expulsados… Muchos de nuestros hermanos lo harán y debemos ser comprensivos con ellos, no debemos juzgarlos, porque será el Señor el que lo haga —al decir esto, el rabino miró en dirección a Isaac Abravanel—. Nuestro pueblo hunde sus raíces en la noche de los tiempos de Sefarad, mucho antes de que los cristianos llegaran aquí, pero para los reyes Fernando e Isabel y para sus perros de presa de la siniestra Inquisición esto no tiene ninguna importancia, no vale, no es nada que deba ser tenido en cuenta, creen que esta tierra es solo de ellos y que nosotros somos de una raza maldita y perversa que corrompe su fe y sus costumbres… Por eso nos echan, para preservar la pureza de su religión y de su… santa madre iglesia —el rabino pronunció estas palabras con un inequívoco deje de desprecio—. Eso dicen… Pero no se conforman con expulsarnos del solar de nuestros ancestros, no, quieren mucho más… En nuestro viaje al destierro no podemos llevar oro ni plata, ni armas, ni monedas acuñadas, ni siquiera caballos para el transporte. Tendremos que conformarnos con alguna que otra mula, aunque esto no nos resulta nuevo porque tampoco antes nos estaba permitido llevar armas ni montar a caballo; recordad que incluso nos prohibían ejercer la medicina o la cirugía con enfermos cristianos, aunque nuestros médicos, y ellos lo saben, son mucho más sabios que los suyos… Somos propiedad del rey, somos como cosas que hoy apreciamos y mañana desechamos porque han dejado de valernos o nos estorban. Eso somos para estos reyes a los que tanto bien hemos hecho y a los que hemos servido con entrega y lealtad. Pero en su inmensa generosidad no se han olvidado de nosotros y nos permiten convertir todos nuestros bienes en letras de cambio… —dijo el rabino con ironía. Los gestos de asentimiento daban a entender que todos seguían con interés sus palabras—. Letras de cambio… Un montón de papeles que no servirán para nada porque ellos se quedarán con todo lo que nos pertenece… Nuestro pueblo ha sufrido mucho y todavía le queda mucho por sufrir, pero debemos tener confianza en el Señor y encomendarnos a su misericordia.

El rabino cogió un vaso de vino, lo miró pensativo durante unos instantes y dio un pequeño trago. El silencio acompañó la pausa de aquel anciano de aspecto venerable que durante años había sido el maestro, el consejero y el guía de cuantos estaban allí.

—Aunque son muchas e importantes las cosas de las que hoy tenemos que hablar —prosiguió—, hay una que no admite demora y que debemos dejar solucionada antes de que cada cual se marche a su casa. Pero antes debo revelaros algo que ayer me comunicó mi querido amigo don Isaac Abravanel. Se trata de Abraham Seneor, el rabí mayor de Castilla y de las aljamas de Sefarad. —Hizo una pausa y miró a cada uno de los presentes, que permanecían en silencio—. Don Abraham, su yerno Mayr Malamed y sus familias van a abrazar el cristianismo. —Se produjo un murmullo de sorpresa—. Quiero que lo sepáis por mí antes de que los perros de Torquemada se encarguen de propagarlo para debilitar la fe de los nuestros.

El rabino guardó silencio hasta que el rumor de las palabras se apagó. En el aire quedó flotando la huella que la revelación había producido en el ánimo de los presentes. Algunas mujeres se taparon la cara con las manos y prorrumpieron en llanto. También algunos hombres.

—El Señor sabe por qué don Abraham y su familia han elegido ese camino… Que este problema no nos impida actuar con lucidez e inteligencia. Aunque nuestro corazón esté roto, enjuguemos las lágrimas porque serán muchas las que derramaremos cuando llegue el día de la partida… Y ahora debemos abordar el asunto que nos ha traído aquí… El ambiente que se está creando en la ciudad no es favorable para nosotros. Los cuervos que quieren hacerse con nuestras propiedades ya planean sobre los tejados de nuestras casas. Los ánimos se están excitando y hay riesgo de que la gente se exalte más de la cuenta y se produzcan robos y asesinatos. Por eso os he mandado llamar, porque hay que poner a salvo el tesoro antes de que eso se produzca. Todos sabéis de qué hablo. Solo nos quedan tres meses para que expire el plazo y tengamos que emprender forzosamente el camino del destierro; antes de ese tiempo el tesoro deberá estar en lugar seguro. Con vuestra ayuda y vuestros consejos lo pondremos a salvo, lejos de la codicia de quienes nos han robado nuestra tierra y nos han cerrado las puertas de Sefarad.

El rabino se sentó. Su rostro, por lo general sereno, mostraba las huellas de la preocupación. Su compromiso con la comunidad hebrea iba mucho más allá de las labores propias de su condición de rabino porque sobre él recayó tiempo atrás la responsabilidad de custodiar el tesoro, un peso que había sabido soportar. Ahora, ante la inminencia de la expulsión, había que extremar las medidas para proteger el legado que los sacerdotes Shemuel y Onías habían salvado del Templo de Jerusalén cuando las tropas de Tito lo destruyeron. Habían transcurrido más de mil cuatrocientos años desde que eso sucedió y desde entonces el tesoro había pasado de una comunidad hebrea a otra, de un país a otro y sorteado mil peligros sin que por ello se desvelase el misterio de su existencia. Solo unos pocos lo conocían y esos pocos habían jurado sobre la Torá que guardarían el secreto incluso por encima de sus vidas. Si había logrado llegar hasta allí, hasta Toledo, se debía a la reserva de quienes, en el trascurso de los siglos, habían sido iniciados en la creencia de que alguna vez se levantaría en Jerusalén un nuevo Templo y el tesoro volvería al lugar del que salió.

—Creo que todos estamos de acuerdo en la necesidad de sacar de Toldoth el tesoro y ocultarlo en otro sitio —dijo Abravanel, que también se había puesto de pie para dirigirse a los reunidos—. Cuando nos vayamos, los cristianos removerán cada una de las piedras de nuestras casas para buscar inexistentes tesoros, porque ellos creen que los judíos escondemos oro en cualquier parte. Su codicia los ciega y por eso es menester buscar un nuevo lugar lejos de aquí.

—El edicto de los reyes nos prohíbe sacar bienes de valor. Tratar de salir con el tesoro es una temeridad porque cuando queramos abandonar la ciudad nos registrarán para comprobar que no escondemos nada prohibido. Si eso ocurre, si nos registran y lo ven, lo perderemos para siempre —argumentó Ezequiel Cohen, el médico.

—Cierto —respondió Abravanel—, pero nadie dice que puedan verlo.

—¿Qué quieres decir con eso? Si nos registran, es seguro que lo verán, salvo que hagamos magia para volverlo invisible —objetó Nehemías, el hijo de Isaac Ferruziel.

—No, no vamos a hacer magia ni nada que se le parezca —afirmó Abravanel con una sonrisa—, aunque la Inquisición crea que nos pasamos la vida invocando a los demonios delante de un caldero lleno de azufre. Es mucho más sencillo, Nehemías; solo habrá que disimularlo de modo que si alguien lo descubre, suponga que no tiene ningún valor. —Cogió un vaso, lo llenó de agua y bebió. Se secó la boca con el dorso de la mano y después sostuvo el vaso en alto y lo mostró a los presentes—. Ellos son incapaces de ver más allá de lo que les muestran sus propios ojos, por eso no verán lo que es, sino lo que no es. Todo lo que es visible está oculto, no lo olvidemos —dijo con un tono enigmático que, no obstante, todos entendieron—. El rabino y yo hemos hablado de esto y tenemos un plan que nos gustaría exponeros… Dentro de un par de días llegará a Toldoth un grupo de muleros con una gran reata de mulas cargadas de mercancías. Pasarán unos cuantos días en la ciudad para tratar de vender parte de la carga que transportan… Los amos de las mulas son gente conocida y están dispuestos a ayudarnos.

—¿Cómo van a ayudarnos? —interrumpió Esther, la mujer de Elías Bendayán, el platero.

—Permitiéndonos viajar con ellos —contestó Abravanel.

—¿A todos?

—No, Esther, no iremos todos.

—¿A qué lugar irán? —preguntó Samuel ben Llana.

—Eso lo veremos después —terció el rabino—. Ahora lo importante es que conozcáis cómo vamos a sacar el tesoro.

—Salomón está en lo cierto —afirmó Abravanel—, lo que nos interesa ahora es asegurarnos de que el tesoro va a salir de Toldoth sin que corra ningún peligro y para eso vamos a utilizar el ingenio. Estos dos amigos que han venido conmigo —señaló a Hasday Siriano y Jonás Gavisón— eran los dueños de esas mulas. Ahora pertenecen a gente que antes trabajó para ellos, personas de fiar que les están muy agradecidas y que se han mostrado dispuestas a ayudarnos, por lo que las recompensaremos generosamente. Son cristianos y mezclados con ellos irán algunos de nosotros que se harán pasar por bautizados. Vestirán como cristianos y se comportarán como tales.

—Eso puede ser muy peligroso —objetó Samuel Hadida—. En Toldoth nos conocen a todos y no creo que podamos engañar a los soldados ni a los inquisidores por mucha ropa de cristianos que nos pongamos. Nos detendrán y ya sabéis que eso significa ir derechos a las cárceles de la Inquisición, en las que se entra vivo y nunca se sale, ni vivo ni muerto.

—Cierto, es peligroso… si nos descubren, pero quienes viajarán vestidos de cristianos serán Jonás y Hasday porque a ellos no los conocen, nadie sabe quiénes son, por lo que podrán pasar por dos muleros más. Desde que han llegado no se han dejado ver para evitar que los identifiquen. Su presencia entre los arrieros será una seguridad porque podrán ir armados sin despertar sospechas, y si les preguntan, podrán decir que las armas son para defenderse de los salteadores de caminos. Con ellos viajarán varios de nosotros y el tesoro se repartirá entre todos.

—En las puertas de salida de la ciudad y en el camino se encontrarán con patrullas de soldados que los registrarán para poder quedarse con cualquier cosa que consideren prohibida por el bando de expulsión —añadió Samuel Hadida.

—No te quepa duda de que los registrarán para comprobar lo que llevan consigo, Samuel, pero registrarán a los judíos, no a los cristianos, y aunque también los registren puedes estar seguro de que no verán nada de valor entre sus pertenencias. Ya he dicho antes que el tesoro se volverá invisible.

—Si tienen dudas acerca de que Jonás y Hasday sean cristianos, los interrogarán y les harán preguntas que puede que no sepan contestar —razonó Simón Benatar, el prestamista—. ¿Conocen la fe cristiana y los dogmas de su religión?

—Eso no debe preocuparnos, porque la conocen lo suficiente como para pasar por cristianos —aclaró Abravanel.

—¿Y si los obligan a comer tocino para probar que no son judíos? ¿Qué deben hacer?

El silencio llegó como un relámpago. La pregunta de Ezequiel Cohen hizo que todos los rostros se volvieran hacia Salomón ben Paquda. Él era el intérprete de la ley mosaica y a él le correspondía dar una respuesta. El rabino meditó unos instantes, después se levantó despacio y miró a cada uno de los allí reunidos. El silencio se hizo más intenso.

—Tu pregunta es sabia, Ezequiel —le dijo al médico—. La Torá prohíbe comer cerdo, como también nos prohíbe trabajar en el día del Señor… Pero si alguien de tu familia, o un amigo, o un vecino, o cualquiera de nuestra comunidad enfermara de gravedad durante la fiesta del sabbat, con gran peligro de muerte, ¿dejarías de atenderlo? ¿Acaso nadie de los que estamos aquí nunca ha incumplido alguno, o muchos, de los seiscientos trece mitzvot[18] de la Ley de Moisés? Si contra nuestra voluntad nos obligan por la fuerza a comer cerdo, ¿es eso pecar contra la ley del Señor? ¿Y si comemos algún alimento prohibido sin saberlo? ¿Somos por eso impuros? No está el pecado en lo que hacemos sino en la intención con que lo hacemos. Entonces, si se ven obligados a comer cerdo para preservar el tesoro, tampoco pecarán porque el Señor sabrá que lo hacen como un tremendo sacrificio en su honor. Pero después deberán purificar su cuerpo y su espíritu para ser más gratos a los ojos del Señor.

El rabino se sentó. El silencio que había precedido a sus palabras se convirtió en un murmullo de asentimiento.

—Ha llegado el momento de elegir a los que acompañarán a Jonás y a Hasday —anunció Isaac Abravanel—. El camino será largo y penoso, por lo que propongo que sean los más jóvenes los que viajen como guardianes del tesoro.

—No creo que eso sea lo más acertado, Isaac —objetó Elías Bendayán, el platero.

—¿Por qué lo crees?

—Porque una caravana de muleros que acompaña a un grupo de judíos que van camino del destierro ya es de por sí un poco extraño, pero si además esos judíos son todos jóvenes, despertará sospechas.

—Elías tiene razón —añadió Judith Benmerquí—. Se preguntarán por qué esos judíos viajan solos, sin sus mayores, y tendrán problemas.

—Puede ser —admitió Abravanel—. ¿Qué proponéis?

—Que no vayan solo los más jóvenes —sugirió Abraham ben Llana—. Mi hermano Samuel y yo nos uniremos a la caravana.

—Mi familia y yo también iremos —se sumó Isaac Ferruziel.

—Y la mía —manifestó Simón Benatar, el prestamista—. En Toldoth ya no nos queda nada.

—Yo soy viudo y no tengo hijos, así que también iré —dijo Moisés ben Albalía, el alfarero.

Uno a uno se fueron ofreciendo para formar parte de la comitiva. El rabino levantó la mano para pedir silencio.

—Veo que todos queremos ir, pero será necesario que algunos se queden en Toldoth para ayudar a nuestros hermanos cuando emprendan el camino del destierro. Isaac —dijo a Abravanel—, tú debes quedarte porque tu ayuda va a ser muy necesaria; y tú, Josué, porque tus conocimientos del comercio servirán para que no nos engañen más de lo que nos van a engañar con las letras de cambio. Yo me quedaré con vosotros.

—Pero, padre, no puedes quedarte aquí, tú eres el custodio del tesoro y debes viajar con él —objetó Jacob, el hijo del rabino.

—Los custodios sois ahora vosotros, yo solo seré un estorbo.

—Pues yo me quedo contigo, padre, no te dejaré solo.

—Jacob, hijo, debes irte con Miriam. Está embarazada y será mejor para ella que os marchéis antes de que llegue la época de calor.

—Tu padre tiene razón, Jacob, debes irte con tu esposa —terció Yehudá Abenamias, el padre de Miriam—. Yo me quedaré con él.

—Padre… —dijo Miriam.

—Hija, tu lugar está junto a tu esposo. No te preocupes por mí, sabré cuidarme.

—Bien, creo que ha llegado el momento de empezar a hacer cosas —apuntó el rabino—. Isaac, muéstrales el lugar al que deben dirigirse y la ruta que han de seguir.

Abravanel extendió un pergamino sobre la mesa. Dibujado sobre la piel había un mapa con varios lugares marcados con cruces y anotaciones en hebreo. Todos se acercaron para verlo mejor.

—Saldréis por aquí y seguiréis este camino —les indicó.

Abravanel señaló con el dedo un punto que representaba una de las puertas de las murallas de Toledo.